Que Dios lo tenga en la gloria”, recita una y otra vez Ramón Cabrera. No da la sensación de ser un religioso ortodoxo, aunque tampoco un ateo conspicuo. Más bien un creyente cuya fe pasa por su sabiduría, la que aporta la vida porque antes, cuando competía, “cuando corría de verdad”, el día previo a un maratón asistía a la iglesia a rezar. “Lo fundamental es terminar bien física y mentalmente. Le pido a Dios –cuenta en tiempo presente Cabrera– y, por ser correntino, a la virgen de Itatí”.
Hace 79 años, en un pueblito de dos mil habitantes de Corrientes llamado La Cruz, nacía un futuro maratonista olímpico. En ese momento nadie lo sabía, pero Ramón Cabrera, unos 34 años después estaba parado en la línea de largada del maratón en los Juegos Olímpicos de Munich 1972. Sí, exacto, la cita recordada como “La Masacre de Munich” por el atentado del grupo palestino Septiembre Negro que dejó 17 muertos (11 deportistas israelíes, 5 terroristas y 1 policía). “Los tengo filmados –remarca–. ¡Incluso se ven las armas!”.
Año 1952. Con 14 años Cabrera debutó en una carrera callejera en Curuzú Cuatiá, Corrientes. En realidad, en una no, sino en dos. Corrió 5000 metros y salió tercero. Como se quedó con hambre de gloria, una hora después largó los 10.000 metros. “En esa levanté los brazos y dije gané yo”, explica. Pero no, la victoria se le iba a hacer desear. “Ese día aprendí algo: a pegar el cabezazo”. Un atleta con más experiencia le sacó de las manos lo que era un triunfo en el último metro.
Empezó perdiendo, pero desde ahí se sacó las ganas en cuanta carrera encontró. Compitió y se subió a casi todos los podios del país. Corrió dos y hasta tres veces en un mismo fin de semana. “Una vuelta corrí en Claypole y gané. Me llevaron a Parque Chacabuco y gané otra vez”, dice. Pero lo suyo, lo que a Cabrera más le gustaba, era otra cosa. “Corrí de todo, pero siempre quise ser maratonista: lo mío es el gran fondo”.
“Antes, era todo amateur”, refiere con un dejo de nostalgia. “Lo dijo el Barón Pierre de Coubertin (el creador de los Juegos Olímpicos modernos). Si te daban dinero te suspendían 90 años”. No sería la única que vez que Coubertin se cruzaría en la ruta de Cabrera. Un domingo bien temprano de 1972, Ramón partió hacia Ezeiza. Era un domingo habitual y Ramón tomó el colectivo 68 que lo acercaba, y luego hizo dedo. Aún lo recuerda: “Me levantó un Fiat 600”. Es que ese día común quedó grabado en su vida: clasificó en maratón a los Juegos Olímpicos de Munich 1972.
Alemania, 5 de septiembre de 1972
“Quedamos todos encerrados. Habrán pasado unas tres horas sin saber nada, sólo escuchábamos los disparos. Nos alojábamos enfrente de la residencia de las víctimas que fueron tomadas como rehenes”, susurra como un secreto y clava la mirada en la mesa. El miedo tenía eclipsadas a las delegaciones de una Villa Olímpica que Cabrera describe como “una mansión, una verdadera mansión, hasta que ocurrió la tragedia, el desastre, la matanza”. Los terroristas exigían la liberación de más de 234 compatriotas presos en cárceles israelíes y de otros dos detenidos en Alemania. Pero todo terminó en una masacre.
Ramón estaba tranquilo, durmiendo en su habitación para la gran carrera. Hubo disparos. Escuchó ruidos y bajó al primer piso. “La policía me sacó del lugar”. Eran poco más de las 4 de la madrugada.
Mientras tanto, el jefe de la policía Manfred Schreiber y el máximo responsable de la delegación olímpica egipcia, Ahmed Touni, apoyados por los embajadores de Túnez y Libia, ofrecían a los terroristas un cheque en blanco con tal de poner fin al secuestro. Ningún monto de dinero alcanzó para comprar sus convicciones. Durante veintiún horas, todo el planeta estuvo frente al televisor. Los Juegos llamaban la atención del mundo, pero por primera vez por una tragedia.
Fue la televisación la que ayudó, al menos al principio, a los terroristas. En el primer intento de la policía alemana (el ejército germano estaba restringido post segunda guerra mundial), para desactivar la acción terrorista, se llevó a cabo la Operación Sonnenschein. Los agentes tomaron el techo del edificio e intentaron filtrarse por los conductos del aire acondicionado. Mientras los secuestradores observaban todos sus movimientos, en vivo, por televisión.
Al tiempo que Cabrera era sacado de la Villa Olímpica, los secuestrados accedían a subirse a dos helicópteros hasta una base aérea, donde pretendían embarcar a un Boeing-727 rumbo a Egipto. Antes de la medianoche se desató el infierno. La policía disparó primero. Los terroristas respondieron. Tres palestinos y un oficial cayeron muertos. Ya no había vuelta atrás. Acorralados, los secuestradores optaron por llevarse por delante a todo el mundo. Activaron sus bombas; que nunca llegaron a explotar. Los once israelíes murieron y de los ocho secuestradores palestinos, sólo tres fueron detenidos con vida. El 5 de septiembre se suspendió la competición y el día 6 se desarrolló en el estadio olímpico (donde asistieron 80.000 espectadores y 3.000 atletas) un tributo a los muertos.
El Comité Olímpico Internacional (COI) decidió que el show debía continuar. Y Cabrera, a pesar de todo, seguía en competencia. “Nosotros queríamos correr, pero estábamos raros, aturdidos por todo lo que había pasado”. Sin embargo, repitió su ritual antes de cada maratón. Fue a la iglesia y rezó. “Me busqué una iglesia bastante parecida a las nuestras”. Se sentó en el fondo, agachó la cabeza y dialogó con Dios. ¿Qué le dijo? Sólo ellos dos lo saben. Cabrera no lo quiso contar.
Al día siguiente, salió de la Villa con el pelo recién cortado y peinado con gomina Lord Cheselin. ¿Se iba a una fiesta? “Así me preparaba antes de cada maratón”, aclara. “El atleta tiene que largar bien y terminar bien”, añade. Quizás por eso, cuando comenzó la carrera, se animó y dio la vuelta inicial a la pista, antes de salir del estadio olímpico, en el segundo lugar detrás de su compatriota Fernando Molina, delante de otros 72 oponentes.
Lo que recién hoy confiesa es la verdadera razón por la que casi abandona. Cruzó el medio maratón en 1h11m. “Me sentía bien”, recuerda, “quería pasar a un venezolano que me encerraba”. Pero en el kilómetro 35 tomó agua en un puesto de abastecimiento, y ahí todo cambió: “Se me acalambraron los testículos”, dispara. Se detuvo, caminó, “los alemanes me alentaban”, se asombra aún hoy Ramón; y al final, volvió a correr.
Con 2h42m37s, finalizó en el puesto 55. Peor de lo que soñaba, pero mejor de lo que podría haber sido. De regreso a Buenos Aires lo entrevistaron en Canal 7 y Canal 9, “pero nunca pude verme porque lo pasaron en vivo”. No obstante, la fama no siempre da dinero. Al pasar por un kiosco vio un poster de la largada del maratón de Munich. “Ahí estaba yo, era un cuadro espectacular”, dice orgulloso. Se acercó al canillita y le preguntó el precio; se quedó con las ganas. “Era muy caro”, confiesa sin vergüenza Ramón.
Como aquel día del poster, su pasado olímpico continúa sin darle un peso. Hoy Ramón vive en un garage acondicionado “con un bañito y gas natural para no pasar frío”, en Mar del Plata. “Hace poquito me fui de una pensión porque no lo podía pagar”, reconoce. “Como los 6200 pesos que cobro no me alcanzan, una señora me recomendó que vendiera calcomanías para decorar la heladera: equipos de fútbol, mariposas y esas cosas lindas”, sostiene y revela que junta no más de 30 o 40 pesos por día. Ramón, de lunes a viernes de 10 a 16, está sentado en una sillita que le prestan. Muchos, “la gran mayoría”, pasan raudos a su lado sin saber que quien ofrece calcomanías fue un atleta olímpico. “No ando contando qué hice ni quién fui: la señora donde vivía antes nunca supo mucho de mi vida. El que sí cuenta quién soy es Oscarcito (por el exatleta Oscar Raimo) que quiere que se conozca mi historia”. Así, como en el maratón olímpico, Cabrera tuvo que hacer lo mejor que pudo con lo peor que le tocó. “No me puedo quedar con los brazos cruzados. Al menos, me sirve para comprar algo para comer porque pago 2000 pesos de alquiler”. Ahora tiene que administrarse con lo poco que tiene para tratar de seguir en carrera. “Hago lo que puedo con lo que tengo. Por suerte no debo comprar remedios. Gracias a Dios no uso medicamentos. Cuando tengo que competir –sigue hablando en presente– tomo muchas vitaminas. Ahora quiero caminar el maratón de Mar del Plata para ver si los del Comité Olímpico me ven y me dan una manito”, se ilusiona.
Con 79 años, Ramón recuerda su pasado olímpico con alegría y piensa que tal vez el atletismo no le dio lugar a una familia. “Nunca me casé, soy soltero”, admite y por primera vez en la charla sonríe. “Aunque nunca pierdo las esperanzas”.