El panteón de los héroes nacionales tiene un reverso oscuro y truculento aunque no menos célebre: el inventario de los criminales que pasaron a formar parte de la historia argentina. El Petiso Orejudo, Mate Cosido, Carlos Eduardo Robledo Puch, Aníbal Gordon, Yiya Murano y Arquímedes Puccio se acomodan en la primera línea con su fama construida a fuerza de masitas envenenadas, secuestros extorsivos seguidos de muerte, o la tortura y el asesinato de niños. Pero ese firmamento también está poblado por nombres y cadáveres que supieron cautivar, y aterrorizar, a las masas en sus tiempos de esplendor aunque ahora las referencias sean menos conocidas. La lista podría incluir a tres descuartizadores: Miguel Ernst, que fraccionó a su socio y tiró los restos a los Lagos de Palermo; al chofer Julio A. Bonini que también asesinó a su amante Virginia Donatelli y eligió el mismo destino para el torso de la mujer; y a Jorge Eduardo Burgos, un atildado soltero que despedazó a Alcira Methyger, despechado porque ella no lo amaba. Tampoco deben faltar el mendocino Ricardo Silvio Caputo que se transformó en el asesino serial más buscado de los Estados Unidos después de ultimar a, por lo menos, cuatro mujeres en aquel país. Y por qué no la banda de asaltantes de taxistas que, para más agravante, la prensa denunciaba que eran homosexuales. Mucho más que historias bañadas en sangre: la historia criminal del país funciona como un espejo. Un espejo que no deforma.
Sangre fría, infame indiferencia
Los periodistas y escritores Osvaldo Aguirre y Javier Sinay acaban de publicar ¡Extra!, la primera antología de la crónica policial del país, y sostienen que si estos casos canónicos se metieron en la memoria popular se debe, entre otros factores, al rol que cumple el género cristalizando en un asesinato o en un robo memorable los rasgos salientes de un momento determinado. “Los crímenes más famosos son los que interpelan directamente un problema de época. Por ejemplo, el asesinato de Ángeles Rawson como femicidio típico”, dispara Sinay. Tanto Sinay como Aguirre tenían años de experiencia entre delincuentes y policías cuando la idea de una antología fue tomando cuerpo a cuatro manos. “Nos conocíamos porque, por un lado, nos habíamos leído mutuamente. Además, yo colaboraba en el sitio que él dirige (elidentikit.com). Entonces, teníamos afinidad y un interés común por la historia de la crónica”, agrega Aguirre.
“Antes de que el pintor italiano Jacobo Fiorini fuera asesinado en su propia casa, el 9 de octubre de 1856, en manos del amante de su esposa, ya había habido otros crímenes notables en Buenos Aires y a lo largo del territorio argentino”, comienza ¡Extra!: Antología de la crónica policial en la Argentina. Y, si bien apunta a continuación los homicidios de un comerciante español en 1828, o del jardinero coruñés de Juan Manuel de Rosas en 1845, los periodistas deciden abrir con la muerte del retratista porque en la cobertura del diario La Tribuna ya se encuentra el germen de la crónica moderna. La cosa fue así: Clorinda Sarracán, la mujer de Fiorini y madre de sus cinco hijos, mantenía un romance con el gaucho Crispín Gutiérrez. Ambos planearon el asesinato del marido, lo mataron a golpes, lo enterraron cerca de la casa y luego declararon que se había fugado porque lo tapaban las deudas. Pero fueron atrapados. El caso fue seguido por La Tribuna entre el 4 y el 29 de noviembre de 1856 y, para escándalo de los lectores, las notas se regodean en la “sangre fría” y la “infame indiferencia” de la criminal adúltera. Clorinda fue sentenciada a muerte y, aunque más tarde recibió un indulto, la decisión terminal del juez levantó polvareda entre la sociedad de la época que asociaba su condena a la de Camila O´Gorman.
“Uno de los rasgos de la crónica policial es que siempre ha construido una especie de memoria del crimen. La cuestión de recapitular los casos del pasado, muchas veces con hincapié en aquellos que no están esclarecidos, se encuentra tempranamente”, señala Aguirre. Explorador de una zona mestiza entre la poesía y los policiales, nació en Colón, Santa Fé, estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario y comenzó pronto a narrar historias de criminales en la prensa. Con el tiempo, llegaron los libros de investigación siempre alrededor de algún delito: publicó Historias de la mafia en la Argentina, Enemigos públicos. Los más buscados en la historia criminal argentina, entre otros. Sin escalas, el recorrido incluye una colección de fascículos para diarios del interior del país; libros de cuentos y de poemas, entrevistas, ensayos y compilaciones, entre ellas, Obra periodística de Francisco Urondo. “La crónica policial como objeto de interés y de reflexión es algo bastante reciente”, destaca. “Tanto Javier como yo habíamos trabajado con esta cuestión y ambos contábamos con un archivo personal. Por eso, al comenzar el libro, ya teníamos un sumario sobre el recorrido que queríamos hacer”. Además de la montaña de papeles, revistas y libros que cada uno de los dos aportaba, había una serie de trabajos de corte más académico que se editaron en los últimos años y que -opinan- también contribuyen a ese interés por la crónica policial. Por un lado, el libro de Sylvia Saítta Regueros de tinta: el diario “Crítica” en la década de 1920 y los trabajos de Lila Caimari que abarcan el período previo -desde fines del siglo XIX y principios del XX.
De este modo, ¡Extra! traza sobre la historia de la prensa argentina seis períodos en los que la crónica de delitos va configurándose como género y, al mismo tiempo, funcionando como espejo de cada una de esas épocas. “Esas etapas nos parecía que estaban marcadas, en buena parte de los casos, por hitos periodísticos: diarios y revistas que marcaron ese momento y que se apoyaron en la crónica policial tanto para proyectos de difusión masiva como el diario Crónica que comienza a publicarse en 1963 y que construye su público a partir de la cobertura del caso Penjerek, o para otros productos que se dirigían a un público más restringido como pudo ser la revista Delitos y Castigos, con un lector más intelectual”, dice Aguirre.
La aparición de los diarios Crítica y La Razón rescata a la crónica policial del rincón en el que habita y la transforma en “el plato fuerte” del medio. El movimiento lo completan publicaciones especializadas como Sherlock Holmes, “que apunta a mostrar el detrás de escena, la historia oculta detrás de la que se lee a diario”, anotan los autores en uno de los seis ensayos que anteceden a las crónicas. Aparece la figura del cronista especializado y surgen grandes plumas: desde Gustavo Germán González, el patriarca de este universo narrativo, hasta Roberto Arlt que relata su intento de frustrar una muerte, en un desopilante texto titulado “Me voy a suicidar, vivo en Uruguay 694”. De este ciclo aún resuenan las historias del Petiso Orejudo. “Cayetano Santos Godino, nacido de una familia laboriosa y honrada, ha venido al mundo con todos los estigmas de la degeneración, realizando el tipo de criminal nato tan admirablemente estudiado y descripto por Lombroso”, informa el detallado artículo de Caras y Caretas de diciembre de 1912.
La cobertura de los crímenes del joven asesino en serie colaboró para transformarlo en uno de los mayores delincuentes de la historia argentina. En rigor, el Petiso Orejudo fue responsable de la muerte de cuatro niños pequeños, además de otros siete intentos de asesinato que fueron frustrados y del incendio de siete edificios. Sin embargo, se le atribuyeron en la época muchos otros delitos y las crónica subrayan la saña con la que se procuraba placer a partir del sufrimiento de chicos o animales. Aguirre se detiene en este caso para mostrar cómo, ya tempranamente, la crónica policial atrapa y retrata casos que expresan el pensamiento de su época: “Se dice que este tipo de textos son también noticias políticas en el sentido de que funcionan como una apelación al Estado para que intervenga, para que restaure el orden, o para que endurezca las leyes. Eso es recurrente y se conecta en la actualidad con toda la prédica cotidiana de la crónica policial sobre la inseguridad. Porque históricamente, estas narraciones tienden a formar el sentido común represivo y conservador”.
Los atenuantes y los agravantes
Javier Sinay está en Japón. Manda “saludos desde Tokio”, al cerrar un correo electrónico que escribe en la madrugada argentina cuando en tierras niponas brilla el sol y la ciudad late enloquecida. Emprendió un viaje largo por la otra cara del mundo, pero desde allá suma su mirada sobre ¡Extra! Tampoco él es un recién llegado al mundo del hampa y sus narrativas. Publicó los libros Los crímenes de Moisés Ville. Una historia de gauchos y judíos y Sangre joven: Matar y morir antes de la adultez, que mereció el Premio Rodolfo Walsh en la XXIII Semana Negra de Gijón (España). Además, en 2015 ganó el Premio Gabriel García Márquez de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) por su nota “Rápido. Furioso. Muerto”, publicada en la Rolling Stone y que cuenta la historia de Axel Lucero, un chico de 16 años enloquecido por las motos que fue asesinado por un policía de civil al que intentó robarle en La Plata.
“Creo que hay varios problemas sociales en un determinado momento, y un crimen que sobresale los engloba. A la vez, este tipo de casos suelen tener un profundo condimento humano en el que se ven los vicios o las virtudes de sus protagonistas, un poco al estilo de un mito griego”, retoma Sinay en un alto de su travesía. Y de vicios y virtudes se ocupó la revista Ahora (1933) que inauguró en años de la Década Infame “el tipo de publicación al que habitualmente se define como prensa amarilla, centrado en la nota de alto impacto”, anotan los autores. Es este el momento del prófugo Mate Cosido que escribe su historia en una carta a la revista Ahora en 1938, del descuartizador Burgos y del celebérrimo comisario Evaristo Meneses retratado por otro ilustre cronista: Emilio Petcoff. “El descuartizamiento de Alcira Methyger fue extraordinario desde el punto de vista de la repercusión -enfoca Aguirre-. La historia de Burgos tuvo un giro en la cobertura periodística: pasó de ser un ‘feroz asesino’ a transformarse en ‘un pobre infeliz’ que es engañado por una mujer inmoral. Es por eso que publicamos dos crónicas”. Según se desprende de esas narraciones, el verano de 1955 conmocionó a la población a partir del hallazgo de paquetes desperdigados por toda la ciudad con los restos de una mujer. Primero el torso, luego las piernas, y varios días después la cabeza que flotaba en el Riachuelo. Los pedazos llegaron a la Morgue Judicial y, allí, los peritos descubrieron dos cosas: se trataba del cuerpo de una misma persona y la víctima había sido operada de la clavícula. Con ayuda de los especialistas en ese tipo de cirugía, dieron con la identidad de la descuartizada: se llamaba Alcira Methyger, tenía 27 años, era salteña y trabajaba como empleada doméstica. Además, tenía novio. Bueno, en realidad tenía más de uno.
Fue tirando del piolín de sus relaciones amorosas que la policía descubrió al asesino: Jorge Eduardo Burgos, un impecable soltero de 30 años, clasemediero, elegante, políglota y que vivía con sus padres sobre la avenida Montes de Oca, en Constitución. La había matado porque llevaba una década enamorado de ella y Alcira no solo lo despreciaba sino que mantenía relaciones con otros hombres. “El caso Burgos tiene un montón de aspectos para observar. Uno de ellos es cómo se modifica el punto de vista de la prensa. Además, fue una historia que estuvo presente varios meses e hizo opinar a la gente. Por ejemplo, la revista Ahora tenía una página donde los lectores dejaban sus impresiones al respecto. Y finalmente, otro asunto es el nivel de naturalización de la violencia de género (en términos contemporáneos) en los medios de la época que podían incluso tomarse con humor la golpiza a una mujer”.
Un cuarto elemento, que dicen los autores que aún está poco observado, es la notable homofobia de los medios de la época: “Son terribles las maneras de dar cuenta de la homosexualidad de algunos delincuentes como Luis Laurito o, más adelante, de Robledo Puch. Es una mirada que reproduce lo más conservador y retrógrado y que considera que, el hecho de que un criminal fuera homosexual, era un agravante de sus delitos. Lo que vemos ahí, en definitiva, es que la crónica policial muestra las convenciones de su tiempo”, completa Aguirre.
Crimen y castigos
La revista Así fue el golazo que metió Héctor Ricardo García, empresario creador del diario Crónica y luego del canal de televisión, en el periodismo argentino de mediados de los años ´50. “Tenía tres ediciones semanales con las que tiraba alrededor de 6 millones de ejemplares. Así fue un tipo exacto de lo que debía ser un medio de alto impacto”, recuerdan Sinay y Aguirre. De la misma época y aunque también referían a los policías y a los delincuentes, sus compañeras de kiosco Primera Plana y Panorama eran muy diferentes: estaban inspiradas en el nuevo periodismo de las norteamericanas Esquire, o The New Yorker y también de la francesa Paris Match en las que se contaba la realidad con los procedimientos de la literatura. De todos modos, en unas como en otras, eran tiempos en los que el protagonismo estaba puesto en los nombres propios: desde el pardo Meneses hasta Carlos Robledo Puch o Aníbal Gordon. Y nadie quedaba al margen.
“Como en toda antología histórica, siempre está el riesgo de sobrerrepresentar lo que está más cercano, que es justamente lo que conocemos. Entonces, ahí hubo que seleccionar más”, explica Aguirre sobre los últimos dos períodos que presenta el libro. El quinto dedicado a la crónica policial y el periodismo narrativo; y el sexto titulado “El policial como nota de tapa”. Aquí se suceden textos de Ricardo Ragendorfer, Horacio Cecchi, Marta Dillon, Enrique Sdrech, Rodolfo Palacios, y Cristian Alarcón, entre otros. Es el momento de la Mafia China, de la desaparición de la adolescente Norma Penjerek, de la cinematográfica fuga de la cárcel de Devoto en la que los escapados encuentran restos pertenecientes a asesinados durante la última dictadura cívico-militar. También aquí se vuelven a contar las 113 puñaladas que Fabián Tablado le dio a su novia de 17 años Carolina Aló. Y la muerte del empresario Alfredo Yabrán. Y el asesinato impune de Oriel Briant por el que fue sospechado su ex esposo, Federico Pippo.
“Siempre digo que en una antología lo primero que se nota es lo que falta. Este libro pretende cubrir 150 años e incluye un poco más de cincuenta crónicas. En todo caso, lo que nos parece es que redescubre algunas publicaciones que estaban olvidadas -como la revista Delitos y Castigos- o que revaloriza estas tradiciones-retoma Aguirre-. Por supuesto que hay mucho que queda fuera. De Sdrech hay una sola crónica. De Rangendorfer estábamos por publicar ¡tres o cuatro notas! Pero no se podía”. De todos modos, desliza que podría haber otros libros, otros recorridos, otras historias. Por lo pronto, en este apartado se recupera la crónica con la que Palacios redescubrió a un anciano Arquímedes Puccio, recluido en una pensión de mala muerte de La Pampa, antes del boom que lo transformaría otra vez en una celebridad negra, ahora de la televisión y del cine que volvieron a contar su historia. Y, como no podía faltar, aparece la envenenadora de Montserrat, Yiya Murano, de nuevo en la mirada de Palacios, incombustible en su personaje de vieja embustera.
Decenas de nombres. Figuritas en un álbum del horror que los argentinos coleccionan un poco sin darse cuenta. “Los crímenes y los criminales son también productos históricos y uno puede ver que cambian en el transcurso del tiempo -sigue Aguirre-. No es lo mismo el Petiso Orejudo que Robledo Puch, por mucho que se los compare. En la historia del Petiso Orejudo se puede ver la cuestión de la inmigración del momento y los experimentos de la criminología, mientras que en el caso de Robledo Puch es interesante el relato que hace Soriano, porque lo ve como un joven de su época que persigue lo que quieren sus pares. También la historia de Yiya Murano, que era prestamista en el contexto de la plata dulce de la dictadura y que reproduce de alguna manera algo que se daba en mayor escala. O también el caso Puccio y el secuestro extorsivo, con la dictadura en retirada, los grupos de tareas y la primera democracia. El delito siempre es posible en función de las características de esa sociedad y en función del horizonte cultural de cada época”.
Y frente a ese movimiento, el autor de ¡Extra! mete una cuña: “Cuando uno habla de los grandes delincuentes, puede distraerse con esas figuras, verlos como encarnaciones del mal, como fenómenos que no tienen nada que ver con nosotros. Me parece que la mejor crónica policial va en otro sentido: en la búsqueda por ubicar a esos personajes en la época y en la sociedad en la que actuaron. La reflexión es muy importante en la crónica policial. No se trata de abrumar al lector con una historia terrible sino más bien de intentar comprender esa historia”.