No sé dónde encontrarte
No sé cómo buscarte
Pero siento una voz que,
en el viento, habla de ti.
De Adagio, Remo Giazotto
Mi papá murió hace ya cuarenta años. Es mucho tiempo y, aun así, cada vez que suena el Adagio de Albinoni me veo de nuevo allí, en el living del departamento familiar. Recostado sobre la alfombra de bucles verdes, mis propios rulos hundidos entre los almohadones que mi mamá había mandado a tapizar con una tela que mi papá consideró áspera, la mano izquierda colgando sobre la pared de la escalera, por donde la moqueta cae, pegada al muro, hasta llegar al piso del escritorio en el que mi papá lee, sus dedos apenas apoyados en el borde de la mesa de madera sobre la que estoy escribiendo ahora. Está sentado y sólo veo sus hombros y su nuca. No sé si su libro es de matemáticas, de economía o de política, no sé si estudia o está trabajando, solo estoy seguro de que lleva el parche sobre su ojo izquierdo y toma notas sobre hojas cuadriculadas. Escucho el lento batir de la música y las tristes notas del cello, elevándose hasta alturas impensadas, y trato de imaginar cómo es un sol menor mientras intento separar en mi cabeza el órgano de las cuerdas. Me quedo quieto y me dejo atrapar por el tormentoso dolor de la música durante los diez minutos y un segundo en que, el único disco de la compañía Deutsche Grammophon que había en mi casa, giraba sobre la bandeja.
-Es caro, -dijo cuando lo trajo de Casa Ricordi- ¡Pero no hay como la versión de Karajan! -aclaró como disculpándose con mi mamá.
En esos pocos segundos en que la púa atravesaba los surcos mudos, aquellos que atesoraba el Dr. Murke en su colección de silencios, y antes de que arrancara la primera nota del Canon de Pachelbel, yo esperaba que mi papá repitiera, como distraído:
-Lo volvés a poner por favor?
Y así, solos en la casa, aunque mi hermana ya regresada de la escuela durmiera en su cuarto, pasábamos ese largo rato delicioso, en que el crepúsculo parece extenderse indefinidamente. Yo no sabía entonces que esa sensación de tristeza y dulzura, que se derramaba dentro mío como el órgano y las cuerdas y que yo atribuía al poder de la música, ya no me abandonaría.
El Adagio de Albinoni, esa música tan romántica y arcádica, tranquila pero solemne, que crea una atmósfera reposada, se ha convertido tanto en un himno de amor, en las voces de Dyango, Camilo Sesto, Ricardo Montaner, como en el anuncio anticipado de la tragedia en El enigma de Kaspar Hauser de 1974, en la distopía Rollerball un año más tarde, en la hermosa escena de Manchester junto al mar más recientemente.
Me recuerdo, muchas veces, escuchando el Adagio mientras observaba en detalle la cubierta del disco, sobre la que aparece, reproducida, una vista de Piazza Navona en Roma. En la obra, de un contemporáneo de Albinoni, Giovanni Paolo Pannini, puede verse la plaza inundada, el pequeño lago veraniego en el que los romanos chapoteaban y organizaban carrera en carruajes con forma de góndolas.
Nunca recordé, en cambio, qué había en el Lado B del disco hasta que, hace un momento, busqué su imagen en la web porque hace décadas que no encuentro aquel vinilo con la etiqueta naranja que compró mi papá al salir de su trabajo en la Casa Spinetto. Tampoco sabía que el Adagio de Albinoni ni es barroco ni fue compuesto por Albinoni sino por Remo Giazotto quien, por años sostuvo que se había inspirado en seis compases encontrados en un papel perdido entre las ruinas de la Biblioteca de Dresde. La obra fue concebida al terminar los bombardeos, en 1945, el mismo año en que transcurren las historias del Dr. Murke. El disco fue editado inicialmente por Ricordi en 1958, el año en que nació mi hermana y en que Heinrich Boll publicó La Colección de Silencios, una reflexión sobre la soledad. Lo que tampoco sabía hasta ahora es que la versión que recuerdo y busco hace tantos años fue grabada en 1984 por la Orquesta Filarmónica de Berlín y para ese entonces hacía ya tres años que mi papá había muerto.
Pablo Pschepiurca nació en Buenos Aires en 1953. Es arquitecto por la Universidad de Buenos Aires y fotógrafo por afición. Realizó docencia y trabajó en crítica histórica de la arquitectura en distintos centros académicos. Publicó numerosos artículos de su especialidad y es coautor, junto con Jorge Liernur, del libro La Red Austral (Prometeo - UNQ, 2008). En cuatro palabras es su primera novela.