“Pero, bueno...”, dije un poco a la defensiva, no queriendo que pensara que me pasaba el día sentada en casa, cruzada de brazos, esperando que sonara el teléfono; aunque esa era la verdad. “También estoy escribiendo algo de música por mi cuenta”.
–¿Música de concierto? –me preguntó.
–Más o menos. Es como música de cine, aunque en realidad no sea para ninguna película. Es una pequeña suite para orquesta de cámara. De momento se titula Billy. –Y luego añadí, en respuesta a su mirada inquisitiva –Por Billy Wilder.
–Qué buena idea. No sabía que eras fan.
–Me encantan sus películas. Como a todo el mundo, ¿no?
–Claro. Es increíble, la verdad, cuando repasas la lista. Una obra maestra detrás de otra. Quiero decir, ¿cómo se puede conseguir eso en esta industria? Pacto de sangre, una obra maestra. El ocaso de una vida, otra. Las iba haciendo todas seguidas. Una Eva y dos Adanes, Piso de soltero...
–¿Y qué te parecen las siguientes? —le pregunté.
Mark frunció el ceño.
–No sé... ¿Hizo muchas películas después de esas?
–Pues claro. Como diez más.
–¿No tenía una sobre sobre Sherlock Holmes…? –dijo, esforzándose en recordar.
–¿Has visto Fedora alguna vez? –le pregunté.
Mark negó con la cabeza.
–No creo. Y si la he visto, me he olvidado.
–Pues yo no la he olvidado –dije–, porque estaba allí cuando la rodó”.
El diálogo precedente es una cita. Le pertenece a El señor Wilder y yo, el libro de ficción del escritor inglés Jonathan Coe que, a pesar de las licencias de toda clase y tenor que se toma respecto de la verdad histórica, utiliza como origen a ciertas personas de carne y hueso y hechos muy reales. Especialista en el terreno de la sátira política, con la publicación de esta novela Coe se mete de lleno en el universo de la creación cinematográfica, imaginando una posible concatenación de acontecimientos alrededor de la preproducción y rodaje de Fedora, el film de 1978 filmado por Billy Wilder en Grecia con presupuesto aportado por productoras alemanas y francesas, luego del rechazo de ese mismo Hollywood que, no mucho tiempo antes, lo había visto estrenar una obra maestra detrás de otra, un éxito comercial detrás del otro.
Quien recuerda es Calista Frangopoulou, una compositora griega instalada en Londres, personaje de ficción creado por el autor para hacer las veces de narradora oficial en primera persona. El “yo” del título le pertenece exclusivamente a ella; los recuerdos también. El diálogo en cuestión ocurre durante las primeras páginas, luego de subir las escaleras mecánicas del subte y quedar atascada detrás de una madre y una niña vestida con un impermeable rojo, “como la chica que se ahoga al comienzo de Venecia Rojo Shocking”.
En el presente del siglo XXI, con una hija a punto de emigrar a Australia y la otra con un embarazo nada deseado, a Calista todo le recuerda a alguna película, según afirma en más de una ocasión, cualidad proustiana que permite observar y oler madalenas en cualquier circunstancia del mundo que la rodea, transformándola de inmediato en alguna referencia cinematográfica. Publicada en español por la editorial Anagrama, El señor Wilder y yo reconstruye con las armas de la imaginación –pero apoyándose en un buen trabajo de archivo– una posible versión de Billy Wilder en el ocaso comercial de su carrera, aunque aún dispuesto a tomar con ambas manos el bate de béisbol e intentar un home run.
Un viaje por el camino de los recuerdos que incluye a un Al Pacino fanático de las hamburguesas, los dolores de cabeza provocados por ciertas actrices que no pueden recordar con exactitud sus líneas de diálogo y el horror de los campos de exterminio nazis.
NADIE ES PERFECTO
De origen austríaco, nacido en la ciudad polaca de Sucha Beskidzka, entonces parte del imperio austrohúngaro, el joven Samuel Wilder (el “Billy” llegaría un tiempo después) inició su vida profesional pergeñando crucigramas para un periódico berlinés, aunque rápidamente escaló de posición y comenzó a publicar notas y aguafuertes en diversas publicaciones alemanas y austríacas.
Eran los años veinte y tanto Viena como Berlín bullían de movimiento y excitación artísticas. Todo eso fue antes del ascenso del nazismo y el exilio, etapa temprana que el libro Billy Wilder on Assignment: Envíos desde la Berlín de la República de Weimar y la Viena de entreguerras recopila de manera precisa. Antes de que su madre fuera enviada al campo de concentración de Auschwitz, donde finalmente moriría. Antes de partir, primero, a París, donde en 1934 dirigiría su primera película, Mauvaise Graine, y de embarcar finalmente hacia los Estados Unidos en compañía del gran actor Peter Lorre.
Allí comenzaría su carrera como guionista y discípulo de otro enorme cineasta germano, Ernst Lubitsch, para quien coescribió dos guiones, entre ellos el de Ninotchka (1939). Y luego sus primeras películas –la injustamente olvidada Cinco tumbas al Cairo y la obra maestra del film noir Pacto de sangre–, la enorme El ocaso de una vida, la seguidilla de comedias extraordinarias en los años 50 y 60 que combinaron las alabanzas críticas con el éxito de público: Sabrina, La comezón del séptimo año, Una Eva y dos Adanes, Piso de soltero.
Fedora llegaría recién en 1978, luego de un par de proyectos que no lograron tocar a la audiencia (las razones siempre son complejas y no hablan necesariamente de las bondades o deméritos narrativos o creativos) y del comienzo del desaire de esa misma industria que durante tres décadas lo acogió y celebró. Por ello, y más allá de rodarse en idioma inglés y con una figura de Hollywood, William Holden, en uno de los papeles centrales, más allá de colaborar nuevamente con su eterno compinche en el guion I. A. L. Diamond, Wilder debió buscar financiación europea para poder llevar adelante el proyecto.
En ese trance, en el año 1976, una jovencita llamada Calista Frangopoulou conoce a Wilder y a Diamond durante una cena en un lujoso restaurante de Beverly Hills, invitada por una compañera eventual con la cual entabla amistad al recorrer como mochileras los Estados Unidos. Una cena a la cual asiste a regañadientes pero que estaba llamada a cambiarle la vida para siempre. La anécdota nunca existió en la realidad, pero es el punto de partida de El señor Wilder y yo, situación y detalles descriptos por Coe como si se tratara de un guion cinematográfico. Una historia de película. Casi como una película tardía de Wilder.
LA PANDILLA DE LA BARBA
“Intrigada, hice lo que para mí era una pregunta inocente: ‘¿De qué trata su nueva película?’ Y me quedé sorprendida con las caras de susto que pusieron Audrey y el señor y la señora Diamond. Evidentemente, desde entonces he aprendido que uno nunca jamás debe preguntarles a los artistas sobre las cosas en las que están trabajando, pero en aquella época era muy ingenua y me parecía la pregunta más natural del mundo. De todos modos, aparentemente el propio señor Wilder no se lo tomó como una ofensa. Yo debía de tener algo (no sé qué) que hacía que se le soltara la lengua.
–Es sobre una vieja estrella de cine –dijo–. Una mujer. Se llama Fedora. Nadie la ha visto en años y lo único que se sabe de ella es que vive en alguna parte de una isla griega. Una reclusa. Un personaje tipo la Garbo. Así que un productor va a buscarla, pero cuando encuentra la isla donde vive, no consigue acercarse hasta ella. No puede traspasar la barrera de la gente que la cuida.
–Entonces, ¿es una especie de prisionera?
–Algo así, sí”.
Calista, que a sus veinte años conoce poco y nada de cine y desconoce su destino como compositora de bandas sonoras, describe la cena como si se tratara del ingreso a un universo paralelo, totalmente desconocido. Mientras ella, su amiga mochilera y los dos matrimonios mayores comienzan a disfrutar de los placeres culinarios y los vinos de lujo, un par de personas se acercan a la mesa para saludar y agradecer a Wilder por sus películas. De pronto, Al Pacino ingresa al recinto y el viejo director se interesa en ir a apretarle la mano e intercambia un par de palabras. A su regreso, Wilder refunfuña socarronamente y describe lo que para él, socio del sofisticado restaurant, es casi una afrenta: la joven estrella en ascenso pidió algo fuera del menú, una simple hamburguesa. “Con todas las cosas que se pueden pedir aquí (bouillabaisse, cassoulet, pot-au-feu) ¡y pide una hamburguesa! Su novia suiza me ha pedido disculpas. Dice que no tiene educación”.
Ya cerca de los postres, Coe hará decir a Wilder algunas cosas sobre el ingente éxito de Tiburón, la película de Steven Spielberg. “Dios mío, esa película del tiburón. ¿Cuándo va a parar la gente de hablar de esa película del tiburón? ¿Sabéis que ese maldito tiburón ha hecho más dinero en Estados Unidos que ninguna otra cosa en la historia de Hollywood? Ni siquiera la Monroe ni tampoco Scarlett O’Hara hicieron tanto dinero como ese tiburón. Y ahora todos los ejecutivos estúpidos de la ciudad quieren más películas con tiburones. Esa gente piensa de esa forma. Hicimos cien millones de dólares con ese tiburón, pues necesitamos otro tiburón. Necesitamos más tiburones, tiburones más grandes, tiburones más peligrosos. A mí se me ocurrió la idea de una película titulada Tiburones en Venecia. Aunque el tal señor Spielberg, es cierto, tiene auténtico talento. Forma parte de la generación esta nueva, con el señor Coppola y el señor Scorsese. El señor Diamond los llama ‘la pandilla de la barba’”.
La referencia a las barbas parece tomada directamente de la película Fedora, en la cual el personaje interpretado por William Holden –el veterano productor Barry Detweiler, en más de un sentido un posible alter ego del propio Wilder– se queja lastimosamente de los “jóvenes barbudos” que han tomado Hollywood por asalto y ahora son sus dueños.
El reinado de los barbudos, sin embargo, no duraría mucho, pero ni el Wilder real ni el de la ficción en la novela podían saberlo en aquel entonces.
EL OCASO DE UNA VIDA
Barry Detweiler llega a Grecia en busca de Fedora, la ex-estrella de Hollywood retirada que vive en la reclusión más absoluta, como la Garbo. El productor, que viene en mala racha, se juega la profesión y la vida, pero hallar y convencer a la actriz de volver a la gran pantalla no será tarea sencilla. Los ecos de El ocaso de una vida están presentes, aunque se trata de dos films muy diferentes, y la idea de que “son las películas las que se hicieron pequeñas” atraviesa toda la narración. Hay algo amargo en Fedora, ligado a los personajes y a su devenir; son también los ecos de un realizador, Wilder, que ve como el cine ha cambiado y ya no es el mismo que solía hacerse. Si en El ocaso de una vida los espectros del cine mudo asistían a la última fiesta antes de desaparecer por completo, en Fedora la trama y la película en sí misma intentan asirse a una manera de entender las moving pictures que parecía a punto de extinguirse.
En el libro es Wilder quien llega a Grecia con la intención de seguir activo como cineasta, intentando construir un nuevo éxito. Calista no se ha olvidado de él, pero su nuevo presente en Atenas alterna la práctica del piano y la composición amateur de melodías con las clases de inglés que dicta en la casa de sus padres. De pronto, sin previo aviso, un día suena el teléfono: es una de las asistentes del señor Wilder, avisándole que en unos días deberá tomar un avión a una pequeña ciudad costera de Grecia para participar en el rodaje de Fedora como intérprete, del griego al inglés y viceversa.
Allí comienza el núcleo de la novela de Coe, dividido en dos capítulos extensos: “Grecia” y “Múnich”. En el primero, la narradora recuerda su ingreso al particular mundo de las películas, las complejidades del rodaje en locación, las constantes tomas y retomas, la necedad de los periodistas que apenas han visto una película de Wilder y, sin embargo, se animan a hacerle preguntas impertinentes. También su primer enamoramiento con un joven, hijo de la maquilladora, la creciente amistad con Diamond, el cariño por el viejo director, los problemas en el set de la actriz Marthe Keller, por aquel entonces pareja de Pacino, la tristeza del final de la filmación en la isla Corfú, la alegría al día siguiente cuando se le pide que continúe trabajando en el film en Múnich, donde se filmarán las escenas de interiores.
LA LISTA DE BILLY
En el capítulo titulado “Múnich” se expone en gran medida el Billy Wilder más íntimo, que Coe construye a partir de referencias y circunstancias reales. El corazón de esas páginas late, nuevamente, durante una cena en un restaurant lujoso, en el cual están sentados Wilder, Diamond, el gran compositor de bandas sonoras Miklós Rózsa –húngaro de nacimiento, afincado como tantos europeos que atravesaron la guerra en Hollywood–, algunos financistas alemanes, Pacino, Keller y Calista. Entre bromas, remembranzas, una discusión a viva voz con Pacino por el tema de las hamburguesas, que el actor estadounidense insiste en pedir en los lugares más insólitos, y una conversación tête à tête con Rózsa acerca de las bandas sonoras y la “música seria”, la intervención de un joven alemán sobre el tema del nazismo y ciertas investigaciones que ponían en discusión el verdadero alcance de la Shoah gatilla un “flashback” narrativo.
Consciente de esa estructura, haciendo un evidente guiño al uso de los flashbacks en el cine de Wilder –sin ir más lejos, en Fedora–, Coe rompe las formas literarias que venía explotando hasta ese momento y recorre casi veinte años en la vida del cineasta con el rígido formato de un guion cinematográfico. De la Berlín en la cual los linchamientos de judíos a plena luz del día ya eran moneda corriente a París, con su joven novia de aquel entonces, el llamado de Hollywood previo paso por Londres y la oferta de realizar un corto documental en 1945, utilizando las imágenes que llegaban de Europa luego de la liberación de los campos de concentración.
Finalmente, el estreno de ese encargo en una Alemania destrozada. Y la voz en off de Billy en la película imaginaria de Coe, detallando el horror y el deseo de volver a ver a su madre: “Sólo me quedaban unos días en Alemania, y mi película estaba terminada, pero continuaban llegando rollos y más rollos. Y yo seguía sin poder evitar verlos. En uno de esos últimos rollos, había una imagen que nunca he sido capaz de quitarme de la cabeza. Se veía un campo entero, todo un paisaje de cadáveres, y junto a uno de esos cadáveres estaba sentado un hombre moribundo. Es el único que aún se mueve en esa suma mortal y mira con apatía a la cámara. Luego se vuelve, intenta incorporarse y se cae de bruces, muerto. Cientos de cuerpos, y la mirada de ese hombre moribundo. Demoledor. Y ni siquiera entonces lo estaba mirando realmente a él, ¿saben? Miraba los cuerpos. Los cuerpos que había detrás. A su alrededor. Y lo único que pensaba todo el tiempo era... ¿sería ella? ¿Alguno podría ser ella?”.
Sobre el final de El señor Wilder y yo, Calista rememora el último encuentro con un Wilder de noventa años. Es entonces cuando el anciano, ya retirado del cine, se reconcilia con el director barbudo de esa película de tiburones que cambió la industria de Hollywood para siempre. Es que Wilder había leído la novela La lista de Schindler cuando fue publicada en 1982 y, durante un tiempo, coqueteó con la idea de comprar los derechos y adaptarla al cine.
Años después del estreno de la versión de Spielberg, Calista se encuentra con Wilder, y Coe le hace decir al realizador “Sí, la vi. La vi una vez. No pude soportar volver a verla. Creo que es una de las películas más importantes de la historia. Pero importantes de verdad. Mejor que cualquiera que hubiera hecho yo. ¿Sabes una cosa? Cuando vi esa película. Esas escenas. Las escenas de los campos, de los campos de la muerte. Eran tan reales... ¿Sabes de qué me di cuenta? Ya no estaba viendo a los actores. Estaba fijándome en todas las figuras del fondo. Fue como si estuviera viendo... aquello, mientras estaba pasando, y me di cuenta de que seguía buscándola. Seguía mirando a ver si estaba allí”.
WILDER ANTES DE FEDORA
Clay Felker, el editor de la revista New York, telefoneó a Wilder en el otoño de 1975 para combinar una entrevista franca, y Wilder accedió. Luego de que Avanti! fuera castigada por los críticos y Primera plana recibiera una respuesta crítica dividida, Wilder parecía obtener energía y decisión a partir del desdén y la adversidad financiera. Cuando el periodista, Jon Bradshaw, llegó a la entrevista se mostró agradablemente sorprendido de que el espíritu de Wilder no estuviera quebrado por los fracasos comerciales. Wilder, molesto, abrió fuego: “¿Qué esperaba encontrarse al venir aquí? ¿Un miope marchito en decadencia? Tal vez imaginó que me encontraría jugando con mis viejos premios Oscar. ¿O tal vez en silla de ruedas? Pobre, viejo Billy Wilder, el gran realizador. Dios, deberían verlo ahora, un desastre, una ruina”. Luego de eso, continuó: “Bueno, te han dicho mal: me siento tan viril y confiado como hace treinta años”. Bradshaw optó por no responder y, en cambio, escribió en su cuaderno que Wilder “se veía más joven que sus 69 años” y que vestía de manera casual: pantalones sueltos, un jersey, una camisa abierta y mocasines. También llevaba una gorra de golf. Wilder ocupaba la misma oficina en Universal Studios que había utilizado para hacer Primera plana, y en ese lugar se hallaba trabajando en Fedora. Esa misma oficina había sido, alguna vez, el camarín de Lucille Ball, y su vecino Alfred Hitchcock.
“Ocasionalmente los viñedos producen una cosecha mala”, dijo Wilder, en referencia a un crítico que describió Avanti! como una botella de chianti agrio. “Pero siempre habrá otra cosecha”. Al mismo tiempo, utilizando una metáfora del béisbol, afirmó que “no he tenido un home run en bastante tiempo. Bueno, Irma la dulce sí lo fue. En comparación, Avanti! fue un strike out. Primera plana fue un lindo hit and drove en una vuelta o dos, y eso es todo. Era sólida, pero diablos, yo solía tirar la bola por encima de las vallas”. Sin embargo, no se desanimaba: “La próxima vez voy a disparar por encima de las vallas”.
Fragmento del libro Some Like it Wilder, de Gene D. Phillips.
WILDER DESPUÉS DE FEDORA
En las primeras líneas de su libro dedicado a la vida y obra de Billy Wilder, publicado en 1999, tres años antes de la muerte del gran cineasta, Cameron Crowe escribe “Nos volvimos a encontrar. Eran las once de la mañana. Al llegar noto que se ve fresco, alegre y, como siempre, vestido elegantemente.“¿Y qué haremos ahora?”, preguntó enérgicamente, prestándole toda su atención a los visitantes. Se metió en la boca un TicTac. La familiaridad de nuestro trato creció, casi en contra de su voluntad. El tema de apertura de conversación es la poco vista Fedora, el último gran esfuerzo creativo de Wilder junto a I. A. L. Diamond. El lenguaje corporal de Wilder cambia instantáneamente por completo, como suele ocurrir cuando se mencionan algunas de sus obras no tan bien recibidas. La transformación ocurre en un chispazo. Desaparece su naturaleza algo bribona, reemplazada por un carácter similar al que tendría un estudiante frente al director de la escuela en una reunión para discutir su mala conducta. Se mueve en la silla, algo incómodo. “Ah, esa Fedora. La idea de cómo íbamos a hacerla quedó kaput desde el momento en que comenzamos a hacer pruebas en Múnich. Pasó lo siguiente: la actriz Marthe Keller –aunque ella no es realmente una actriz, aunque eso no es su culpa; o tal vez sí– iba a interpretar ambos papeles, la parte de la madre y la parte de la hija (Fedora, la actriz con aires de Garbo). Comenzamos a probar el maquillaje para la anciana y Marthe empezó a gritar. Resulta que había sufrido un accidente automovilístico y le cocieron las heridas de manera tal que algunos de los nervios quedaron expuestos. Eso hizo que fuera muy difícil ponerle la máscara de látex que la haría ver vieja”.
–¿No se volvió a hacer un casting en ese momento?
–Ya estábamos en Múnich. Soy un hombre de la compañía y siempre intento proteger las inversiones en una producción. Lo cual, en este caso, no estaba bien, así que dije “Bueno, elijamos a otra actriz para interpretar a la madre. Y eso no funcionó. No funcionó en lo más mínimo. Quise detenerlo todo luego de haber filmado toda una semana, pero no era posible. Quiero decir, se podía, pero ello implicaba perder un montón de dinero, así que la terminamos. Fedora nunca se convirtió en la segunda El ocaso de una vida.
–¿El fantasma de El ocaso de una vida estuvo dando vueltas durante la producción de Fedora?
–Así es, y creo que eso fue algo bueno. Porque era aprovechar algo, otra película de Hollywood, que era completamente diferente en cuanto a su contenido. Pero simplemente no funcionó.
Fragmento del libro Conversaciones con Wilder, de Cameron Crowe.