A poco más de dos años de haberse casado, la pareja compraba su primera casa, en Hurlingham. Un chalet sin lujos, no muy grande, con techo de tejas a dos aguas, un pequeño jardín y parque. Nada hacía suponer que ese hombre alto y extremadamente flaco, que los fines de semana se vestía con remera y pantalón corto para lavar el auto en la vereda, se iba a convertir años más tarde en un sangriento dictador.
Jorge Rafael Videla y su esposa Alicia Hartridge vivieron en esa casa de Hurlingham entre 1951 y 1966, en la zona de Parque Quirno, a tres cuadras del residencial Barrio de los Ingleses y a unas diez de la estación ferroviaria. Allí, en una rauda seguidilla, acaso guiada por la máxima católica “los que Dios mande”, el matrimonio tuvo siete hijos: cinco varones y dos mujeres. La vivienda constaba de dos dormitorios, un cuartito, living, cocina y un baño. A medida que la familia se iba ampliando, Videla realizaba modificaciones en la casa para que el matrimonio y su prole siempre en aumento pudieran vivir más o menos cómodos.
La casa donde la familia Videla vivió en Hurlingham entre 1951 y 1966.
En esos años, Videla se mostraba como un hombre serio, amable y respetuoso. “En el barrio quedó el recuerdo de que era un buen vecino. Después, todos sabemos lo que pasó. Estaba lleno de demonios por dentro”, cuenta una mujer que vive en la misma cuadra -Miranda al 1800- donde tenía su casa la familia Videla.
Los testimonios que lo definen como “buen vecino” se repiten y también describen a su familia como “normal”. Alejandro, propietario desde hace 40 años de la casa donde vivió el genocida, dice que un amigo le contó que en verano jugaba en la calle con los hijos de Videla y que su esposa todos los días “preparaba la merienda para todos los pibes del barrio”. También comenta que si alguien le decía “por qué no traía algún colimba para que se ocupara del jardín, Videla se enojaba y contestaba que los soldados estaban para servir a la patria”.
“Los Videla dejaron una imagen de familia unida, con un padre que trabajaba todo el día y una esposa entregada a las tareas de ama de casa”, cuentan María Seoane y Vicente Muleiro en el libro El Dictador, donde también relatan que “la economía familiar era demasiado ajustada” y que el matrimonio sólo era visitado por la madre de Videla y el padre de Alicia Hartridge.
Un cruzado en la guerra santa
“Lo que engañaba era su estilo de vida austero y sencillo, eso le daba un rasgo de humanidad. Compraba zapatillas a la vuelta de su casa en una tienda muy modesta, que a los vecinos les vendía en cuotas”, cuenta Eduardo, que era un niño cuando Videla vivía a una cuadra de su casa.
Susana, una militante peronista de larga trayectoria en Hurlingham, recuerda que no le gustaba su indisimulable aspecto de “milico” cuando lo veía los sábados paseando a caballo por las calles de tierra. “Iba erguido, orgulloso, siempre mirando hacia adelante, como si estuviese desfilando”, describe con bronca.
En el libro Apuntes del Horror, los autores Fabián Domínguez y Alfredo Sayus reproducen un artículo de Laura de Pedri, donde traza un perfil alejado de la imagen que mostraba Videla en su vida barrial: “Tenía todo resuelto. El mundo se dividía en dos: malos y buenos, blanco y negro, creyentes y ateos. Para dormir en paz con su conciencia comulgaba todos los domingos, con su misal bajo el brazo y el gesto humilde y recogido”.
El padre de Laura había establecido cierta cercanía con Videla en el Movimiento Familiar Católico (MFC) de Hurlingham y lo llamaba Videlita. “Los unía una misma generación de jazz y fox-trot, los mismos conceptos para educar a los hijos y el orgullo de clase media con posibilidades de ascenso”, añade en la nota titulada Bien, publicada en el periódico El Espejo, de Hurlingham, a los pocos días de que Videla fuera detenido (14 de junio de 1988) por la apropiación de cinco menores. “Sé que (mi padre) no se perdonó la inocencia de creer que Videla era un ser humano igual que él. No le mintió, jamás mentía, era un cruzado. En nombre de la patria, se creía el elegido para la misión redentora de salvarla y mostraba sin pudores las vísceras del horror, enarbolándolas como pendón de guerra santa”.
El secreto familiar y las monjas francesas
Las fotos familiares siempre mostraban al matrimonio Videla y a seis de sus siete hijos. Nunca estaba Alejandro Eugenio, el tercero de los cinco hijos varones, nacido en 1951.
Alejandro había sido diagnosticado con “oligofrenia profunda”, algo que marcó a la familia. En 1956, el Ejército envió a Videla en comisión a Washington para que pudiera tratar a su hijo. El diagnóstico de los médicos fue demoledor. El nene tenía un problema genético muy poco frecuente y no había tratamiento para su patología. Le indicaron que debía internarlo.
El matrimonio regresó de Estados Unidos desahuciado y decidió llevar a Alejandro a la Casa de Catequesis de Morón, cuyo sacerdote, Ismael Calcagno, era primo de la esposa de Videla. El chico quedaba bajo el cuidado de dos monjas francesas: Renée Léonie Duquet y Alice Domon. Las religiosas, que pertenecían a la Congregación de Hermanas de las Misiones Extranjeras, habían llegado al país a principios de los 50.
En Morón, los chicos llegaban a la mañana, les daban de comer, los bañaban y los cuidaban hasta la noche. La monja francesa Yvonne Pierron, fallecida en 2017, sobreviviente de la dictadura y que misionó en el oeste del Gran Buenos Aires con Duquet y Domon contó en una entrevista que Alejandro cuando lo pasaba a buscar a la noche Videla “se abrazaba de Duquet y lloraba y gritaba que no quería volver a su casa”.
La historia tenía reservado un párrafo trágico para esas abnegadas monjas. En diciembre de 1977, en medio de un escándalo de ribetes internacionales, Duquet y Domon serían secuestradas durante el brutal régimen dictatorial que encabezaba el padre de ese chico que ellas cuidaban con afecto y comprensión.
A medida que Alejandro fue creciendo, la situación familiar empezó a volverse inmanejable. Seoane y Muleiro cuentan en El Dictador que “Alejandro comenzó a agredir a sus hermanos. Tenía una habitación especial, con las paredes acolchadas porque se daba topetazos”. Cuando los brotes del joven comenzaron a ser cada vez más seguidos y graves, decidieron internarlo. El lugar elegido fue la Clínica Montes de Oca, en Luján, un psiquiátrico descuidado y tenebroso, donde en 1985 desaparecería la doctora Cecilia Giubileo.
“El matrimonio convivió con Alejandro hasta que estaba por cumplir 13 años. Videla y su mujer mantuvieron esa situación en estricto secreto. Alejandro murió en ese manicomio a los 19 años, en junio de 1971. Los Videla no solo lo ocultaron en vida, sino que además mantuvieron en secreto su muerte”, relata el periodista e historiador Rody Rodríguez. También quedó bajo el secreto familiar el sitio donde fue sepultado.
Entre la fe católica y el desprecio por la vida
En Hurlingham, Videla formaba parte del Movimiento Familiar Católico, donde era el único militar del grupo. “Todos los domingos iba con su familia a la misa de las 11 en la iglesia Sagrado Corazón. A veces iban caminando las 25 o 30 cuadras hasta la iglesia y otras usaban una Estanciera IKA. Había unos curas tercermundistas en la iglesia y como sabíamos lo que pensaba Videla, les pedíamos que no le den la comunión”, cuenta Cristina, que había empezado a militar por aquellos años en la JP.
En las misas, Videla se apresuraba para asistir al sacerdote y se encargaba de las lecturas bíblicas. El MFC incluía a familias católicas, pero de diversas ideologías. En esas reuniones Videla tenía fuertes discusiones, en especial con el contador Horacio Palma, un hombre de izquierda que vivía a tres cuadras de Videla y que no hacía el menor esfuerzo para ocultar el desagrado que sentía por los militares.
Palma, ya durante la dictadura militar de su antiguo vecino, fue secuestrado en su casa el 11 de enero de 1977 por cuatro hombres de civil con armas largas. Estuvo detenido en forma clandestina en la ESMA, mientras su casa y su campo en Mendoza pasaban a manos de Massera a través de una venta ficticia.
Varios exvecinos y compañeros del MFC de Hurlingham se reunieron con Videla para pedirle por Palma, incluso su esposa, a quien trató muy mal. La respuesta del mesiánico dictador ante esos desesperados pedidos para salvar una vida era más o menos siempre la misma: “No puedo hacer nada”.
En el caso de Palma, acaso una revancha por viejas discusiones, cuestionó además por qué debía interceder: “No vale la pena, es comunista”, sentenció. Sus antiguos vecinos le pidieron también por un obrero católico desaparecido y el dictador adujo que no tenía chances de intervenir y que lo más probable era que apareciera tirado en un zanjón.
En 1977, Santiago Cañas, militar retirado y que había trabajado como administrativo en la Colonia Montes de Oca, le envió una carta pidiéndole por su hija secuestrada. “Apelo a sus sentimientos humanos y cristianos y en memoria de ese hijo suyo que tenía internado en la Colonia Montes de Oca para que me dé información sobre el paradero de mi hija Angélica”. Ni el recuerdo de su hijo fallecido ablandó el corazón del golpista. La carta con la respuesta fue despachada ese mismo día: “Hay veces que no puedo hacer nada”, le contestó Videla a ese padre tan desahuciado como él mismo cuando recibió el informe de la enfermedad de su hijo.
Entre los cientos de casos trágicos que tocaban de cerca al dictador, la desaparición de las monjas francesas es tal vez el más atroz, dada la relación que habían tenido con su hijo discapacitado. Videla sabía que habían sido secuestradas y que estaban en la ESMA. Sin embargo, fueron torturadas, cargadas en un vuelo de la muerte y arrojadas vivas al mar.
El viejo dictador murió en un inodoro del penal de Marcos Paz, casi como una burla para un hombre que se sintió todopoderoso y dueño del destino de miles de vidas. Un hombre sin matices: impiadoso, mesiánico y cruel. Que se comportó como un vecino amable pero que finalmente mostró que era un personaje monstruoso, capaz de estar al frente de la dictadura más sangrienta y tenebrosa que azotó al país.