¿Nuevo Milei? Para nada. La retórica de la libertad, el culto al individualismo a ultranza (salvo entre socios), el trabajo sin el corset de los sindicatos (ni un miserable Vandor a la vista), el conveniente casamiento entre neoliberalismo y neoconservadurismo (Dios y dolarización pero libres vejaciones al Papa que insiste en hablar de los pobres como Micky Vainilla, pero al revés), ya son conocidos en nuestra América. Aunque la invocación a lo nuevo tenga buen marketing ¿Quién no quiere ser nuevo? Como la invocación al cambio: ¿Quien no quiere cambiar? ¿Romper con lo conocido? Por lo menos en abstracto, ya que el cambio puede significar también el de los ideales, traicionándolos.
¿Cuando se volvió menos atractivo el “todos” o “unión” y se pronunció “exterminio” sin un pestañeo? Y peor ¿cómo la expresión “justicia social” dejó de tener sentido? Claro que son slogans. La política exige otra atención.
Es cierto que el peronismo ya no imagina a sus interlocutores como los entrañables personajes de Santoro, trabajadores descamisados o vestidos por Coppa y Chego y mujeres con turbantes y el escudito de la Fundación en la solapa. Hay otro pueblo, no el de Crónica , que decía custodiarlo firme, ni el que sintetizaba Laclau en una muchacha escapando de un hospital al grito de “¡viva Montoneros! y donde Horacio González vio una insuficiente metáfora. Dicen que Milei construyó un pueblo, en todo caso le inventó hipnóticamente, un enemigo común (la casta) para lograrlo. Pero el negacionismo ya estaba presente en el atentado contra la vicepresidenta que muchos hoy siguen considerando una puesta en escena, en las investigaciones obturadas y los socios de silencio. En la escasa resonancia que han tenido, durante años, los bombardeos de Plaza de Mayo del 55 (“¿no debería ser ese nuestro Guernica?" se pregunta siempre Daniel Santoro).
Apropiaciones
Las derechas empezaron por robarse la perfomance, insuflándole un sentido amenazante de violencia y muerte-horcas, guillotinas, bolsas de basura con nombres y apellidos, motosierra eléctrica de uso público; luego el color violeta, distintivo del feminismo, uno de los lugares donde la lucha y la unanimidad se concentran en derrotarlas.
La política capilar que David Viñas veía en la melena de Menem como cita de la de Facundo Quiroga, se repite con unos revueltos juveniles en la del candidato por la libertad avasalla (leamos atentamente la historia de la libertad en el excelente artículo de Esther Díaz publicado en Las 12 de esta semana) .
La identificación del susodicho al león remite al “soy un león herbívoro” del General. El fantasma de lo nuevo en votantes agotados por las penurias económicas, cuyas razones lejos de ser ingenuas, fueron diversas, y contradictorias (¿cómo es que algunos cuya experiencia los alienta a no creer en las promesas electorales, de pronto se enceguecen con las de un virgen en presidencia?). Los análisis se han deshecho en palabras académicas, periodísticas, de bar. No parece necesario insistir, intentar innovar. Como propuso Alejandro Kaufman, “podríamos empezar por refutar a la ultraderecha en todo lo que pueda ser refutado. Denunciar sus mentirosas acusaciones y estigmatizaciones, sus racismos, misoginias, insolidaridades, fraudes futuribles, intemperancias, negacionismos y violencias represivas brutales. Auguran una distopía consistente en una sociedad coliseo, un zoológico neodarwinista donde sobreviven 'los más aptos' y los demás perecen".
Desplazamientos
El comunismo (ya mitológico o sobreviviente a través de rasgos) admitía que Nikita Kruschev golpeara la mesa con un zapato en plena ONU, que los obreros soviéticos fueran parecidos a los trabajadores representados por Ricardo Carpani pero rubios, que un Yuri Gagarin diera una vuelta entera a la tierra para afirmar, después de echar una mirada al cielo, “no vi ningún Dios ahí”, la propiedad colectiva y la lucha de clase. Pero no imaginó, como la neo-lib-con pretende , que se desplazara a la batalla cultural con el mantra de la “ideología de género”.
La “ideología de género” aludiría a ideas falsas o ilusorias en aras de fines egoístas y autoritarios– como cité en esta mismo sección a partir de la lectura de El activismo neoconservador en Argentina: entre la religión, el secularismo y la racionalidad neoliberal, de José Manuel Morán Faúndes y Juan Marco Vaggione-. Y suprimirla (a la ideología de género) sería “fomentar la libertad de los padres y las madres para escoger el modelo educativo que desean para sus hijos e hijas con base en sus valores familiares”. Estas propuestas presentadas como libertarias, antiestatales y exentas del autoritarismo propio de las” ideologías“, tienen como proyecto ir construyendo un enemigo común que exalte las identidades y fortalezca la familia biológica contra el enemigo vintage del comunismo (o cualquier acción arbitrariamente bautizada como “socialismo”).
Richard Sennett analiza, en su libro El declive del hombre público, un fenómeno que sería la marca de fábrica simbólica del siglo XX: la secularización del carisma y sus entramados con la política. Hoy un líder es más atractivo por la irradiación de su estilo que por sus acciones concretas. La televisación de un neopunk peinado con spray que acaricia a un grupo de cachorros, acompañado por su hermana, y diciendo cuchicuchi, se vuelve más definitiva que el hecho de haya anunciado que si sale gobierno, dinamitará el Banco Central, habrá salud y estudios a cambio de tarasca y venta de órganos a todo bisturí.
En 1952, Richard Nixon, acusado de corrupción, volvió a ganarse a sus votantes llorando en público, hablando de “la chaqueta de paño republicano” de su esposa y de su amor a los perros como el suyo, Chikers. El espectáculo de esa revelación desviaba la atención de los cargos. En 2023 y mientras la voz de nuestro presidente parece la del último aliento, copa las redes y canales -poco importa que pertenezcan a opositores, él tiene una banda de rating- un tipo de cabeza leonina, de mofletes parecidos a los de Benny Hills, insulta a todos los poderes bajo el concepto de “casta”, promete dolarización y sin repetir la famosa frase de Goebbels “Cuando escucho la palabra cultura me llevo la mano a la pistola”, promete arrasar con varios ministerios afines. Hannah Arendt hablaba de la banalidad del mal, Sennett habla de la banalidad del carisma. Nada de esto es nuevo en el que se dice nuevo; sobre todo su retórica de la libertad que ve en la adquisición de derechos o su vigencia, un ataque a la decisiones de la familia, eje de una sociedad formada por sujetos atomizados, emprendedores de sí mismos, responsables de su seguridad y anticomunistas.
Misógino sin grandes virtudes en arte de la injuria, Milei parece confiar sólo en su hermana. como si no hubiera escuchado la cartilla antropológica que dicta que la civilización empieza por agenciarse a “la prima cruzada”. Insultador clásico, es poco hábil con la repregunta (que pocos le hacen) y sus amenazas demagógicas naufragan en el debate y las discusiones de sus políticas anunciadas.
Araca
Victoria solía ser un nombre que los militantes de los años setenta elegían para sus hijas como un talismán para el futuro. El dedo índice y el mayor separados y en alto es un signo de reconocimiento entre compañeros. El nombre de Victoria en Villarruel responde a otra clase de códigos.
Como sugirió Estela de Carlotto la anulación en 2010 de las leyes de punto final y obediencia debida representan un límite a, siquiera, una conversación. Sólo un recuerdo: En un artículo memorable, escrito por Ramón Alcalde en la revista Sitio de noviembre de 1987, oponiéndose a la Ley de Obediencia Debida, se leía que el acto por el que un presidente, investido con las potencias de un monarca absoluto, libera de la pena a un condenado otorgándole su gracia o clemencia puede ser una prudencia o una imprudencia. Y es inimaginable el indulto a un condenado que se jactase de la acción por la que fue penado, anunciara públicamente su decisión de vengarse o su voluntad de seguir realizando esa acción siempre que le pareciera conveniente. Del mismo modo la magnanimidad de la amnistía -sigue Alcalde- solo puede aplicarse desde un poder vencedor absoluto, donde un adversario de antaño se ha visto reducido a la impotencia o eliminado el motivo de enfrentamiento "mediante alguna reestructuración del estado de cosas inicial". De lo contrario se convierte en irresponsabilidad. ¿Se entiende, Victoria?