El capitalismo en su fase actual no sólo ha generado la apropiación planetaria por parte de unos pocos en detrimento de la mayor parte de la población mundial con sus efectos de marginalidad y exclusión, sino que ha construido una cosmovisión de la época. Es decir, la conquista de los territorios mentales, la trasmisión de una nocividad pandémica. La apropiación planetaria no está referida sólo a la economía, sino fundamentalmente a la cultura.

Vivimos en una época marcada por la vorágine y la indistinción, en la que la hojarasca anega los sentidos. En ella todo se borra, se olvida, desaparece, se deshistoriza. Una especie de borrón y cuenta nueva se ha apoderado de los espíritus. No habría ya un juicio crítico ni un principio ordenador en la indistinta nebulosa. Sin puntos de referencia en el viaje, sin amarras simbólicas en el océano de los días, en sujeto va a expensas del vendaval capitalista.

A causa de la precipitación de lo real que nos interpela, de la aparición de un punto que se torna ingobernable, quizá las categorías del pensamiento empleadas hasta ahora hayan entrado en crisis y provocado que algunos de aquellos pensadores que con sus aparatos de explicación y puesta de sentido trataron de interpretar el desencadenamiento actual, terminen siendo, contra su voluntad, funcionales a una circularidad que todo lo reabsorbe y reintroduce en su circuito. Nadie estaría libre hoy de ser tragado por las centrípetas aguas. Por ello la pregunta que nos acucia es: ¿cómo escapar a esa circularidad capitalista?, ¿cómo evitar ser engullidos por esa gran boca, por ese discurso sin pérdida, que todo lo recicla y lo reconvierte en ganancia?

Lo real de la Cosa ha sido develado. Quizá no estemos frente a transformaciones de época, sino ante verdaderas mutaciones antropológicas que atañen al núcleo mismo de lo real, a ese imposible de decir y simbolizar. Los vientos han sido desatados. El acontecer humano comienza a quedarse sin un vértice de sujeción que nos reúna por encima de las diferencias. Más allá de las cuestiones económicas, sociales, humanitarias, éticas, es la travesía civilizatoria la que está puesta en cuestión, pero no por virus que pueden ser efectos de un desajuste en la maquinaria que esta vez ha ido más allá de los bordes, sino por la misma desproporción y desmesura del capitalismo.

Los dioses buscan lo absoluto. Las transformaciones actuales se inscriben en una alteración planetaria generada en buena medida por lo que podemos llamar “el capitalismo absoluto”, en el que ya no se trataría simplemente del deseo de apropiación, sino del frenesí de la pulsión de muerte, del empuje incondicional hacia el objeto, de tal manera que lo que prevalece no es el deseo sino el imperio de un goce irrestricto, pero mutado, desconocido, nuevo, impredecible, desamarrado de cualquier instancia de regulación y acotamiento. Quizá ya no estemos ante sujetos deseantes, sino a seres que empiezan a mutar y a situarse en una dimensión nunca antes conocida. Las profundas mutaciones en el orden simbólico comienzan a presentarse en vastos sectores poblacionales. Sujetos sin historia, sin una idea de porvenir ni futuro, integrantes de una masificación en la cual el desfallecimiento del deseo es el resultado de la voracidad implacable de un capitalismo que se ha tornado absoluto y caprichoso.

Me pregunto si el sujeto humano no ha ingresado en otra dimensión subjetiva en la que nada, o muy poco, de las referencias y anudamientos que hasta hace poco sostenían, por encima de las diferencias, el acontecer del mundo, persisten. Sin referencia a otro (o arrastrado por otro desconocido) el sujeto actual deambula sin sujeción en la órbita de su propio espejismo planetario. Pareciera que todas las tradicionales categorías y desarrollos teóricos, psicológicos, sociológicos, filosóficos, no alcanzaran ya para entender o al menos atisbar la cosa en este presente indefinible. Quizá habrá que ponerse a pensar de nuevo.

Es verdad que el proyecto civilizatorio no puede garantizar una armonía ni saldar la falta constitutiva de la condición humana, pero su repudio no conduce precisamente a una mayor libertad para el sujeto, sino a su confinamiento en los territorios de lo puramente imaginario y en la relación mortífera, en la anomia y la psicosis. Hoy asistimos, más allá de la crisis estructural consustancial al capitalismo, a una real crisis civilizatoria caracterizada por la abolición de los límites y por la promoción de un goce sin barreras ni diques de contención. En definitiva, la prevalencia del “más allá del principio del placer” y la pulsión de muerte.

La urgencia no es cómo dar por tierra con el discurso capitalista, sino cómo descompletar su totalidad, como establecer un punto de falta, un intervalo en su circuito que lo libere de su voracidad pantagruélica, cómo edificar un dique de contención al desborde de un sistema capaz de hacer de su propia caída el mayor negocio y de ese modo relanzarse, aunque, llegado a ese extremo, lo sea sobre las ruinas del planeta. En síntesis, no se trata de humanizar al capitalismo (que por estructura no es humanizable), sino de descompletarlo, de establecer una interrupción en su recorrido discursivo, un freno a su insaciabilidad, a su aluvión destructivo, una barrera al desencadenamiento de su fase neoliberfascista totalitaria. 

*Escritor y psicoanalista