En varias oportunidades, Luis Gusmán aseguró que no es un escritor de obra acabada sino que cada libro es una apuesta distinta. Así, define tres etapas: un comienzo dominado por el ejercicio puro, digamos, de la escritura. Etapa en la que El Frasquito irrumpió como un susurro espiritista, acompañado por dos novelas igual de disruptivas; El fiord de Osvaldo Lamborghini y Nanina de Germán García. Después, a partir de En el corazón de junio Gusmán quiso narrar eso que se conoce como “historias”: relatos con algo de inicio, un nudo y desenlace. Y desde La música de Frankie (1993) empezó a darle peso a la trama y a los dilemas éticos. Luego, con Villa, además de una buena trama, empezó a interesarse por la construcción de personajes. No pensaba que la construcción de esos personajes le demandaría, con el tiempo, un cambio en la trama de sus invenciones.
Es extraño, narra en el prólogo Gusmán de esta nueva edición de La música de Frankie, cómo “las coincidencias (en sus historias) transforman la fatalidad en una máquina de narrar”. Escrita dos años antes de su publicación, tomaba una historia real, leída como al pasar en un diario, de un taxista que había estado preso por dos asesinatos. Pocos meses después de la publicación, Gusmán recibió en su consultorio de psicoanalista la visita de una mujer: quería hablar con él, como en los viejos relatos de detectives o las novelas negras, sobre un tema. Una especie de femme fatal caía en su consultorio con un cuento. Ella tenía una novela escrita sobre un asesino de taxis. Gusmán se incomodó: era demasiada coincidencia, una máquina de unir fatalidades. Él le comentó que esa novela ya estaba escrita y él mismo era el autor. Entraron, como dice, “en el terreno espinoso de los datos biográficos”. El decía que quien había entregado a ese hombre era su hermano. La mujer no la había leído, e insistió; ella había sido la psicóloga del asesino en la cárcel y quien había entregado al asesino, no era el hermano, sino el padre.
Gusmán nunca llegó a leer la novela de esa mujer que, aseguraba en su momento, había recibido una buena crítica por parte de Ricardo Piglia. Y cuando los editores de 17grises le propusieron reeditar La música de Frankie, decidió, no solo corregirla o aumentarla, como se habla de las reediciones en términos más o menos sensibles a las correcciones, sino cambiarla; practicarle una cirugía mayor a ese cuerpo velado. O como dijo alguna vez: su literatura como una colección de autopartes. Parches de lecturas y escrituras que van generando un cuerpo deforme: corregir tiene algo de resurrección, de invocación. Esta reedición de aquella novela editada por Luis Chitarroni en 1993 es prácticamente una novela nueva, y al mismo tiempo es la misma. En principio, Gusmán suprimió capítulos. Se había atenido mucho más a la anécdota de la trama y prefirió suprimir los desvíos. En segundo lugar, el desplazamiento de un personaje secundario en principal; Stiel, el inventor de máquinas.
La primera biografía literaria de Gusmán era un recurso ingenioso: hablaba de sí mismo a través de sus primeros libros. En Los muertos no mienten volvió a incurrir en el mismo gesto:reconocía que La música de Frankie no funcionaba del modo en el que él habría querido por centrarse demasiado en la historia del asesino. Si bien no tomó la idea de la visitante misteriosa en su consultorio particular,cambió el eje del relato hacia la culpa del hermano. Todos los personajes que se organizan alrededor de la trama, mienten. El narrador del relato es Garzón, quien vuelve al Club Regatas, después de estar preso durante cinco años en Batán. Durante ese tiempo en la cárcel, Garzón conoció a Frankie, quien, como en El beso de la mujer araña de Manuel Puig, le cuenta sus obsesiones: el encierro como motor narrativo. Frankie fue mentor y defensor en la cárcel de Garzón, quien sale con una deuda moral no fundada.
El Club Regatas es, en el universo mitológico de Luis Gusmán, un lugar donde las cosas se dicen desde personajes opacos, estancos, atravesados por algún secreto, rotos. Como el Santa María de Onetti, el espacio tornasolado de un club de barrio, funciona sin todos sus tópicos costumbristas: no hay épica de clase media, no hay retrato con color local, no hay telepasillo barrial. El Club Regatas contiene a sus personajes al mismo tiempo que los expulsa mientras suena, una y otra vez, una música narcótica, el “Jezabel” cantado por Frankie Laine (uno de los tantos equívocos con los que juega la novela). Es sabida la obsesión de Gusmán por el tango (su padre fue cantor de tango y entre sus libros no publicados está la historia de un cantor que inventa su propio doble). La música de Frankie tiene ese ritmo sacado del 2x4. Ritmo de milonga apagada, mal grabada, en donde los personajes conjuran sus mentiras alrededor de una máquinas instaladas por un tal Stiel, unos flippers, bastión de la modernidad en el barrio, que trazan diversas líneas narrativas y terminan por confluir siempre en la misma pérdida.
Gusmán cierra el prólogo de su edición con su propia teoría sobre la reescritura de esta novela que hoy nos resulta angular para entender sus libros, ahora sí, como una obra programática que responde a una misma obsesión: “Posiblemente lo que se llama versión corregida o versión definitiva no sean un recurso para devolverle al autor que la perdió en el momento mismo de escribir. Como si el truco de la reescritura, esa categoría indescifrable,le devolviese por un instante aquella narración original aun sabiendo que ella pertenece a lo que se trama entre la historia y la fatalidad del relato”.