¿Hay seguridades, o siquiera intuiciones firmes, dentro de la incertidumbre generalizada del panorama político?
Probablemente puede citarse una. No se dice que no haya otras.
Excepto que alguno de los tres candidatos con chances cometa antes de las elecciones un error garrafal, hoy difícil de advertir, nada indicaría una alteración sustantiva del escenario dibujado por las Primarias.
En otros términos y salvo por uno de los casos, la expectativa ya creada contaría mucho más que lo que se pudiera añadir o inventar.
Sergio Massa, quien es el referente determinante del Gobierno y de Unión por la Patria con el acompañamiento de Axel Kicillof, despliega medidas y anuncios sin detenerse. Ese accionar supera a las subjetividades de cada quien (hay gente que permanece enganchada con apreciaciones exclusivamente ideológicas e inmóviles).
Se trata de su capacidad de trabajo, del modo en que articula y de su inserción mediática.
Es aquello de que Massa tira los centros, cabecea, raspa en el medio, surte a los costados, ataja, la revolea o sale jugando y, encima, es el director técnico. Nadie en su sano juicio político, o con honestidad analítica, afirmaría que no transpira la camiseta. La pregunta no pasa por ahí. Transcurre acerca de si eso le alcanzará para terminar de convencer a quienes creen que no basta con ser un “tribunero”. Que al fin y al cabo formó parte de un equipo que pelea más el descenso que el campeonato. Y que el bueno por conocer es mejor que el malo conocido.
Sobre esto último, semejan haberse acabado las palabras y los argumentos para referirse a Javier Milei.
Que tamaño personaje carezca de facturas en contra porque su experiencia de gestión es absolutamente nula, tanto en el ámbito público como en el privado, no debiera ser un dato menor. Pero es transparente que les importa miles de pitos a sus votantes concretados y potenciales.
Puede decir que el Papa es comunista. Que habla con el perro muerto a través de una médium. Que Brasil y China están en manos de populistas y dictadores a quienes jamás sentaría a una mesa. Que la combinación de haber sido arquero de fútbol y cantante de rock es el motivo de su popularidad.
Se pronuncia con un lenguaje rudimentario, plagado de muletillas y dubitaciones toda vez que alguno de sus amabilísimos contertulios periodísticos juguetea con el acting de apretarlo.
En la derecha más connotada, más clásica, se interrogan abiertamente con cuál estructura gobernaría. No tiene cuadros técnicos altamente comprometidos. Ni destacadas figuras políticas que lo acompañen. Ni implantación territorial. Ni nada que no sea militar al mercado como una estampita, con frases lanzadas a la bartola.
No hay manera, avisaron o aconsejaron las urnas. No le entran las balas dialécticas de ningún tipo y, obvio o eso parece, dispone de la ola del ganador sin moverse de donde está.
Entonces y por ejemplo, la apuesta de tantos estupefactos consiste ahora en que Milei meta alguna pata descomunal durante los debates presidenciales del 1 y 8 de octubre. No ocurrió prácticamente nunca que esas tenidas modificaran las corrientes asentadas.
Si sus contendientes lo usan de punching ball para hacerlo saltar como leche hervida, patinarán sin remedio. Se supone, además, que llegará a esa instancia suficientemente entrenado. Los votos revelaron que victimizarlo es la peor de las tácticas.
Resta el caso de Patricia Bullrich, quien es la excepción citada al comienzo en cuanto a que sólo tendría posibilidades si convence con algo más. O con algo a secas.
Massa seguirá intentando cuando pueda, pero depende antes de la unión contra el espanto que de la efectividad de sus medidas para amortiguar el índice inflacionario. Y a Milei le bastaría con no correrse del lugar conquistado a fuerza de exabruptos.
Bullrich, al revés, se ve obligada a producir algún impacto que nadie sabe en qué residiría. Como previno el otrora gurú Jaime Durán Barba, la cambiemita es hablada por Carlos Melconian y, eventualmente pero con cero convicción, por Mauricio Macri. Ella sigue invicta: padece papelones en toda oportunidad. El establishment empresarial, como puede certificarse desde la comunicación de sus medios, querría confiarle pero no encuentra el modo. El ecuatoriano también lo dijo: los cambiemitas suenan a viejo. A fracaso. A, en efecto, segunda marca.
Como si fuera poco, esa oposición quedó completamente descolocada frente a la subida de piso del impuesto a las Ganancias. Venían reclamándolo a los cuatro vientos y ahora mentan que es electoralista. Son una máquina de desmentirse.
Estas especulaciones, con seguridad, tienen sin cuidado a la inmensa mayoría de “la gente del común”.
Y menos que menos se repara en lo que sucederá a partir de diciembre, sea quien fuere el ganador. Ya habrá tiempo de mediano y largo plazo para consolarse, e incluso ser optimistas, con esos datos macro que auguran un porvenir argentino inevitablemente positivo. Energía más barata y hasta exportadora (por cierto que gracias a las realizaciones de este Gobierno). El superávit comercial. Lo del litio. Lo del agro más de punta que primarizado. La diversificación y especificidad de una industria más competitiva. Etcéteras.
Pero, en la coyuntura del apremio, el acogote del Fondo Monetario gracias a la tétrica herencia macrista se hará sentir, cuando en noviembre resulte virtualmente imposible que aprueben otra revisión favorable del programa renegociado. La inflación será la que es, con horizontes demasiado oscuros si no hay un plan de estabilización, o como quiera llamársele, acordado en unidad de las fuerzas políticas.
En el muy buen artículo publicado este domingo en Página/12 (contratapa del suplemento Cash), a propósito de cómo manejaron las crisis los gobiernos populares, el economista Federico Glodowsky señala que la despolitización de la dirigencia política llevó a un cambio cultural que se paga con desinterés social.
Glodowsky expresa -se lo recuerda, dicho con mayor rigor, a quienes continúan estancados en la parálisis ideologista- que los gobiernos de Néstor y Cristina establecieron consensos con sectores del poder económico concentrado. Dialogaban todo lo posible y gestionaban todo lo necesario cuando ese diálogo no era viable (el límite, podría agregarse, fue durante la crisis con “el campo”, pero de allí también se salió con la decisión política que condujo a que Cristina ganase con amplitud las elecciones de 2010).
“La ortodoxia siempre sugiere adaptar la realidad al marco téorico. En cambio, lo sensato es adaptar el marco teórico -económico y político- a la realidad propia. No hay dudas de que Argentina necesita una reforma tributaria, laboral y del Estado, pero con la gente adentro”.
¿Quién lideraría afrontar un desafío de esa naturaleza? ¿Milei? ¿En serio?
El interrogante, se reitera, no parece preocupar a una porción representativa y significativa de la sociedad.
Argentina se asoma a lo que la propia derecha califica como un experimento abismal. En la conjetura más benévola, hay quienes ¿descansan? en que habrá una suerte de menemismo reciclado que arrojará algún tipo de estabilidad, con exclusión social garantizada; pero sin gran volumen de confrontación, porque el peronismo está acéfalo y quien pinta para tripular ese espacio (Massa, si gana o alcanza el ballottage) no es “peronista”.
Son trazados en la arena.
Entendido como el espíritu que históricamente aglutinó a las masas más intensas, hoy disminuido porque apareció un tercer actor indescifrable entre las dos grandes familias, la popular y la gorila, el peronismo y los progresistas podrán estar amenazados y/o sin conducción.
Pero eso no significa que hayan dejado ser actores clave, a los que de ninguna forma se llevará de las narices loco alguno.