El futuro de Ecuador no solo se definirá en las urnas el próximo 15 de octubre. También está sujeto a lo que ocurra con la llamada Ley de Asociación con Estados Unidos de 2022. Una norma votada en el Congreso de EE.UU con vicios de la doctrina Monroe. Especie de recetario colonialista que incluye cómo enfrentar “la influencia extranjera negativa” (textual). El proyecto ideado por un halcón republicano, Marco Rubio y otro demócrata, Bob Menéndez, demuestra que los dos partidos tienen una mirada unívoca en política exterior. Pusieron su atención en un país jaqueado por cárteles del narcotráfico y bandas criminales locales que se transformó en una oportunidad para desempolvar el llamado Plan Colombia, pero esta vez, aplicado a su vecino.
La iniciativa que ya fue rechazada por la Asamblea Nacional ecuatoriana en junio del año pasado, se enlaza con un memorando de entendimiento firmado el 19 de julio entre los gobiernos de Joe Biden y Guillermo Lasso para fortalecer la capacidad militar de las fuerzas armadas ecuatorianas. Pero además, amplía la gran influencia de Washington en el terreno que a través de su embajada en Quito, la CIA y la DEA es cada vez más notoria.
La Ley de Asociación Estados Unidos-Ecuador delega en el secretario de Estado – hoy Antony Blinken – “una estrategia” y la implantación de “programas relacionados para aumentar la capacidad del sistema de Justicia y de las autoridades (…) para combatir las economías ilícitas, la corrupción y las organizaciones criminales transnacionales”. Si se tratara de una norma interna para EE.UU pasaría inadvertida. Pero está destinada a otra nación, se aprobó en el Congreso norteamericano el 15 de diciembre pasado -cuatro días antes de una visita de Lasso a Biden- y pese a que la había rechazado el poder legislativo en Quito.
La ley se presentó en Washington durante una conferencia de prensa conjunta de la que participaron Lasso, Menéndez y la embajadora de Ecuador en EE.UU, Ivonne A–Baki. El senador estadounidense dio su percepción contracorriente sobre lo que pasa en el país sudamericano: “ha emergido como un modelo en América Latina y el Caribe por sus esfuerzos continuos para fortalecer la gobernabilidad democrática y los derechos humanos, promover un crecimiento económico inclusivo que beneficie a todos sus ciudadanos y tomar medidas para fortalecer la seguridad, el Estado de derecho y la protección del medio ambiente”. La cancillería que conducía en ese momento Juan Carlos Holguín le festejó la ocurrencia: “Es la primera vez que una propuesta legislativa (del Senado de EE.UU) se enfoca exclusivamente en las relaciones con Ecuador…”.
Como toda iniciativa surgida del Congreso busca “promover los intereses fundamentales de seguridad nacional de Estados Unidos” pero con el curioso argumento de combatir la “influencia extranjera negativa”. Para James Monroe era “América para los americanos” hace 200 años cuando miraba a Europa como adversario geopolítico. ¿Acaso Menéndez, Rubio y los demás senadores que votaron la ley ahora piensen básicamente en China y Rusia?
La presencia de EE.UU en Ecuador es tan ostensible que va mucho más allá de los tratados de cooperación o la Ley de Asociación. Mediante el argumento de respaldar políticas de preservación del medio ambiente, Washington repite una política geoestratégica que cruza ya tres siglos. En 1883, el Senado estadounidense declaró a las islas Galápagos como “tierra de nadie” y cuestionó la soberanía ecuatoriana sobre el archipiélago. En 1910 Estados Unidos quiso arrendar por 99 años las islas a cambio de 15 millones de dólares pero la oferta fue rechazada. Durante la Segunda Guerra Mundial, la potencia volvió a la carga y ocupó militarmente Galápagos. Terminado el conflicto bélico, EE.UU prolongó su permanencia hasta diciembre de 1948 y provocó un gran daño ambiental por la construcción de la pista de aterrizaje en una de las islas, Baltra.
Muchos años después y ya durante el gobierno de Lenin Moreno se favoreció el regreso de Estados Unidos al lugar, gracias a un tratado para realizar vuelos militares. El ministro de Defensa, Oswaldo Jarrín, llegó a decir en 2019 que Galápagos era “un portaviones natural” para justificar la presencia de aviones espías de EE.UU, convirtiendo a Ecuador en un base de operaciones del Comando Sur que consolidó el presidente Lasso.
El argumento actual para justificar esa política ya no es el imperio japonés después del ataque a Pearl Harbor. Se trata de una explicación repetida: la amenaza del narcotráfico. El país retrocedió a fines de los años 90 cuando el expresidente Jamil Mahuad le entregó la base de Manta a Estados Unidos que otro exmandatario, Rafael Correa, consiguió desalojar en septiembre de 2009.
Muy activo, el actual embajador de EE.UU en Ecuador, Michael Fitzpatrick, tiene un alto perfil como todo representante de Washington en un país muy sensible a sus intereses. Ecuador se transformó en una nueva oportunidad -como antes Colombia- para justificar la presencia en la región con todo tipo de recursos. El gobierno de Lasso se sostiene hasta hoy como aliado privilegiado de la administración Biden. La DEA es un instrumento clave de ese respaldo con el declamado objetivo de contener al narcotráfico que controla varios enclaves en el país.
El 19 de julio pasado se suscribió un memorando de entendimiento con el objetivo de robustecer la capacidad operativa de las fuerzas armadas de Ecuador. Casi un mes después, el 17 de agosto, el presidente ecuatoriano posteó en X, la ex Twitter: “He ratificado el Acuerdo de Cooperación con Estados Unidos para la interceptación aérea. El objetivo es contar con más apoyo en la lucha contra el crimen transnacional, con asistencia financiera, equipos para su capacidad operativa, mantenimiento, capacitación, así como soporte logístico, de comando, control y comunicaciones. Necesitamos de este apoyo para fortalecer la seguridad nacional, para que nuestra Fuerza Aérea tenga mejores equipos, destrezas e información para rastrear a las aeronaves de las organizaciones criminales. Tenemos que estar más preparados y ser más fuertes. El crimen organizado no nos va a detener”.
No sólo la amenaza del narco justifica la permanencia de EE.UU en el país. Un propósito más inofensivo como la protección del medioambiente y la política contra el cambio climático, mediante acuerdos financiados por la USAID, la Word Wildlife Found (WWF) y el ministerio de Ambiente local, apunta a enfrentar la pesca ilegal en el Océano Pacífico que baña el litoral ecuatoriano y las costas de las islas Galápagos.
Siempre cooperando al servicio de las causas justas, Washington se propone “trabajar con otros socios democráticos para mantener un Hemisferio Occidental próspero, políticamente estable y democrático que sea resistente a la influencia extranjera negativa”, como sostiene el proyecto de republicanos y demócratas en el Congreso que se votó en 2022. Una nada sutil injerencia legislativa que intenta condicionar la vida de un país soberano. Se agrega a otras iniciativas militaristas con mala reputación en nuestra América irredenta. La diplomacia de las cañoneras, la política del gran garrote, los golpes de Estado, los golpes blandos… Todo comenzó con la doctrina Monroe que el 2 de diciembre próximo cumplirá 200 años.