Las dos de la madrugada, si es que el tiempo del reloj existe también en estas tesituras. La sobreviviente se encuentra en un estado absolutamente contrario al que la hubiera imaginado. Tartamudea con un hipo que no pertenece al género narrativo. Un momento después se desnuda. Me muestra el  epigrama.

Haciendo un ruido desacostumbrado, el marqués baja de la estrella polar, pulcramente. Se contenta con unos cuantos besos libertinos y dice llegué. No es de extrañar que la sobreviviente perciba que estoy contentísima y se pone altiva como si fuera a cantarme el himno nacional.

El marqués acerca la boca al epigrama, y después la retira justo antes de que sus labios lleguen a tocarlo. Le tira la tripita para abajo y envuelve la geografía  que se dilata, se dilata, hasta alcanzar el doble de su tamaño. Al epigrama le caben litros y más litros. Es una concavidad macha.

Yo he ganado esto con mi cuerpo y con mis dedos; haz otro tanto, me dice la sobreviviente, con los nervios en tensión, apretando la nuez de Adán contra mis labios. Le tomo el epigrama con los dedos y lo estiro, lo comprimo, lo aprieto, lo resumo, lo reescribo, lo introduzco en mi garganta media docena de veces hasta que me dice basta. El marqués si tuviera una mano más, aplaudiría.

El epigrama se yergue.

Es un gladiolo de O'Keeffe.

Con polvo estelar, lenguaje onírico y a cielo abierto, el poema empieza a nacer como un bicho apremiante. La sobreviviente se vuelve hacia mí y me pregunta si estoy decidida a todo, como si se tratara de tirarles ensalada de papas a los dueños de la verdad verdadera verde‑vereda‑bergamota.

Es bella, es pavorosa.

Es una gaviota blanca con delicadas patas dadaístas que realiza una incandescente perspectiva y arrasa con el pastiche de los géneros humano, líricos y narrativos. Lo cierto es que se le acumulan deseos y confabulaciones. El marqués vaga tras ellos como un cerdo alado que sigue un rastro de carne indebida.

Pienso en el verano, cuando el marqués me atravesó de este a oeste, con una hoja ancha, grande, de eucaliptus. No decía nada y luego murió. Yo corrí la misma suerte, arrodillada.

Los epigramas se hicieron polvo.

El polvo se hizo estrellas.

Siento temblar a la sobreviviente, hamacándose, con el hilo de su discurso. Algunas cosas se adelantan y otras retroceden. Basta empujarlas muy suavemente. El viento parece ayudarnos en todo.

La luna no es la luna, sino una esperanza, un juego de ingenio.

Cielos abiertos y cerrados, estrellas de bruces.

Pájaros en las pulpas de la noche.

Escuchamos gemidos roncos de plato volador.

Voy a pensar en otra cosa pero me detengo. Me alejo por el este. Me siento en la mesa de comando. Durante los primeros cinco minutos pienso en la anémona, en esa flor que llaman mimosa, evoco una dalia con toda su prestancia. A la sobreviviente se le dan vuelta los ojos y el epigrama empieza a temblar, a anochecerse. Alguien saca su lengua de gran danés. Otro sumerge en mi océano su pez palo. Los relatos nos miran lejanísimos. Sólo la poesía es capaz de alcanzarnos con su flecha. Igualmente, es peligroso el perfecto ángulo, el gran angular que dispara sobre mí, futuramente posible, reina de lo que digo y lo que hago, cuando orino sobre la arenilla interespacial como si fuera una de las capas terrestres.

Todas las flores son gladiolos.

Todos los días son frutillas aplastadas.

Todas las margaritas suben a la luna.

Todos los libros desfloran alguna idea virgen.

Todos los platillos voladores tienen una habitación de Barba Azul.

Todos los bordes desaparecen.

Juego alegremente con las palabras del epigrama. Me enamoro hacia arriba y hacia el fondo. Emano un brillo tan leve, tan leve, venido y devenido del centro de mi cuerpo.

La sobreviviente huele a náyade recién nombrada.

El marqués estornuda.

Puede haber cualquier cosa en su alma y en la poesía.

Ella se cree el sol y nos quema los ojos.

Escondemos la cara entre las manos.

Nos enreda.

Nos mete un verso en la boca hasta la garganta.

A mí me olfatea el pelo, al marqués le lame la nariz.

Estamos a punto de volvernos locos.

Le digo que yo creo en la profundidad de la flor de tilo y en la materialidad del alma, y en la astrología y en el desmayo marítimo. Luego, no puedo decir más porque se me nubla la vista, y se me corta la voz, como siempre.

 

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