En sus fotos de juventud se lo ve altivo, desafiante, temerario. Con la determinación de romper los moldes de su época. Y así fue. Alfredo Di Stéfano no sólo se convirtió en el primer mejor jugador “del mundo” (y luego también “de la historia”, lista en constante debate que luego ampliarían Pelé, Cruyff, Maradona y Messi) sino que prácticamente inventó el prototipo de estrella global del fútbol al hacer una marca de su propio nombre, animarse a filmar películas y comerciales (algunos de lo más audaces para lo que se esperaba de un deportista), y gravitar en la opinión pública de cada uno de los lugares donde jugó; peleándose con sus “patrones” de River, Millonarios o Real Madrid cada vez que lo consideró necesario. “Di Stéfano cambió la idea de ser una estrella del fútbol. Fue el primero. Lo inauguró. Con las publicidades que hizo en España se puede ver que tenía una actitud muy diferente a la de sus pares porque hasta se lanzó a hacer una campaña de medias femeninas que generó una controversia enorme y a él no le importó nada, la hizo igual”, cuenta Ian Hawkey, el autor de una reciente biografía del famoso centrodelantero que tiene la particularidad de cubrir –y con ojos ingleses– no sólo su años de apogeo en España sino también sus no menos brillante arranque en el River de La Máquina y su posterior etapa algo misteriosa y aventurera en el Millonarios de Colombia donde llegó a conocer al Che Guevara pre revolución cubana.

EL PRIMER FUTBOLISTA TOTAL

“Faltaba un libro sobre él en inglés. No existía. Por supuesto que había de Maradona, Pelé, Beckenbauer. Pero... ¿por qué no Di Stéfano, si fue tan importante o más que todos ellos?”, cuestiona Ian cuando se lo consulta por la génesis de la biografía y la molestia que le producía leer las típicas notas o programas en la prensa de su país y ver que muchas veces Di Stéfano ni aparecía. “Para mí influyó la llegada de la televisión a color”, teoriza, porque –dice– a la hora de armar los primeros resúmenes históricos de goles enseguida aparecían las impactantes imágenes de Pelé con su casaca verde-amarela (o las de Cruyff con su icónica camiseta naranja) mientras que de la Saeta Rubia –apodo ganado en sus primeros años de River por estampa de ascendencia irlandesa y veloz destreza– apenas encontraban unos porosos mediometrajes en blanco y negro. “Más allá de eso, creo que también influyó lo que un familiar de Alfredo una vez me dijo: ‘Pelé tuvo siempre a su alrededor una máquina de marketing mientras que Alfredo nunca tuvo a nadie, sólo a él mismo’”.

Seguramente esa fuerte condición individual (sin dejar de apoyar y defender a sus compañeros en asuntos de contrato y condición laboral) a la vez que transgresora de los parámetros de su tiempo (el que se lanza a la aventura colombiana desoyendo la prohibición de la Fifa o que siendo argentino disputa de igual a igual a cualquier europeo el título de “mejor jugador del mundo”) es lo que lo hizo grande a Di Stéfano a la vez que marcó su límite: sin marketing, sin híper profesionalización, sin presencias mundialistas (un mix de mal timing y mala suerte conspiraron para verlo competir contra el primer Pelé, ya sea con la camiseta argentina como con la española) y sin globalización contemporánea de sus goles, a lo máximo que podía aspirar era a convertirse en leyenda: el antecedente de futuros jugadores aclamados como estrellas. Un “consuelo” que, por supuesto, logró y que igual lo sigue poniendo en la lista “de los mejores”. “Con Di Stéfano arrancó la Copa de Europa, que era el antecedente de la Champions League y que fue el primero en dominar de punta a punta; y también la premiación del Balón de Oro, que después se volvió icónica para definir al mejor del mundo y que él obtuvo varias veces. Es decir, un pionero de lo que después se llamó ‘el futbolista total o completo’”, señala Hawkey, que explica gran parte de su interés por Di Stéfano y el fútbol sudamericano en el hecho de que durante varios años fue corresponsal deportivo del Sunday Times en España y que tuvo oportunidad de conocer de primera mano la historia de don Alfredo.

“Él iba siempre al mismo café y se sentaba solo, casi de incógnito. Ahí lo conocí de casualidad y después me acostumbré a verlo media hora antes de irnos a trabajar al estadio”, relata Ian, que entre charla y charla fue aprendiendo a querer a ese viejo algo cascarrabias (“Siempre fue famoso su malhumor así como sus arranques de paternalismo y afecto”) pero también certero en sus pareceres. “Sin duda era alguien difícil de tratar. Yo creo que si eras joven, talentoso, y te tocaba debutar en el Real Madrid de Di Stéfano seguro le tenías miedo. Muchos compañeros suyos que luego fueron estrellas me contaron que tenía un sentido del humor muy seco y lapidario. Y que, a diferencia de los jugadores españoles, no dudaba en usar ‘palabrotas’, insultos rioplatenses, para reprenderlos sin piedad por algún error durante el partido más allá de que después frente al DT o los dirigentes los defendiera”, señala. Y, conociendo el paño del fútbol local (los Adolfo Pedernera, Charro Moreno y Bernabé Ferreyra que forjaron su carácter y su modelo de jugador cuando arrancó en River), no cuesta imaginarse a un Di Stéfano voceando en tono viril tanguero, casi un Julio Sosa del fútbol de mediados de siglo, para remontar un partido difícil y conseguir la gloria en tierra extranjera. “Era muy admirador del Martín Fierro y lo citaba cada vez que la situación lo requería”, sostiene Hawkey que en el libro rescata una de las parábolas aprendidas de Carlos Peucelle (famoso goleador de los años ‘30 y luego DT de La Máquina) que Di Stéfano solía reproducir: “¿De qué está hecho una pelota?”, preguntaba durante el impasse de alguna situación complicada. “De cuero”, le respondían sus compañeros. “¿Y de dónde se saca el cuero?”. “De la vaca”. “¿Y qué comen las vacas?”. “Las vacas comen pasto”. “Bien, bien. ¿Qué les parece entonces si dejamos la pelota en el pasto que es donde se supone que tiene que estar y empezamos a jugar?”.

EL HIJO DE LA MÁQUINA

Estaba claro: si Hawkey realmente quería llegar al fondo de la cuestión, al origen de ese carácter y saber rioplatense que parecía guiar los pasos de Di Stéfano, iba a ser imprescindible viajar hasta el mismo lugar de los hechos, donde empezó todo. “Arribé a Buenos Aires justo para los partidos del gas pimienta”, se ríe Ian, en referencia a la recordada acción de “El Panadero”, el barrabrava de Boca que interrumpió el clásico y motivó el pase de River a la siguiente ronda de la Libertadores del 2015, que a la postre terminó ganando. Una primera dosis exagerada de (mala) cultura futbolera local. “Yo llegué demasiado prevenido por la supuesta inseguridad de la ciudad y después me avergoncé de mí mismo porque iba a todos lados caminando o en transporte público sin ningún tipo de problemas”, cuenta el periodista, que se hizo habitué de la Biblioteca Nacional (“Un edificio maravilloso, me impactó”) donde desempolvó varias colecciones de El Gráfico y empezó a encontrar algunas respuestas: “Entendí el por qué de tanta fama de esas revistas que se vendían en toda Sudamérica. Comprobé que todo, desde las ilustraciones y la forma de analizar y titular los partidos, marcaban un estadío superior del periodismo deportivo respecto al de otros lugares del mundo”. Cuánta de esa sofisticación periodística se debió a la cultura futbolera ya presente en la infinidad de potreros en toda la zona rioplatense y cuánto a la propia inventiva de sus redactores es una pregunta que Hawkey todavía se hace, pero no hay duda que influyó en la formación del futuro “mejor jugador del mundo”. “Recorrí Barracas, visité su casa de la infancia donde todavía vive su hermana, y me imaginé cómo fueron sus primeros partidos en la plaza de Garay y Entre Ríos, donde vivían sus abuelos”, relata Ian, que en el libro reconstruye con nostalgia no vivida esa Buenos Aires que no existe más; cuna del tango, el grotesco teatral, los tranvías, los conventillos y el fútbol hecho cultura y vida cotidiana. “Ahí entendí por qué cuando a Di Stéfano le preguntaban por el mejor jugador del mundo, siempre respondía con la formación de La Máquina: Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. No era tanto por ser hincha de River, que lo era, sino por ser hincha del fútbol argentino. Por reivindicar sus orígenes. El siempre decía: soy hijo de La Máquina”.

El trabajoso debut de Di Stéfano en ese mítico equipo (“Le costó que le hicieran un lugar, pero una vez que lo logró, rejuveneció su funcionamiento”), la particular relación con su padre (“Ex jugador amateur y cultivador de batatas que le inculcó una disciplina rígida y al principio desaprobó la dedicación de su hijo mayor al fútbol pese a haberlo incentivado de chico”), su primer estrellato en River y posterior pelea con su dirigencia por salarios dignos y participación en las ganancias (“El anticipo de lo que sería un rasgo que se mantendría durante toda su carrera”) aparecen ampliamente descriptos en su trabajo, lo mismo que su posterior aventura en el Millonarios de Colombia cuando, pese a las advertencias de la Afa y la Fifa, Di Stéfano (y Pipo Rossi, legendario mediocampista de River) patearon el tablero y se adhirieron a una liga boicoteada en el resto del mundo. “Lamentablemente no hay registros audiovisuales de ese periodo en el que él y Pipo se instalaron en Medellín y se convirtieron en las grandes estrellas de ese fútbol que también había convocado a otras figuras de Sudamérica animadas por los grandes salarios”, cuenta el periodista, que también viajó a Colombia y recuperó fotos y testimonios del paso de la Saeta Rubia por la tierra del café y la sensualidad latina. Y que, estando allí, además de tomar nota de la fuerte influencia a posteriori del fútbol argentino (“En la Colombia de los años ‘40 y ‘50 se leía con devoción El Gráfico y que llegaran para jugar en su liga muchas de esas estrellas que aparecían en las portadas los marcó emocionalmente”) rescató el encuentro “perdido” entre el Che Guevara y Di Stéfano. “Fue durante el periodo formativo del Che, el de los Diarios de motocicleta”, señala. “Alfredo y Pipo tenían la costumbre de recibir y agasajar a los argentinos que pasaban de la visita por la ciudad y, además de proveerles de yerba mate, regalarles entradas para los partidos, que eran dificilísimas de conseguir porque Millonarios siempre jugaba a cancha llena”. Al parecer, las entradas resultaron un poco lejanas del campo de juego (lo cual provocó la queja de Guevara en una carta a su madre). Pero permitió una especie de encuentro cumbre, de dos potencias se saludan sin saberlo, de dos de los argentinos más famosos y admirados de su tiempo. 

“Por lo que sé, a Alfredo le gustaba recordar esa historia y le gustaba compartirla entre amigos”, dice Ian, que ya no vive más en España (retornó a su país a principios de 2013) y obtuvo una buena recepción de la biografía entre sus pares ingleses. “Si hoy me preguntás quién hizo más para definir fútbol y su cultura en el siglo XX, no tengo dudas y te respondo Di Stéfano”. La Saeta Rubia, el primer futbolista total.