La antropofagia, como todo tabú cultural, recorre la historia del cine con cierto sigilo, asomando la cabeza aquí y allá bajo diversas configuraciones. Aunque a diferencia de otras prohibiciones y vetos totales o parciales –si se dejan de lado las recreaciones de hechos reales forjados por la más estricta necesidad de supervivencia– suele hacerlo bajo dos formas esenciales: las del horror físico y/o las de la alegoría no demasiado solapada. El caso de Raw (“crudo”) –Grave en su francés original–, ópera prima de Julia Ducournau que hizo algo de ruido durante sus presentaciones en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes y ahora puede verse en la plataforma Netflix, juega simultáneamente a esas dos puntas, caminando por una delgada cornisa que separa y contiene, por un lado, una metáfora sobre los cambios en el cuerpo y la mente de su protagonista adolescente y, por el otro, el aparataje narrativo que prepara el arribo de lo sobrenatural en un entorno extremadamente familiar. Es mérito de la joven realizadora parisina haber logrado que esas dos cualidades sean casi irreconocibles la una de la otra. Al menos hasta la última escena, que desbalancea conscientemente ese equilibrio hacia uno de los dos territorios (el espectador siempre puede eliminarla de su memoria y optar por la ambigüedad como modo total). En el cuerpo flaquito y algo aniñado de la actriz Garance Marillier, Justine parece ser la novata ideal, en el sentido más cercano a la idea de victimización que el término pueda permitir. Antes de arribar al enorme edificio que hace las veces de dormitorio universitario, la joven almuerza con sus padres en un parador de la ruta. Vegetarianos sin chance alguna de recaídas en el consumo de alimentos de origen animal, la madre enfurece cuando un trozo de salchicha surge desde las profundidades de una porción de puré de papas. ¿Qué hubiera ocurrido si su hija lo tragaba en lugar de escupirlo a tiempo? La respuesta a esa pregunta –en principio, poco inquietante– llegará algún tiempo después, a mitad de camino del film, aunque la carne procesada y comprimida del embutido tomará las formas más humanas de una falange, recubierta de carne fresca y una piel que aún conserva sus tonos naturales.
“Escribí el personaje central, una adolescente de dieciséis años, con la intención de que el espectador se sienta identificado desde un primer momento. Pero a medida que la historia avanza, la heroína se va transformando en un monstruo”, declaró la realizadora en conferencia de prensa en el Festival de Sitges, especializado en cine fantástico. “Creo que la película se balancea entre la teen movie, el drama y el film de género, narrando a su vez el despertar sexual de la protagonista sin remordimientos ni vergüenzas de ningún tipo. Finalmente, decidí llamarla una moderna tragedia antigua. La tragedia, según los griegos, implicaba toda clase de catarsis: a través de la risa, las lágrimas y el miedo”. Pero Justine no es Carrie y sus padres no están tocados ni de lejos por el fanatismo religioso de esa terrible madre interpretada por Piper Laurie. Aunque el hecho de que todos en su familia –Papá, Mamá y su hermana Alexia– practiquen las artes veterinarias podría indicar un amor sin límites por los animales o alguna extraña costumbre familiar sin explicaciones racionales a la vista. Es precisamente Alexia quien recibe a Justine poco después de una ceremonia de humillación típica de algunas universidades (o bien en aquellas universidades que el cine nos ha hecho conocer a lo largo del tiempo): colchones, pertenencias y ropa tirados por la ventana, fila india hacia el exterior y a moverse como cuadrúpedos en busca de alimentos. No será la única iniciación de la película. La fiesta con pizcas de bacanal que sigue a la deshonra de los neófitos permite avizorar en el futuro cercano un mundo sin imposiciones ni límites, donde los adultos que acompañaron el proceso de crecimiento hasta ese momento comienzan a soltar la mano. Luego, otro rito iniciático, curiosamente aprobado por las autoridades de la facultad, en el cual un literal baño de sangre (Carrie, de nuevo, aparece de forma fantasmal) es seguido por la obligatoria deglución de algún órgano interno de conejo. Crudo, naturalmente. A partir de ese momento, luego de probar la manzana prohibida por la tradición, en el cuerpo de Justine comenzará a operarse un cambio irreversible: sus deseos, sus ansias, sus apetitos, sus gustos culinarios. Una mutación que, como afirma el título original en francés, terminará siendo considerablemente grave.
A pesar del rash cutáneo generado casi de inmediato por ese fugaz contacto con el contraindicado alimento, la película de Ducornau no seguirá el camino de la Nueva Carne cronenbergiana: no hay aquí notorias alteraciones fisiológicas ni hibridaciones parasitarias que deben ocultarse ante los ojos del mundo. El cambio es interno, profundo, intenso. E insaciable. Un poco como le ocurría a Coré, la mujer caníbal interpretada por Béatrice Dalle en Trouble Every Day, la obra maestra del canibalismo cinematográfico dirigida por Claire Denis. Al mismo tiempo brutal y sensible, explícita y sutil, Raw intercala las pisadas cada vez más segura de Justine en su nuevo mundo carnívoro con las miradas hacia el abismo que se hacen más y más evidentes con cada nuevo paso. La relación de amistad con su compañero de cuarto, un chico gay al que, sin embargo, no puede dejar de admirar físicamente, no hace más acelerar el proceso que ya ha comenzado a tomar posesión de su históricamente sosegado carácter. Nuevamente, lo prohibido: robar una jugosa hamburguesa del comedor escolar, tener sexo por primera vez, probar la carne y sangre humanas. Y la relación con su hermana, tan problemática como posiblemente lo fue en el pasado, conviviendo bajo el mismo techo familiar: una tensa relación de amor y odio que no tarda en pasar del afecto/violencia verbal a los roces y choques más físicos y viscerales. Como suele ocurrir en toda película de horror corporal o biológico que se imagina colgada de las mejores ramas de ese árbol genealógico, Raw no se contenta con la mera exposición de las alteraciones físicas (ya sean mutaciones, amputaciones o prolongaciones) sino que imagina y gesta un universo donde éstas tienen una lógica casi irrebatible. Y, como ocurre en cualquier relato de crecimiento que se precie de tal, esos cambios siempre vienen acompañados de crisis que parecen incompatibles con la vida en el tiempo presente. Justine es, en ese sentido, la chica caníbal más normal que el espectador pueda llegar a imaginarse.