Portada de la edición de Salamandra de El fin del fin de la Tierra

Una tarde, a finales del verano de 1989, Bill Vollmann me llamó y me dijo: “Hola, Jon. ¿Te gusta la carne de caribú? Acabo de volver del Ártico con un poco de carne de cari­bú que está a punto de estropearse y Janice va a preparar un estofado.” Bill habla con una voz que no se parece a la de nadie: plana y afirmativa, cuesta mucho interpretar su tono. ¿Bromeaba al insinuar que yo debía de haber co­mido la suficiente carne de caribú como para saber si me gustaba? ¿Qué significaba exactamente eso de “a punto de estropearse”? Con Bill nunca se sabe.

En esa época yo vivía en Queens, me estaba costando escribir mi segundo libro y Bill era el primer amigo que había hecho siendo ya un novelista publicado. Un año an­tes, en Manhattan, mis padres, mi esposa y yo habíamos coincidido en el ascensor de un hotel con una pareja de mediana edad que, tras sonreír con amabilidad, se habían presentado como los padres de Bill. Estaban en Nueva York para asistir a la misma ceremonia que nosotros: la entrega de un premio literario. Su hijo, al que conocí poco después en la ceremonia, más que de escritor tenía pin­ ta de ganador de un concurso científico de instituto: lle­vaba gafas de alambre de cristales gruesos y una chaqueta deportiva que le quedaba francamente mal, tenía comple­ xión de adolescente y el pelo mal cortado. No llevaríamos más de dos minutos hablando cuando, sin razón aparente, le dio por proponer que nos escribiéramos cartas. Ningu­no de los dos había leído la obra del otro, ni sabía nada de él, pero daba la sensación de que Bill ya había decidido que yo le caería bien, o quizá no hiciera más que seguir uno de los impulsos de su gran corazón y su proverbial ansia de experiencias. Con esa voz suya, me pilló con la guardia baja.

Tardé poco en descubrir que con Bill es peligroso practicar cualquier actividad recíproca. Cuando él y yo empezamos a recomendarnos libros, me enteré de que no sólo es capaz de leer quinientas páginas en una tarde, sino que conserva de ellas una memoria casi fotográfi­ca. Cuando pactamos intercambiar nuestros manuscritos, empecé a recibir un grueso paquete por correo cada nueve meses, mientras que mi texto tardó tantísimo que me olvidé de que tenía que enviárselo. Un año después de aquella ceremonia de entrega, mientras yo estaba en Europa gas­ tándome el dinero del premio, me costó un mes escribirle una carta que él contestó el mismo día en que la recibió. También me mandó un ejemplar anticipado de su nuevo libro, Historias del arcoíris, que devoré –no en una tarde, pero sí en menos de una semana– con asombro y admi­ración. El hombre al que había conocido en Nueva York, el joven loquito con sus encantadores padres del Medio Oeste, resultaba ser un genio de la literatura que conocía íntimamente y de primera mano a las prostitutas, los skinheads y los borrachines de las calles del San Francisco de mitades de los ochenta. El libro era lo contrario de lo que su título alegremente parecía prometer. Llevaba por epígrafe un verso de Poe que compara las variedades de la desgracia humana con los tonos del arcoíris (“nítidos”, pero “íntimamente mezclados”) y su tono era el de la voz de Bill, ambiguamente instalada entre una sinceridad límpida y la ironía más radical. Me encantó esa voz, y me pareció un verdadero halago que él quisiera ser mi amigo. Mi esposa y yo estábamos intentando decidir adónde iríamos después de Europa y una de las razones que me llevaron a insistir en Nueva York fue que Bill acababa de mudarse allí.

Él y su novia, Janice Ryu, tenían un apartamento de una sola habitación en un edificio alto y moderno cerca del hospital Sloan Kettering, donde Janice había obtenido una plaza para terminar su formación en oncología radio­terápica. El guiso de carne de caribú a punto de estropear­se que Janice preparó al estilo coreano, fuerte y con gusto a ajo, fue la primera de muchas cenas que disfruté en casa de ambos. En verano, yo solía jugar en el equipo de soft-ball de mi editor, en Central Park, pero durante los meses más fríos, lo único que me apartaba de mi vida matrimonial en Queens eran los viajes que hacía en los trenes E o F para ir a ver a Bill. Recuerdo que vimos Los cuatrocientos golpes en la tele de su dormitorio y tuve la sensación de que la mayor carencia de mi vida hasta entonces había sido no tener un amigo escritor con el que ver películas extranje­ras. No sé muy bien qué le aportaría yo, más allá de reco­mendaciones de libros y de opiniones expresadas con vehemencia, pero aprendí mucho de él. Me enseñó los dibujos a tinta que estaba haciendo para sus libros y decidí tomar clases de dibujo. Me enseñó el Mac en el que siem­pre escribía y salí a comprar mi primer ordenador. (Aunque cuando se quejó de que había adquirido el síndrome del túnel carpiano por pasar doce horas al día tecleando, me limité a envidiar su disciplina.) Me contó que Janice le cortaba las uñas de los pies, un servicio que desde luego mi mujer no prestaba. Yo estaba bastante seguro de no querer que nadie me cortara las uñas de los pies, pero Bill me hizo pensar que había muchos tipos de matrimonio, no sólo el mío. Me dijo que le caía bien mi mujer, pero que le parecía que tanto ella como yo nos estábamos asfixian­do con aquella vida tan hermética. Él, por su parte, vivía la vida menos hermética que se pudiera imaginar: viaja­ba por todo el mundo, había visto morir gente (él mismo había esquivado la muerte por poco) y se había consolado con prostitutas de todas las nacionalidades. No paraba de proponerme, con su voz plana, que probara con el perio­dismo o que viajara a algún lugar peligroso.

También en esto quise seguir su ejemplo. Acepté un encargo que me pareció atractivo en Cincinnati, donde las autoridades locales habían clausurado hacía poco una exposición de fotografía de Robert Mapplethorpe. Esquire quería que escribiera sobre los locales porno y los clubs de estriptís de Covington, en Kentucky, al otro lado del río, para demostrar no sé qué dudosa opinión sobre la hi­pocresía. ¿Qué habría hecho Bill? No habría descansado hasta hacerse amigo de alguna de las bailarinas, grabar su opinión sobre el asunto de Mapplethorpe y tal vez in­tentar acostarse con ella. La parte del sexo quedaba más allá de mis capacidades, pero acudí obedientemente a los clubs de estriptís. Eran cutres y deprimentes y no estaban llenos de hipócritas de Ohio. En cuanto a mí, antes de trabar amistad con alguna de las bailarinas habría sido ca­paz de regresar cruzando el río a nado. Escribí un artículo de sociología urbana más bien flojo y, cuando Esquire de­cidió no publicarlo, sentí más alivio que decepción, aun­que el dinero me habría venido bien. Tardé cuatro años en volver a probar el periodismo.

William T. Vollmann

PASIÓN POR LA PROSA

Bill nació sólo unos cuantos días antes que yo, en ju­lio de 1959, pero durante mucho tiempo tuve la sensa­ción de ir muy por detrás de él. Es posible que él no me viera del todo como soy, o que me viera sobre todo como un proyecto literario, un hermano más joven al que animar para que hiciera las mismas cosas que se le daban bien a él porque a él le habían funcionado y tal vez pudieran funcionarme a mí también. Pero era sabio, y generoso con su sabiduría. Veía mi situación matrimonial con una clarivi­dencia que yo tardé muchos años en alcanzar. Para cuando llegué a su altura, me separé de mi mujer y me convertí en un periodista menos tímido, él y Janice vivían de nuevo en California. En la primavera de 1996, una semana des­ pués de que yo publicara una declaración de independencia literaria en Harper’s, Bill volvió a Manhattan y me invitó a una fiesta en casa de su editor. Con ocho libros publi­cados (yo llevaba dos) se estaba planteando que tal vez le hiciera falta un agente y quería conocer al mío. Los pre­senté en la fiesta y luego, inflamado por lo de Harper’s, hice algo muy propio de Bill, algo que yo no había hecho nunca: me acerqué a una joven que me había llamado la atención y le di conversación; conseguí su número de telé­fono. Acabamos pasando dos años juntos, uno de ellos muy feliz. Era como si Bill me hubiese echado a andar por una nueva carretera y me hubiera acompañado hasta la primera parada. En esa fiesta lo vi por última vez.

No fingiré haber leído todos los libros de Bill. Es hiperfér­til a la manera de Dickens o Balzac y está produciendo una de esas obras completas que la gente necesitará decenios enteros para leer. Pero, tal como se hacía evidente ya en Historias del arcoíris, la comparación más apropiada sería con Melville y Whitman, escritores que, como aborda­ ban nuevos mundos de experiencias en expansión, tenían pocos ejemplos literarios que pudieran usar como guías, de modo que se fiaban sobre todo de sí mismos, de sus propios instintos e inteligencias. Igual que ellos, Bill crea formas a medida que avanza; igual que a ellos, lo mueve un desdén típicamente estadounidense por la autoridad, emprende grandes proyectos y también produce algo de chatarra de vez en cuando. La fórmula que se ha conver­tido en su buque insignia –pasajes relativamente cortos organizados en función de una lógica más poética que narrativa y encabezados con títulos oblicuos o irónicos– le permite aproximarse a temas que a otros escritores les parecerían demasiado grandes para enfrentarse a ellos; él sencillamente se atomiza y lanza su sensibilidad al viento.

Parece que no hay nada que a Bill no le interese. En “La inmensidad azul”, una novela corta que aparece en Historias del arcoíris, un personaje llamado Otro que vacía y cataloga todo el contenido de una papelera del parque del Golden Gate en busca de pistas sobre el asesinato de unos borrachos de San Francisco; sospecha que él mis­mo, o más bien la otra mitad de su personalidad escindi­da, los ha matado. Su “autopsia” de la papelera ocupa dos páginas y media: “...tres latas de Budweiser parcialmente aplastadas y un contenedor cerrado de pollo frito del Coro­nel Sanders (ahora obviamente digerido, pues en el interior sólo había un mojón del color de la miel). Bajo el mojón había un envoltorio de plás­tico azul de The New York Times, un kleenex lleno de mocos con la textura endurecida del turrón, un vaso de yogurt Continental cuyos restos se habían agriado y parcialmente licuado y atraído a gusa­ nos con forma de judías...”

En una graciosa nota al pie, el autor manifiesta haber explorado personalmente una papelera el 13 de noviembre de 1986 y haber abreviado el inventario “para no abusar de la paciencia del lector”. Más adelante, en esa misma no­vela corta, se ocupa de la autopsia que una patóloga realiza a una borrachina llamada Evangeline, y el relato de esa se­gunda autopsia se extiende a lo largo de ocho páginas en las que emplea frases clínicas y líricas, todas necesarias: “El cuerpo es como un libro. Cada uno de nosotros escribe su vida en él, representando a la perfec­ción lo que se nos hizo y lo que hicimos. El hí­gado de Evangeline era un capítulo titulado: ‘Lo que yo quería.’ El texto era breve, pero no por ello menos conmovedor: ‘Yo buscaba sentirme ama­da y calentita y feliz y mareada’, había escrito Evangeline. ‘Yo quería vivir en la Inmensidad Azul. Quería vivir en el cielo azul y en el sol. Quería ser yo misma. Tuve todo lo que deseé.’ La patóloga continuó cortando y recortando”.

Después de Historias del arcoíris, mi libro favorito de Bill es El Atlas. Los cuentos que contiene son inmen­samente comprometidos, no sólo por los peligros físicos que corre, y por su determinación de inmiscuirse en la historia viva, sino también por su búsqueda incesante de significado y orden en un mundo atemorizador y compli­cado. El Atlas que lleva el mundo sobre su espalda es esencialmente la figura del Artista tal como la concebían los románticos y los modernos: la subjetividad del indivi­duo, que todo lo asimila. Y Bill, con mejores resultados que cualquier otro escritor estadounidense en la actualidad, está intentando hacer por nosotros ese trabajo heroico de echarse a las espaldas el mundo entero. Así, tal vez no sea una sorpresa que la nota dominante de El Atlas –un ar­mónico casi insufrible que lo recorre de principio a fin– sea la soledad del autor. El momento del libro que no consigo olvidar es la noche en Berlín en la que la soledad de Bill se vuelve tan intensa que entrega todo su dinero a una prostituta tras otra pidiendo sólo un beso a cambio. Como no consigue que se lo den, se acerca a tres prostitu­tas en una calle y les pide un beso gratis. Una de ellas se quita el chicle de la boca con gesto servicial y a continua­ción le escupe en la cara: ahí tienes tu beso.

La gran riqueza de materiales de Bill puede llevarnos a pasar por alto que es un fino estilista. Un escritor podría ir a los mismos sitios que él y hacer las mismas cosas, pero si no escribiera bien a nadie le importaría. Sus más obsti­nadas confusiones entre los hechos y la imaginación, sus más horribles catacresis, su sumisión más ruda y vulgar a los hechos, todo se convierte de manera regular en poesía inspirada. Lo que encontramos en la página parece haber­le llegado con la naturalidad de la respiración. Con la mis­ma naturalidad, pero no con facilidad. Para escribir como Bill también hay que sentir pasión por la prosa, hambre de formas bellas. Una de las cosas que reconocí enseguida en él y que me encantaron fue que tenía esa pasión y esa hambre. Desde aquellos tiempos, sus libros (que son ob­jeto de culto) le han granjeado la fama de héroe forajido, de aventurero underground, pero los que hemos gozado del placer de su amistad sabemos que cuando habla –al con­trario que cuando escucha (algo que hace con maestría)– sus intereses pasan por la gramática y la puntuación, por preguntas como “¿Qué has leído últimamente?” y “¿Qué tal son sus frases?”.

David Foster Wallace

UN UNIVERSO ALTERNATIVO

No sé muy bien por qué Bill y yo nos distanciamos. Tal vez se trate sencillamente de algo que ocurre a los escri­tores cuando salen de sus soluciones líquidas respectivas (aunque mezclables) y se convierten así en versiones más cristalinas de sí mismos, o quizá haya sido porque nuestra relación particular de hermano mayor y hermano menor dejó de funcionar cuando yo encontré un nuevo camino. También está el asunto de que yo siempre iba atrasado en la lectura de sus libros, o el hecho de que ya no vivíamos en la misma ciudad. Él y Janice se instalaron de manera permanente en Sacramento, e incluso cuando yo empecé a pasar tiempo en Santa Cruz, que está a sólo tres horas de allí, a menudo Bill estaba en algún lugar lejano porque un editor estaba dispuesto a pagarle para que escribiera so­ bre el viaje.

La única vez que lo visité en Sacramento, en 1995, me llevó a un campo de tiro y me dejó disparar su Desert Eagle del calibre 50 y su Tec­9 semiautomática. Entre el humo de la cordita se hizo presente la característica am­bigüedad de Bill: un tufillo a Hemingway exhibiendo su proeza masculina (pobre Scott Fitzgerald, pero también ¡pobre Hemingway!), se mezcló con el entusiasmo infan­til que mostraba por sus armas, su orgullo por cómo las dominaba y su modo, paciente y nada paternalista, de instruir a un compañero que de otro modo jamás habría experimentado el retroceso de un calibre 50. Yo me sen­tía un poco en desventaja, y siempre me pillaba en falso con la lisura de sus afirmaciones, sus pausas deliberadas, aquella manera de soltar las palabras casi en un non se-quitur. Pero me alegraba estar de nuevo junto a él. Los muchos capítulos de su vida estaban escritos en su cuerpo, tomaban forma en su carisma y en su capacidad de prestar una atención propia de un Atlas. Después de disparar to­das sus armas pasamos un rato con Janice en su gran casa de estilo suburbial decorada en un estilo petit-bourgeois (así la describió el propio Bill) que podría parecer incon­gruente a quien sólo lo conociera a través de su extrava­gante escritura. Lo que mejor recuerdo de la casa, aparte de la enorme biblioteca, es el mapa del mundo enmar­ cado y colgado en un pasillo de la planta superior. Estaba cubierto por cientos de chinchetas que señalaban todos los lugares donde Bill había estado, muchos de ellos re­motos, peligrosos o ambas cosas a la vez. Entendí, por­ que yo mismo lo había experimentado, el impulso de hacer un mapa como ése, de imprimirse uno mismo lite­ralmente en el mundo casi como un modo de demostrar que ha vivido y caminado por la tierra en un momento particular de su historia, pero al mirar el mapa de Bill en aquel pasillo de una casa en los suburbios me sentí... solo.

Años después, cuando estaba en Santa Cruz y mi amigo David Foster Wallace se había mudado a Clare­mont, Bill me llamó con otra propuesta: “Oye, Jon”, dijo con la voz más llana de la que era capaz. “¿Has estado alguna vez en el mar de Saltón? Estoy trabajando ahí en un proyecto y se me ha ocurrido que a lo mejor tú, yo y Foster Wallace podríamos ir juntos de acampada.” In­cluso viniendo de Vollmann, la propuesta parecía una lo­cura. El mar de Saltón, un lago moribundo en medio del desierto que se extiende al oeste de San Diego, es uno de los lugares del país que peor huele y que menos invita a la acampada, y además yo no conocía a nadie que ama­ra tan poco la vida al aire libre como David. Sin embargo, le dije a Bill que se lo comentaría. Cuando lo hice, David respondió con un silencio doloroso y cambió de tema. Tuvo que pasar mucho tiempo para que me diera cuenta de que aquella idea de Bill también había sido brillante y lamentara no haber presionado más a David. Entre otras cosas, había descubierto que el mar de Saltón es uno de los lugares más importantes del país para la observación de pájaros, hasta el extremo de compensar el sufrimiento provocado por el hedor y las nubes de moscas. Deseé poder meterme durante unos días en un universo alter­nativo en el que acamparía con mis dos talentosos ami­gos, un universo en el que ambos estarían vivos y podrían trabar amistad entre ellos, porque a esas alturas, en el universo en el que escribo esto, David estaba muerto y Bill y yo ya no seguíamos en contacto.