Me desperté, di unas vueltas entre las sábanas, miré el cuadro que colgaba en la pared, y mientras los pensamientos todavía seguían dormidos, el sueño fresco y le perdía el miedo a otro amanecer, pensaba en la última frase: el futuro no me importa.
Estaba en un bar, con los brazos apoyados arriba de la mesa, como si estuviera esperando algo de la oscuridad y del humo que escupía el tipo que fumaba en la mesa de enfrente. El mozo vino con la bandeja y la dejó casi en mi nariz. Me acuerdo que lo miré con los ojos llenos de eso que tiene la gente que se salva, pero que todavía no sabe de qué se salva. Desprecié el regalo, y en lugar de soltar esa oscuridad que me hacía sentir un pozo y escaparme, agarré un cuchillo. Primero me acaricié el antebrazo con la hoja fina, suave, delicada, como si estuviera calculando cuánto aguanta la piel, cuánto hace de barrera. Después lo apreté más fuerte y lo deslicé, como se desliza un pétalo sobre las cuerdas de un violín. Sentí la carne etérea, los tajos como túneles y me perdí como se pierde el espacio entre la lluvia.
Que hacés piba, me dijo y se sentó. Limpió la sangre con el antebrazo, apoyó los codos en la mesa y dejó caer su cara entre las manos. Yo ya lo había visto; me había fumado sus bocanadas. Era el pelado de lentes negros y camisa deshilachada que tomaba ginebra, y que cada tanto se peleaba con los frikis que festejaban en la mesa de al lado. Caretas, les gritaba, y se mandaba un fondo blanco. Los otros lo miraban de reojo.
El de barba se cree líder. Mirá, ahí le están sirviendo el escabio. Todos atrás del culo del friki. ¿Sabés que le escuché decir?. No, le respondí mientras seguía metiéndome el dedo en uno de los túneles del brazo. Dice que va a cambiar el mundo. El ser humano va a ser un hombre nuevo. Dice que la va a repartir. No, no, si ése, además de friki, es comunista. Fuck you, gritó. Yo lo miraba perdida en el túnel. De verdad, rubia, yo cagué a trompadas al príncipe Carlos. Ya sé. Sí, sí, no me digas nada. Me enteré que ahora el pelotudo es rey. Mirá si no voy a saber cómo se manejan los hombres. ¿Ves el que está sentado al lado, el morocho? Le hice que sí con la cabeza. Bueno, ése se come a la novia del barbudo y la mina se hace la boluda. ¿Ves –señaló con los ojos escondidos atrás del cristal–. El barbudo gil se garpa las pizzas, y mientras se la cree, el otro pelotudo le come las pizzas y también le come la novia ¿Así quiere cambiar el mundo? ¿Siendo un pelotudo? Así no se cambia nada. ¿Y cómo se cambia?", le pregunté sin sacarme el pulgar del agujero. Soy pelado –dijo y sonrió–. Supongo que se cambia cuidando al que tenés al lado. Yo soy un reventado, pero en el subte dejo pasar primero a los viejos. ¿Y vos, qué haces metiéndote para adentro?, me preguntó. Levanté los hombros. Se dio vuelta y se empinó el vaso. Otro fondo blanco. A mí, el futuro no me importa. Quieren salvar al mundo y son caretas. Nosotros, beautiful losers.
El dedo que me metía por el túnel del brazo me salía por la nariz, y de ahí llegaba a tocar a la gata que dormía al lado de un plato de maní. La acaricié. Sentí el ronroneo como un temblor en las yemas de los dedos y en el pecho. Un ronroneo que hablaba y repetía el futuro no me importa. El pelado ya no estaba; éramos la gata, yo y el ronroneo de palabras.
Cuando me terminé de despertar, todavía sentía el hormigueo en las manos. Las sacudí en el aire y me acordé de que tenía que llevar a Memé a la veterinaria. Puse un pie fuera de la cama y sentí el frio de las baldosas. Con las pantuflas puestas, sentí el cansancio de otro día más. Despertar extrañando la noche, el sueño.
La gata estaba enferma. Un absceso en el lomo la tenía decaída y escondida. Hacía días que no se subía a la mesa, y hacía días que yo no podía escribir.
Me sacudí la cara, y arrastré los pies hasta la cocina. Pesada, como si todo lo que forma parte de un día estuviera atado a tener a Memé refregándose en el monitor de la computadora. No me lavé la cara y tampoco los dientes. Me froté el borde de los ojos y despegué lo que quedaba de la noche como quien despega una calcomanía. La noche se me quedó en las uñas. Bostecé. Esquivé la pila de platos amontonados en la bacha y puse a calentar el agua para el mate. Sabía que me iba a perforar el estómago. Prendí el televisor, busqué la canción y me tiré en el sofá. Me desenredé el pelo y canté en silencio eso que escuchaba en inglés pero entendía en español. Perdedores hermosos. Perdelo todo. No pierdas la cabeza, la risa, cuando te sentís muerto de verdad por dentro.
Miré la pila de platos amontonados en la bacha. La grasa se vuelve rebelde de noche. Abrí la canilla y dejé que el agua haga lo suyo. Y Gary viene con Marianne, Julie trae el pecado con Susan, y dicen no esconderse.
Prendí la computadora. Todavía pensaba en el pelado, en el reventado que no se salva y en el Chino, que se murió escuchando al flaco con una aguja clavada en las venas. Me senté frente al monitor. Una voz ahogada suena en la TV. En tu auto sólo ves hojas de té. Echá una mirada adentro, ¿qué ves? Echá una mirada adentro y vas a ver. Miré cómo la pantalla titilaba y pasaba de un color oscuro a unas rayas animadas. Chupé un mate y escribí dos líneas. Beautiful losers, adorables, adorables perdedores, como vos y yo. Perdedores hermosos, adorables, adorables perdedores, como vos y yo. Las borré. Pensé en la soledad de la casa, cuando todos se van a trabajar, en la muerte de otro día y en que estar solo no es estar solo de uno mismo. Agarré el celular y me volví a tirar en el sofá. El sol brilla a través de la ventana. El frío es igual a un témpano de hielo, como vos y yo. Las perras me miraban desde afuera. Me pedían comida, pero la bolsa estaba a cinco pasos del sofá. Escupí aire y busqué en el celular. Y escupíamos sangre mientras nos reíamos. Dejamos de lado nuestras mentiras por nada, como el mar. Una vieja preparaba pizzas en calzones, un tipo bailaba reguetón mientras se comía un helado de cuatro bochas con el perro frotándole la pierna, un nene se metía un chupetín por la nariz y lo sacaba por la boca. Mis dedos acariciaban la pantalla. Las perras dejaban una huella de barro en el vidrio. El día aplasta. Y David llora por Caroline, y Julie, ella pierde todo su tiempo en la estrella fugaz. Me levanté del sofá, fui a la cocina y cerré la canilla. Los platos sucios flotaban en agua tibia, pero todavía no tenía ganas de fregar. Espié la pantalla de la computadora. Nada. Apoyé la pava en la mesa, chupé otro mate y busqué a Meme. Estaba en el huequito que había elegido para perderse, como si no quisiera ver la felicidad que se iba a morir en mí. Me acuesto y medito. Me quiebro y maldigo y odio toda la maldita farsa. Estaba hecha un ovillo de pelos gastados. Me miró con una mirada tan vacía que me dio miedo de que todo ese vacío se robara algo de mí. La acaricié, le di agua con una jeringa, la dejé en un colchón de trapos y volví al sofá. Perdedores hermosos, adorables. Adorables perdedores, como vos y yo, beautiful losers, queridos perdedores, como yo y vos.