Todos le ponemos un rostro al horror. Yo le puse cara al mío muy temprano. Fue a comienzos de los ‘70, cuando mis abuelos hicieron un crucero a bordo del Enrico C. Entre la montaña de souvenirs que trajeron de Europa, había un catálogo del Museo del Prado que estudié muchas veces. A partir de la primera ojeada, me cuidaba de saltear la página que reproducía un cuadro de Goya: el Saturno devorando a un hijo. Esa pintura –el viejo de ojos y fauces desorbitadas, el crío a medio masticar con proporciones adultas y tamaño de bebé– me daba pesadillas.
¿Se acuerdan del relato mitológico? Saturno era el dios máximo del panteón romano. Hijo del Cielo y de la Tierra, a quien su hermano Titán le había cedido la corona con una sola condición: que no tuviese hijos. Pero Saturno desposó a Ops –Rhea, en el original griego– y los bebés empezaron a llegar. Temeroso de ser destronado, Saturno optó por una solución drástica: devorarse a sus hijos tan pronto nacían.
El retrato de Goya me escaldó el alma. Todavía sufro escalofríos cuando lo miro. Lo trágico fue que, con el correr de los años, empecé a creer que la necesitaba, que me era imprescindible; porque, a mi pesar, me había proporcionado una clave sin la cual no lograba entender ni mi lugar ni el tiempo que me había tocado en suerte. (En todas mis novelas hay jóvenes o niños perseguidos por adultos autoritarios: ¡desde El muchacho peronista al Walsh veinteañero de El negro corazón del crimen!)
Yo estoy convencido de que vivo en un país-Saturno, de que Argentina ES saturniana: una tierra compelida a devorarse a sus propios hijos. Lo intuí cuando era niño y descubrí el cuadro que mostraba a ese viejo abominable, desgarrando lo que debía amar –su propia carne, su propia sangre– con los dientes. Lo certifiqué cuando, de adolescente, vi que los adultos pedían a gritos la muerte de jóvenes a quienes, por razones ideológicas, consideraban peligrosos.
Durante una temporada pensé que se había tratado de una ocasión excepcional. Pero las décadas pasaron y nuevos adultos pedían la cabeza de nuevos jóvenes, con una nueva excusa: en los 90 eran peligrosos porque eran pobres, y en consecuencia chorros potenciales. Y los que no eran peligrosos sobraban, en tanto no conseguían trabajo y debían emigrar. Más tarde volvieron a señalarlos con el dedo, porque en el siglo XXI los jóvenes devinieron militantes y, según los adultos, la política suponía un tipo de perversión a ser reprimida. (Se parecen a la Hitler Jugend, justificó una comunicadora.) Hoy los Saturnos contemporáneos secuestran, violan y matan muchachas a diario. Son víctimas sacrificiales, inmoladas sobre el altar que la Patria consagra al deseo de que nada cambie.
Dirán: Es que los jóvenes simbolizan el cambio real y el sistema lo resiste, ocurre siempre y en todas partes. A lo cual yo respondería: sí y no. En las naciones que desde aquí se admira, se controla a los jóvenes de otras formas: endeudándolos, entreteniéndolos, desmovilizándolos. Se los educa en el encanto de la banalidad y, así, se los envejece prematuramente. La violencia queda reservada para las minorías: los negros, los musulmanes, los inmigrantes.
Pero aquí la violencia es horizontal, democrática en el sentido más perverso. Si bien revela predilección por ciertas poblaciones –las jóvenes, los morochos, los niños como El Polaquito o aquel que casi linchan en Córdoba por un celular–, no frena su golpe ante una víctima blanca y/o de clase acomodada. No lo hizo en los 70 y tampoco lo hace ahora. (¡Cuánta claridad hay en los ojos con que Santiago Maldonado nos mira sin pestañear!)
¿Por qué insiste nuestro país en emular al Saturno del mito? Quizás porque erigió sus cimientos mediante la represión –el genocidio que además intentó barrer con la cultura y los sueños de los pueblos originarios– y la entrega de sus riquezas a una elite sin otro mérito que su desmesurada violencia.
El ¿problema? es que, con el tiempo, la Argentina se apartó del contexto latinoamericano al generar una tradición de educación pública de excelencia, hoy amenazada. En consecuencia, los jóvenes así formados ampliaron su horizonte: aspiraron a más, se vacunaron contra los charlatanes que pretendían que lo que los perjudicaba era bueno para ellos. Aquellos que se familiarizaron con sus derechos se negaron a ser mansos y no aceptaron las migajas del banquete ajeno por toda remuneración. Y por eso han tendido, desde los 60 hasta el presente, a la más razonable de las rebeldías. No les gusta el statu quo y no se resignan. A veces canalizan su fuerza a través de la política, lo hacen a diario a través de la cultura y también, en otras oportunidades, consagran organizaciones sociales como actores de nuestra sociedad. Son ellos los que sostuvieron y sostienen el reclamo de Madres y Abuelas, que además de su misión manifiesta transmiten un cuestionamiento a esa Patria tan autoritaria como masculina. (¡Cuánto mejor estaremos cuando la reemplacemos por una Matria!)
Si algo nos separó del destino abismal que tiró tantas dentelladas, ha sido la energía de nuestros jóvenes. Los Júpiter que, amparados por madres como aquella de la leyenda, escaparon del instinto asesino de su progenitor para cuestionar el orden establecido.
Por eso espanta el encarnizamiento de los Saturnos de hoy. Su accionar prueba que entienden que todo joven (en especial si manifiesta que, además de serlo en años, también lo es de alma) pone en peligro su permanencia en el trono. Suena paradójico que la administración Macri, joven en términos estadísticos, se muestre matusalénica. ¿Tendrá que ver con el hecho de que sus representantes lo tuvieron todo desde niños –definidos por la condición de herederos, en su mayoría– y en consecuencia nunca han podido ser sino conservadores?
Lo indiscutible es que devoran carne y sangre joven con apetito pantagruélico. Entre sus víctimas, además de aquellos que se verán arrojados otra vez al exilio existe ya una generación que perderá desarrollo neuronal, a causa de la malnutrición; que en consecuencia no estudiará bien, ni conseguirá insertarse en un mercado de trabajo increíblemente menguante. Nuestro país resonará más temprano que tarde como eco de The Wire, en tanto el dilema que la serie planteaba en su cuarta temporada se aplicará a millones de jóvenes: ¿qué sentido tendrá trabajar doce horas en un puesto precario, cuando se gane mil veces más vendiendo drogas en una esquina? (Entonces los Saturnos de clase media protestarán su inseguridad, justificando la violencia de los Saturnos de uniforme, la condena de los Saturnos de toga y la demagogia de los Saturnos políticos; y así el ciclo se retroalimentará ad infinitum.)
En el mito, Saturno (así como más tarde Herodes y también el Arturo de la leyenda consignada por Malory) se convertía en infanticida para evitar el cumplimiento de una profecía. Pero la secuencia de los hechos permite hablar, más bien, de una profecía autocumplida: ¿se alzó Júpiter/Zeus contra su padre en cumplimiento de la profecía, o simplemente en respuesta a la violencia criminal de que había sido objeto?
Si algo anticipa aquel que se comporta como Saturno, es que será víctima de su propia ignorancia: no está al tanto del mito o bien lo subestima a su riesgo, porque nadie –nadie– frena la dinámica de la Historia.
Según la tradición, Saturno cree devorar a su hijo Júpiter cuando en realidad traga el atado lleno de piedras que Ops le proporcionó. Y se da por satisfecho aun cuando no puede digerirlas, convencido de que su ingenio le ha permitido aventar el peligro definitivamente.
Pero está equivocado. Aunque al mirar en derredor la Creación entera le cante alabanzas, sus días en el trono ya están contados.