La primera vez que escuché hablar de El juego de la silla, fue en 2004, el año en que llegué a Buenos Aires. Vivíamos con mi amiga Carmiña en una especie de conventillo al lado de la FUC, donde ella estudiaba cine. Fue quién me la recomendó, con mucha seguridad me dijo: “Tenés que ver esta película”. Como siempre que me recomiendan algo con tanta seguridad, como “Esto es para vos”, tardo en llegar a eso, como si me lo guardara para alguna ocasión especial o no quisiera ver tan rápido qué es lo que esa persona relaciona conmigo.
Había llegado de Necochea para estudiar actuación en el IUNA (ahora UNA), pero no logré pasar el ingreso en el primer año. Eso me permitió tener mucho tiempo libre para conocer la ciudad, encontrarme con otros lugares de aprendizaje y, sobre todo, conocer gente. Un año feroz de adaptarse a un nuevo ritmo, con muchos estímulos y todo por conquistar. Así que ese año, además de tomar algún curso, me la pasé bastante en la casa que compartíamos, mirando películas que mi amiga tenía que ver para la facultad o que sacaba de la videoteca. Mi entrada al cine argentino comenzó con las comedias de Porcel y Olmedo, las de Minguito y las de Palito Ortega, que miraba con mi abuela con la que vivíamos: fin de semana de cine shampoo. En la secundaria, el canal I-Sat me trajo otros mundos cinematográficos y otros directores. Y también algunas películas de Space.
Recuerdo que cuando empecé a ver El juego de la silla me resultó chocante la calidad de la imagen. No entendía si estaba viendo algo viejo o nuevo. Algo anacrónico se manifestaba en el color, en la ropa de los personajes. Sin embargo me quedé imantado con todo lo que iba sucediendo. El rosto de una madre riendo en la peluquería, mientras le lavaban la cabeza, una risa simpática y siniestra delataba que se había quitado un par de años del documento con una amiga abogada. Al personaje de Laura, la hija más grande, que preguntaba a su compañera de trabajo si la máquina de café funcionaba y que a ella lo que más le gustaba era el placer de la maquinita, que la conectaba con un viaje familiar, el único viaje a Europa. La hermana más chica hablando al espejo que si le estuvieran haciendo una nota, el hermano adolescente que vuelve de rendir mal una materia. El hijo que venía de otro país por un día, al que todos esperaban con mucha ansiedad, la ex novia desencajada. Esa frescura en las actuaciones que me hacían dudar de que si estaban improvisado o estaba todo escrito. La familia, una vez más.
Si bien todos los personajes me parecían hermosos, Laura era algo que nunca había visto en el cine, algo que me tocaba muy de cerca. ¿Su forma de hablar? ¿Su mirada? ¿La pureza? ¿Sus tiempos? Soy el más chico de cinco hermanos, y mi infancia la pasé jugando con mi hermano Marce (el que me sigue), que es con el que compartimos el gusto de actuar, de disfrazarnos, de imaginar. El fanático número uno de mi familia: fanático de todo el universo Cris Morena, también en su momento de Xuxa, pero Cris siempre será la uno. Si bien me lleva cinco años, parecía más chico que yo, algo que los médicos diagnosticaron retraso madurativo. Entonces algo del personaje de Laura me traía a él. No podía dejar de verla, quería que aparezca en todas las escenas. Y para mi sorpresa Ana Katz, la directora de la película y también actriz, era la que interpretaba ese personaje en su primera película, que antes había comenzado como obra de teatro. Un regalo adentro del otro. Una sorpresa dentro de otra.
Nada mejor que contagiarse de esa intensidad, de eso que el otro expuso ahí.
El juego de la silla me devolvía algo de ese mundo que había dejado en Necochea, esos planes familiares imposibles, esos deseos empujados por el otro, y también sentirme un poco el personaje del que vuelve, el que todos esperan, el que trae algo para contar.
Descubrí con esa película un lugar nuevo del humor que a mí me gustaba, esa mezcla tragicómica, ese humor que aparecía en consecuencia del drama, lleno de detalles fantásticos. Los dibujos de Laura, el hermano adolescente tomando jugo de la jarra, la hermana más chica hablándole al espejo, la madre recitando una poesía que la emociona porque habla del amor, el perro que los sigue hasta la casa, la ex novia que pregunta si con la nueva novia hablan en inglés.
Me reí y lloré, como se dice cuando algo te gusta mucho. Me dejó con melancolía y esperanza. Había encontrado un tesoro, algo que me hacía imaginar y sentirme bien. Un lugar al cuál acudir. Después la usé de referencia para la primera obra que dirigí, Cumbia nena, y las actrices me preguntaron qué era lo que debían sacar de ahí. “Los detalles”, les dije. Qué importante descubrir esos materiales que te van acompañando a lo largo de la vida. Qué mejor que la ficción, la poesía, la música. Cómo es ser fan, sin ser meloso y dramático.
Todavía, a veces, me encuentro repitiendo textos de la película como “Un aplauso para mamá que también come con la boca abierta”, “A mí la salsa me fascina” o “Eso lo hizo ella, eso te lo tengo que aclarar”. Siempre en situaciones que quedo de garpe, porque sacado de contexto nadie entiende. Y ahí la excusa para decir: ¿No viste esta película?
Cristián Jensen es actor de teatro y cine. Es integrante de Grupo Mínimo, con el que realiza Que todas las vaquitas de argentina griten Mu, dirigida por Juan Francisco Dasso. También integra el grupo Tierno Suave Dark. Trabajó en las obras Sagrado bosque de monstruos, de Alejandro Tantanian; La liebre y la tortuga, de Ricardo Bartis, Chongo triste, de Antonio Villa; El placer, de Jorge Eiro; El embajador del otro lado, de Ignacio Bartolone, entre otras. También es integrante del grupo de danza Una Experiencia Sensible, con el que estrena Los herederos, corazón de colibrí, co-producida por el FIBA 2023. Trabajó en películas de Raúl Perrone, entre otros, y acaba de estrenar Nuestros días más felices, de Sol Berruezo Pichón Riviere. Es docente de actuación en MOVAQ junto a Ximena Banús y docente de improactuación en la escuela Dance&Move.