A nada le tenía miedo, para ser más preciso, a casi nada. Si la de cuero había viajado hasta el patio de la casa del perro asesino, con la agilidad de un gato no dudaba en rescatarla, por la Cindor y la Manón. acostumbraba a ganar apuestas nadando detrás de las boyas, en horario de siestas invernales solía cosechar mandarinas ajenas para comerlas en comunidad sentados al sol, pero los gritos imprevistos de la loca Elvira me helaban la sangre. La poca reacción que me quedaba la usaba para disimular mi pánico frente a mis pares. Los insultos y reproches de la anciana iban dirigidos a una sola persona, Don López, su marido, quien caminaba aferrado a la bolsa de los mandados unos pasos adelante de la gritona, como empujado por los vientos de sus maldiciones. Mientras algunos de los pibes se reían de la forma en que el "Ojo" y Mario los imitaban, yo quedaba petrificado. 

En una oportunidad abandoné corriendo el arco que defendía como guardameta en el medio de la calle para refugiarme en mi casa con el fin de observarlos desde la ventana. Ese día, temblando junto a la cortina, pude ver el rostro sereno del hombre que amaba a esa mujer como nadie, prefería soportar su maltrato públicamente antes que verla encerrada, muriéndose de tristeza. Sólo una pregunta sin respuesta me quedó pendiente, ¿en qué lugar de fantasías refugiaba su mente aquél sujeto estoico? 

Mis vacaciones de verano en un pequeño poblado perdido en la llanura, intenté dilatarlas el mayor tiempo posible. Más allá de la dulce voz de mi abuela que me ponía la piel de pollo, los paseos en sulky o el olor a tierra mojada que regalaba el camión regador, gozaba secretamente de la libertad de no tener que enfrentarme con mi pesadilla. El agua corriente llegaba hasta el tapial de entrada de la humilde casa, durante mi trabajo diario de llenar recipientes desde la única canilla, dos soles celestes me miraban fijo desde el umbral de la vieja casona de la vereda de enfrente. Inesita vivía con sus abuelos, dueños de la forrajera del lugar y con su muñeca Elizabeth, juguete al que vivía aferrada desde la mañana a la noche. Una tarde desapacible, una fuerza extraña desvió mi camino obligándome a cruzar la calle. Recuerdo que me recibió saludándome en plural, "te estábamos esperando". Después de un largo cuestionario que contesté con monosílabos me invitó a pasar a su casa para enseñarme el muestrario de su mayor pasión: las mariposas. Me aseguró que lejos de cazarlas, disfrutaba del poder de atracción que poseía sobre ellas, imán que pude comprobar cuando la vi pararse en posición de estatua en el centro de su patio soleado y al cabo de unos minutos alas anaranjadas se posaron sobre su pelo amarillo. Parecía conocer todo sobre estos insectos, distinguía a las moribundas por su modo de volar, las controlaba, las seguía y cuando se quedaban quietas en el piso, las tomaba con total suavidad para guardarlas en estuches plásticos algodonados, con fecha y descripción del ejemplar capturado. Lejos de mis amigos y sin temor a las habituales gastadas, no dudé en jugar a la mamá y al papá, al doctor, a las visitas o a tomar café para tres. 

Año tras año, cumpliendo fielmente la ceremonia de la vuelta al perro, nos fuimos convirtiendo en parte del paisaje. En uno de esos paseos, mi compañera detuvo su marcha ante los aleteos finales de una mariposa negra que se estaba muriendo a los pies de una pasionaria. La transportó hasta su casa en un cofre construido con sus manos. Nunca la había visto tan furiosa como cuando su abuela le dijo que ese bicho traía mala suerte. Vieja bruja y supersticiosa fue lo más suave que le gritó a la dueña de casa, para luego intentar explicarle que para apreciar las distintas tonalidades de sus alas había que mirarla de cerca, de la misma manera que para etiquetar a una persona sin prejuzgar había que conocerla primero. 

Nos despedimos un invierno, el día que murió mi nona. Esa noche, tal vez presintiendo mi no regreso para el verano siguiente, me entregó una cajita envuelta en papel madera, acompañando su regalo con éstas palabras: "En esta mariposa va mi alma, no me condenes a vivir desalmada". Creí olvidarla cuando dejaron de encenderse sus ojos en el centro mismo de mi quinto sueño danzando una zamba eterna, pero el olvido tal vez no sea más que una luciérnaga invisible que se apoya sobre la cabeza de algunos elegidos. 

En mi última mudanza, producto de otro fracaso amoroso, desate una vieja bolsa de tela verde con antiguos tesoros escondidos. Desenvolví el viejo estuche y sentí que la mariposa negra aleteaba todavía, Preso de la curiosidad y del miedo a la soledad futura, emprendí el postergado regreso. Existen lugares en el mundo que permanecen iguales, logran cambiar sus apariencias, pero el aire cargado de rumores se mantiene intacto.

Encontré una mercería en el lugar del forraje y a Inés del otro lado del mostrador. Me recibió con mayor alegría que sorpresa, me hizo sentir que no era más que un actor interpretando un guion escrito por ella. Nos casamos a los pocos días y en un trajinar sin siestas en medio de la gran ciudad, buscamos a la deseada Elizabeth que la fortuna nos negó. Acunando la nada en medio del cemento, sin flores ni mariposas que adornen un paisaje extraño, cayó en una catarata de angustias, depresiones y euforias que terminaron por quebrar su psiquis. En estos días el único gusto que me doy es visitar la vinería de Gustavo dos o tres veces al mes en busca de mi reserva. No lo hago solo, temo dejarla encerrada. Sus gritos sólo perturban mi oído externo, ya no me encuentro aquí del todo, vivo refugiado en un paraíso con olor a río y a encinas. Si bien los chicos ya no juegan en las veredas, tampoco se ven arcos levantados con dos adoquines en el medio de la calle, estoy plenamente seguro que detrás de alguna de las tantas ventanas que cruzamos en nuestro recorrido, se encuentra un pibe espiándonos junto a la cortina, temblando como una hoja.

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