"¡¡Compañero gallina!!"
Ese era el saludo invariable, lo demás llegaba solo y se extendía por interminables pasadizos. Mario no solo era un periodista de excepción, un fino analista político, un defensor de los derechos humanos: era un buen compañero, un maestro de esos que dan lecciones y consejos sin proponérselo y un afable conversador que hacía disfrutar cada minuto de charla. Lo que suele definirse como un tipazo. Las viejas redacciones están en retirada y se extrañan. Que Wainfeld ya no esté es un agujero de tristeza infinita.
La manida expresión "ojos pícaros" se aplicaba perfectamente a su mirada, acompañada de la sonrisa franca. Las reuniones de edición con él siempre abrían el juego a reírse aunque sobre la mesa cayeran temas pesados. Lo cruzaban la música y el fútbol, y un amplio conocimiento cultural, y una experiencia política que le permitía la dosis justa de descreimiento y de esperanza, de tener plena conciencia de errores cometidos pero nunca perder el horizonte de algo mejor.
Apenas un ejemplo en una carrera tan larga: entre el derrumbe de 2001 y el surgimiento de esa anomalía llamada Néstor Kirchner, las columnas de Mario Wainfeld fueron precisamente eso, un sitio donde apoyarse cada semana, lanzarse a la gozosa lectura teñida de perfume a tinta y papel de diario. Pasar de la desazón total a una lucecita de algo distinto. Sus lectores, sus oyentes, reconocieron en él, más allá de coincidencias y desaveniencias, una honestidad intelectual que se hizo cada vez más escasa en la era de las operetas periodísticas.
El politólogo sueco, la pelirroja progre, el pasante noruego, la redacción en la que crecimos, todos nosotros hoy huérfanos, desencajados, extrañando el brillo de esa mirada pícara, la frase justa, la compañía, la enseñanza sin soberbia. Sintiendo esa frase final de su última columna, "La seguimos mañana", como otro martillazo en el alma. Rotos, todos lidiando con la misma pregunta.
Y ahora qué hacemos con esta tristeza, compañero gallina.