La muerte de Mario es un golpe terrible para este diario. Terrible. Pero también lo es para el mejor periodismo y para la etapa dificilísima de Argentina. Todas obviedades que nadie debe guardarse desde el lugar que fuere.
Lectores. Compañeros de trabajo. Consumidores de una muy buena información que siempre quedó a salvo de retractaciones. Apreciadores de una fina prosa, en la que sutilezas y entrelíneas brillan también para siempre. Colegas, militantes, intelectuales, dirigencia política, de todas las ideologías y posicionamientos que quieran buscarse, estiman a Mario en forma virtualmente unánime.
En este ambiente, al menos respecto de figuras con renombre, es bastante jodido encontrar gente querida, respetada y admirada. No sé cuánta bola le daba Mario a lo casi inusual de alcanzar esas tres condiciones. Nos considerábamos amigos pero de eso nunca hablamos, tal vez porque no hacía falta. Lo único importante era, es, que simplemente hacía lo necesario para que juntar esos sentimientos saliera espontáneo.
Aun en los momentos más complicados de nuestra vida política, esquivó con enorme lucidez las trampas ideologistas y de compromisos forzados. Conocía al peronismo bien de adentro y, a la par de ratificar su pertenencia a ese espacio, jamás se vio impedido para señalarle sus deméritos. Otra rara avis en esta profesión, plagada de chantas que nunca se cansan de jugar al periodismo independiente.
Su formación como profesional de la vieja guardia era gráfica, desde ya. Pero sería muy injusto no reparar en que sus intervenciones en radio y tevé fueron también una delicia.
En la tele, cada vez que lo convocaron como invitado, tenía una capacidad de síntesis fenomenal.
Y en la radio, a la que amaba, supo construir una química entrañable. Sus aperturas editoriales en Nacional, diariamente hasta la semana pasada, eran un ejemplo supremo de cómo expresarse en la sintaxis oral con la misma excelencia que en la escrita. Todo estudiante de periodismo, y todo amante de la belleza narrativa, tendría que aprender y gozar con esa propiedad exquisita de saber hablar como se escribe y escribir como debe hablarse. Uno toma los editoriales radiofónicos de Wainfeld, que estaban “improvisados”, sin papel a la vista, y tiene la certeza absoluta de que puede desgrabarlos sin correcciones de estilo. Se transcriben así, como vienen. No hay muletillas, ni cacofonía, ni reiteraciones terminológicas, ni frases largas que no terminan de redondear el concepto, ni ausencia de impacto en el comienzo, ni sensación de vacío en el cierre. Chapeau, Mario. Te merecés muy largamente que te lo diga un hombre de radio: también estás entre los mejores columnistas que haya tenido el medio, a la altura o, te juro, por encima de los más renombrados.
Voy a personalizar una melancolía que ya me asalta, en segura o presumida representación de la gente que vale la pena, la significativa, la que comparte el gusto por la honestidad y el destaque expositivo.
Ya mismo estoy extrañando que este domingo, en Página, no habrá su nota quirúrgica sobre el debate vicepresidencial, ni sus perlas acerca de coyunturas y estructuras de internas y externas, ni su “esta historia continuará”, ni aguardar la madrugada para ver qué dice de las elecciones en Mendoza.
Nos llevará tiempo -creo que mucho tiempo- acostumbrarnos a esta ausencia.
Pero tengamos la plena convicción de que esta clase de gente sobrevive en forma concreta.
Wainfeld es una vara a la que convendrá recurrir, cada vez que en este oficio se requiera un ejemplo por la positiva intachable.