A Mario lo conocí poco. Como muchos, crecí leyéndolo los domingos. Mi familia recibía el diario y ahí estaba, con el politólogo sueco que hacía su tesis sobre la Argentina y charlaba sobre peronismo con su novia, la colorada progre. Me reía y aprendía. Sobre política, sobre el país y, también, a escribir. 

Entré en la facultad y empecé a imitarlo: le robaba las ironías y le copiaba adjetivaciones y las trasncribía en trabajos que después firmaba. Uno de mis profesores me felicitó cuando terminó la cursada y me recomendó que me dedicara al periodismo político. Él no tenía idea de que el título de la última nota que le había entregado era un choreo obsceno de una de esas frases que Mario utilizaba y, con el tiempo, convertiría en canon. “El oráculo opositor” era. 

Pasaron los años y un día Mario me escribió porque quería charlar. Acababa de entrar a Página|12 y estaba aterrorizada. Me estudié todos los portales de noticias antes de llamarlo, por si acaso. Sólo quería chusmear un rato sobre un acto de Cristina Fernández de Kirchner que había cubierto: qué caras habían puesto los dirigentes, qué decían los militantes que la habían ido a ver, cómo era el predio, qué comentarios hacían en el público. Él, a cambio, hacía chistes, reflexionaba en voz alta y contaba anécdotas. Tenía muchas anécdotas. Solo quería charlar un rato. 

Le gustaba conversar, escuchar y discutir. Era muy divertido y agudo y sarcástico y curioso y, sobre todas las cosas, generoso. Muy generoso, especialmente con los que estábamos arrancando y no sabíamos nada. Cada vez que escribía una nota y Mario me escribía porque le había gustado le avisaba a mi familia. “La tenemos que leer entonces”, decían.