"Yo sé que no es como venir desde Quilmes, pero quería saber si te gustaría trabajar en el diario, en la redacción", dijo y se le escuchó una pequeña risa que con el tiempo se volvería característica y cotidiana. El que hablaba del otro lado de la línea era Mario Wainfeld a quien solo conocía por teléfono y a través del mail. De inmediato le respondí con un si, eso sí, contenido aunque por dentro lo gritaba de alegría y los casi 1.200 kilómetros que separan a Tucumán de la Capital Federal se disolvían de un plumazo. De aquella charla transcurrieron 25 años. Hoy, Mario se murió y siento que no sólo perdí a un compañero, a un gran jefe y a un amigo, sino también un poco a un padre y por eso, ante esta gran injusticia que es la muerte, lo lloro mientras escribo.
En aquel 1998 ya venía colaborando con el diario desde Tucumán. Escribía sobre las andanzas del genocida Antonio Bussi que, fruto de las grandes contradicciones de la democracia, se había convertido en gobernador por el voto popular. Mario que estaba reordenando la sección política de Página/12 me convocó y cambió mi vida, la de mi entonces compañera y la de los dos hijos que tuvimos.
Era una sección joven, donde varios éramos recién llegados al diario aunque de barrios más cercanos que el mío. Tal vez por eso, cuando fue mi primer cumpleaños en Buenos Aires, Mario se apareció con una torta y una velita. Todo fue muy simpático, lo que no sabía era que sin querer había inaugurado una costumbre que tuvo que repetir con todos los integrantes de la sección.
Fue un gran jefe. Aclaro que su autoridad no pasaba por la rigidez, la seriedad y mucho menos la distancia. Todo lo contrario. Uno se divertía con Mario. Las charlas estuvieron siempre atravesadas de sonrisas y carcajadas, pero cuando había algo para reprochar o corregir lo hacía con una inusual mezcla de firmeza y ternura.
Sus textos transmitían esa cualidad. Sencillos como para que los entiendan todos y no solo los protagonistas de la política argentina. Usuario de algunos recursos inolvidables como aquel politólogo sueco que inventó y con el que se permitía explicar ciertas extrañezas políticas de estas tierras argentas.
A propósito de ese personaje, una tarde en la vieja redacción de la calle Belgrano, recibió un llamado. Mario hablaba y los que estábamos ahí cerca suyo vimos que estaba un tanto contrariado intentando explicar a su interlocutor algo que le resultaba notoriamente difícil. Cuando la conversación terminó, colgó el teléfono, se acomodó el pelo y contó que un importante dirigente político le pedía que le organice una reunión con el famoso politólogo sueco y que no sabía cómo hacer para explicarle que era imposible sin hacerlo sentir incómodo. Por obvias razones no vamos a develar la identidad del cándido dirigente.
La última vez que nos vimos estaba junto al amor de su vida, Cecilia. Fue en un cumpleaños. Charlamos de la vida, de hijos y de amores. Al final, nos dimos un largo abrazo, intercambiamos un comentario jocoso y un chau completamente seguros, como ocurre siempre, de que nos íbamos a volver a ver. Y acá estamos, comenzando a extrañarte, querido Mario.