Tenía una frase de cabecera, que repetía con esa sonrisa que lo iluminaba siempre: “Nunca pude dejar de hacer un chiste. Por hacer un buen chiste hasta perdí amigos”. Después venía la carcajada que sacaba como a golpecitos, con los ojos que le brillaban detrás de los anteojos de chicato. Y no es que se autocelebraba. Al contrario. Se reía de él. Como corresponde con la buena gente, un gastador 24/7 como Mario tenía que gastarse primero a sí mismo.

¿Habrá sido cierto que alguna vez perdió un amigo por un chiste? La frase sonaba, más bien, a una cuestión de principios: si no hay joda no hay vida. Porque es difícil imaginar a un tipo con tantos amigos como Mario Wainfeld. A un tipo tan querido y querible. A un tipo tan buen tipo. Y no porque se haya muerto de un infarto: a los malos bichos no los mejora la muerte. Encontrárselo por la calle era un abrazo. Hablar por teléfono, otro. Sus cumpleaños eran gloriosos, siempre con Cecilia, su compañera, con los hijos e hijas, y con millones de personas a las que él, antes de que el Beto Sola agarrara el bombo, les repartía letras para cantar no importaba qué: ella ya me olvidó, una zamba, la marcha peronista, rosa rosa tan maravillosa o lo que fuera.

Las redacciones, sobre todo las redacciones muy pobladas que hoy parecen de arqueología, tienen su banda de sonido. Durante muchos años la Sección Política del diario, con Mario de jefe y Sergio Moreno de subjefe, sonaba con los gritos de uno imitando a Mercedes Sosa y del otro contestándole con la voz de Eduardo Menem. Y todo para decir que ya estaba lista la página 5, o que había que meterle con la 3 porque el cierre apretaba. Qué personajes los dos juntos. Sergio siempre empilchado, como recién salido de un sastre londinense, y Mario con la camisa afuera, despeinado, como recién venido de la cancha de Ríver. El Ying y el Yang. “Yo te voy a vestir”, le dijo Sergio cuando Mario ya tenía fecha de civil con Cecilia. Y Mario aceptó, dócil, la autoridad de Sergio. Así fue como vimos a un Wainfeld de perfecto traje gris y camisa celeste. A esta altura no tengo que decirles que mostrándose y riéndose de sí mismo, con esa estampa única en su vida, y desplegando uno de sus discursos que te hacían reír y llorar.

Maravilloso conductor de grupos humanos, Mario siempre sabía crear buen clima. Y, como en los cumpleaños, no necesitaba proponérselo. O por generoso o porque a él mismo le gustaba pasarla bien, y seguramente por las dos cosas a la vez, le salía como algo natural. No es que le diera todo lo mismo, porque era autoexigente y riguroso y, entonces, tenía autoridad para exigirle rigor a cualquiera. Era responsable y sabía que no puede aparecer todos los días un producto tan complicado como un diario, encima fabricado por seres humanos, si no le ponés alma. El buen humor era como el lubricante de los cierres duros.

Lo colectivo, en Mario, se encarnaba en algo que él mismo decía seguido: “A mí lo masivo me puede”. Lo masivo podía ser la cancha, un acto de cierre de campaña, un 24 de marzo. Ahí se transfiguraba. No por la bobería de que si hay mucha gente automáticamente todo es perfecto, sino por la conclusión histórica de que sin gente la historia no existe. Hasta en la descripción de su familia Mario se maravillaba por ese rasgo. En la dedicatoria de su segundo libro, “Estallidos argentinos”, vuelve a figurar como en el primer libro, “Kirchner. El tipo que supo”, la familia ensamblada. La define como “lo mejor de la existencia”. Cuenta que se sigue expandiendo. Y también dice: “Un encuentro familiar con quórum completo se transformó en un hecho de masas”.

Por las masas, en especial trabajadoras, el paisano con cara de paisano, casi tanto como la de un tal Martín Granovsky a quien llamaba “mi rabí”, en un momento de su vida pasó de ser abogado a ser abogado laboralista. Y no hacía falta que aclarase que abogado de laburantes, palabra que escribía seguido, y no de empresarios. Uno ya se daba cuenta.

Militó y fue una de las cabezas de “Unidos”, la revista-libro que tenía su impronta. Cuando el peronismo no discutía, en “Unidos” había discusión. Es posible que haya sido el mismo Mario el primer peronista conocido que reivindicó el Juicio a las Juntas, en 1985. Era parte del debate que encaraba la renovación contra los dinosaurios que habían apoyado la autoamnistía militar. Mario había colaborado con Deolindo Felipe Bittel, Alberto Iribarne y el grupo de peronistas que en 1979 fue denunciante ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, uno de los momentos de fisura del gobierno militar: después de la visita de la CIDH a Buenos Aires, a la dictadura ya no le sería gratis mentir fuera del país, y tampoco le sería fácil tejer alianzas para cubrir la masacre.

Mario era columnista del diario desde el comienzo de esta hermosa ensalada que siempre fue Página/12. Una ensalada diversa galvanizada en torno de los derechos humanos y los derechos sociales, y con la obligación diaria de bajar a tierra. Por eso siempre hubo discusiones y joda (esas inolvidables historias de redacción, con carcajadas, alguna que otra pelotera y el retruque constante) pero esa característica de producto industrial que tiene un diario sintetizaba las diferencias, las convertía en matices y generaba notas, páginas, columnas y tapas.

Eran interesantes las columnas de ese tal Wainfeld con buena formación y ganas de transmitir con sencillez. Ese abogado estudioso que había leído mucha Ciencia Política y Sociología y encima conocía a Borges de memoria, tenía calle y saboreaba buenas novelas.

Hasta que un día de mediados de los ’90 llegó y dijo:

--Quiero ser periodista.

--Ya sos periodista. En Página periodista es el que es periodista, Mario. Por suerte no hay colegiación y ninguno de nosotros cree en eso.

--No me entendés. Quiero vivir del periodismo.

--¿Y la abogacía?

--Largo la abogacía. Quiero ser periodista. Vivir del periodismo.

--A la mierda, ya tenés más de 40.

--Tal cual. Nací en 1948. Además tengo tres hijos que todavía son chicos.

--Y éste, Mario, no es el laburo mejor pago del mundo. Si tuvieras 18 o 20 sería más fácil. A esa edad por entrar a una redacción uno acepta cualquier cosa. Pero vos tenés edad de jefe. O de columnista con años de oficio.

--Vos fíjate.

Y bueno, había que fijarse. Entonces surgió una idea. ¿Y si primero quedaba como jefe de la edición dominical, con sueldo de jefe y entrenamiento intensivo a cargo de su rabí? Por esas locuras que tiene este diario, la propuesta delirante fue aceptada.

--Vos te encargás --dijo Ernesto Tiffenberg, el director.

Dicho y hecho. Al barro. Al entrenamiento en secuencia real. Y al tiempo, no mucho, el nuevo jefe fogueado en plazo récord se hizo cargo de la sección Política. Lo que todavía le faltaba de oficio lo tenía de vida y de ganas de trabajar. Lo bueno de Mario es que iba aprendiendo a ser jefe de una sección a partir de la propia dinámica. Tenía con qué. Además de la formación, era curioso y esponja. Preguntaba. Peloteaba las notas con la redacción. Sabía complementarse y completarse con el resto. Dirigía sin miedo ni demagogia. Y tenía la enorme ventaja de que no debía reprimirse las ganas de intrigar ni de psicopatear. Sencillamente no le salían de adentro porque no tenía ninguna de esas malditas características que pueden arruinar en pocos días un buen grupo de trabajo. No era buenudo. Podía plantarse y discutir fiero. Pero no convertía una diferencia en un principio moral cuando no lo era. Tampoco usaba con deslealtad los 20 años de diferencia de edad que le llevaba al promedio de la redacción. Al revés: a Wainfeld le encantaba escuchar qué traía cada generación encima, y en ese juego fue aprendiendo a sacar lo mejor de cada casa.

Era un gran conversador. No un charleta. Un conversador. Amable, ingenioso, cálido, modesto sin achicarse. Apasionado de la política y de sus mecanismos, de sus límites y de la forma en que un político toma sus decisiones, quizás por eso a muchos dirigentes políticos les interesaba que Mario conociese no solo la información sino la lógica de las acciones. Sus columnas domingueras, politólogo sueco incluido, estaban teñidas de esa percepción del otro oficio, el de político, que él mismo había ejercido. Despreciaba por eso a los periodistas políticos que detestan la política.

--¿Vos conocés algún periodista de espectáculos que sienta asco por los músicos o los artistas? --preguntaba--. No. ¿Y periodistas de deportes que digan que el deporte es una mierda? Tampoco. Entonces, ¿por qué tantos periodistas políticos odian la política y repiten esas idioteces de que son todos chorros en lugar de averiguar cómo se hace política y qué gracia tiene?

Intercambiaba mucho. Antes de escribir sus columnas largaba hipótesis, preguntaba, arriesgaba interpretaciones. Hablaba con la dosis de distancia sin la cual un análisis es imposible. Pero no era cínico. Es decir: podía parecerlo al momento de analizar algo y transmitirlo en confianza, como cualquier periodista, y tal vez como cualquier cirujano, pero jamás su distancia era ética. Todo no le daba lo mismo. Por eso llegó a convertirse en un experto en temas que estudió a fondo y que hace unos años casi nadie abordaba. Podía discutir con cualquiera, Néstor Kirchner incluido, los detalles del ingreso universal. Seguía de modo permanente los indicadores de ocupación y sabía en serio qué era un empleo de calidad. Mario no confundía consignas con datos ni deseos con realidades.

El primer libro que escribió, “Kirchner, el tipo que supo”, de 2016, que según él mismo contaba empezó a garabatear el 27 de octubre de 2010, cuando Néstor se murió y Mario comprobó que la Plaza y el Palacio estaban unidos por la despedida popular, tiene mucho del cocinero que se mete en la gran cocina del poder y la política. De ese modo pudo descubrir fenómenos, y describirlos con agudeza. Por ejemplo, que Kirchner consiguió un consenso pragmático que “fue proporcional a los intereses satisfechos de una mayoría silenciosa”.

A veces es difícil saber, para un periodista de tantos años, cuál es el momento que más lo representó. Ese día en que se funden la vida entera, la política, los valores y el oficio. En el caso de Mario no hay dudas: fue el 26 de junio de 2002, cuando mataron a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.

Mario tenía el narcicismo suficiente como para ser periodista. Si uno no cree que puede contar algo, y hacerlo claro y bien, ¿para qué lo sería? Pero no solo jamás se iba de mambo. Su reflejo era siempre colectivo. Y ese día el diario fue un relojito. El punto de partida era claro: seguro que Maxi y Darío no habían muerto por una interna piquetera, como intoxicaron muy rápido algunas radios. Y negar la infamia no era un asunto ideológico. Surgía de la comprobación histórica. Solamente se requería la buena leche de no obturar la sabiduría acumulada, dejar que fluyera, y a partir de ahí desplegar la investigación.

Ese día el relojito del diario funcionó en las calles de Avellaneda, en la redacción y en la cabeza de cada quien. Entonces fue cuando el olfato, ese olfato que venía de la historia de las luchas populares, se fusionó con la investigación y el razonamiento. Ese mismo 26 de junio (no después: ese mismo 26 de junio) el diario supo y publicó que los dos asesinatos habían sido el resultado de una cacería.

Mario contó muchas veces qué orgulloso se sintió ese día. Es que nadie nace periodista, y todos los periodistas no transitan de la misma manera el oficio ni se sienten útiles cada vez que escriben una nota. Cualquier nota. Pasa muy cada tanto. En “Estallidos argentinos” le dedicó un capítulo al asesinato de los dos pibes. Le puso de título “Esa costumbre de matar”. Había dos cronistas en la calle. Una era Vicky Ginzberg, que vio cómo se movía una de las patotas. La otra, Laura Vales, que cubría el movimiento de desocupados. “Llegó, conmovida y salva”, escribe Mario sobre Laura en el libro. “La esperábamos en la redacción, la rodeamos, le preguntamos. Su frase inicial, nadie se daba cuenta, sería histórica. ‘Fue una cacería’. Al rato redactó la nota del día siguiente.”

(Y ahora, por favor, déjennos solos por un momento con él a Eduardo Aliverti, a Luis Bruschtein, a Washington Uranga y a mí. Los cinco habíamos formado un grupo de esos que empiezan comiendo y hablando y siguen comiendo y hablando, como cuadra a la gente seria. Seguimos firmes. Vamos a brindar por vos. Te admiramos y te queremos, amiguito.)