¿Es bueno que los periodistas tengan muletillas? Mario Wainfeld tenía una. Solía colocar en el último párrafo de sus notas una afirmación imposible de controvertir: “Todas estas historias continuarán”, a veces complementada por un sencillo “mañana la seguimos”.
Así terminaba la que firmó este domingo, donde ese “mañana” hacía referencia a su análisis de las elecciones que decidirían la suerte del Chaco. No estuvo (se internó ese día), brilló por su ausencia y desde este jueves habrá que acostumbrarse a extrañarlo. No será fácil.
Las historias que siempre continuaban en la cabeza de Mario no eran otra cosa que el transcurrir de la política. Se plasmaban en análisis sugerentes, crónicas rigurosas o anécdotas iluminadoras, pero siempre mantenían ese flujo que es el devenir de la condición humana en su más manejable, y menos solemne, escala nacional o barrial.
Fue ese flujo el que depositó a Mario en las playas del periodismo, después de transitar las de la abogacía y la militancia, y el que nunca lo abandonó.
Porque Mario era, es y seguirá siendo (ya que podremos volver a discutir con sus libros y artículos que trascienden ampliamente la coyuntura que describen) lo que el periodismo argentino denomina “un animal político”.
(Paréntesis necesario: Este es un chiste íntimo. Puedo ver ahora la sonrisa aparentemente comprensiva ante el lugar común, aunque sus ojos muestran un acerado brillo irónico que anticipa un comentario a la vez desopilante y devastador. Mario sabía, como sabía todo y alguna vez se divirtió comentándolo, que la frase viene de Aristóteles, “El hombre es un animal político”, y que en su filosofía significa exactamente lo contrario de lo que quieren expresar los periodistas que la utilizan: que el hombre solo puede vivir en sociedad, o sea que todas las personas, y no solo Mario y otros como él, son “animales políticos”.)
Muchos creen que ser director de diario conlleva privilegios, aunque algunos de ellos vivan la mayoría de esos privilegios como castigos. Pero hay uno que en mi caso fue particularmente satisfactorio: ser durante décadas el primer lector de las notas de Mario. Por la profundidad, por la elegancia, por la fantástica sensación de verme reflejado o la más desafiante de abrir discusiones que siempre terminaban enriqueciéndome más allá de lo escrito.
En los últimos años, desde que dejé ese lugar, las charlas urgentes obligadas por el cierre dieron paso a los contactos reposados, a la recurrente necesidad de encontrar en el diálogo las claves menos visibles de una realidad siempre huidiza. De conocer su particular percepción de esas historias que mañana continuarán, claro, aunque increíblemente él ya no esté para contarlas.
Cuando murió Néstor Kirchner y su despedida se transformó en un doliente río humano, solo comparable con los que habían provocado Perón y Evita, Mario comentó cuánto le hubiese gustado a Kirchner poder verlo y compartimos la pena porque eso era imposible.
A pesar de que Mario dividía a la humanidad entre la gente que cree que el mundo está en deuda con ellos y los que piensan que la vida les dio más de lo que esperaban, y él se ubicaba sin dudar entre los agradecidos, no puedo evitar pensar cuánto le hubiese gustado ver cómo su despedida se transforma en un incontenible río de amor y reconocimiento. Tampoco puedo evitar el dolor de sentir que esta vez no podré compartir con él la pena porque eso es imposible.