Alguien me contó que un día se cruzó a Mario Wainfeld en una movilización, lo vio en un esquina y se detuvo con algo de pudor --ya que no se conocían-- a saludarlo. Lo leía en el diario, lo escuchaba en la radio, era de alguna manera parte de su vida. Se le pasó por la cabeza proponerle juntarse a comer o algo por el estilo, porque lo sentía casi como natural, pero se frenó. Estoy segura que Mario hubiera aceptado. Porque no solo parecía curioso, amiguero y charlador, lo era. Cuando entré a trabajar en la sección El País de este diario, tuve una sensación similar. Me daban ganas de conversar con él todo el día, me contagiaba su risa, pero le tenía tanta admiración que me inhibía. Además era mi "jefe". Los primeros tiempos de laburar con él fueron difíciles, no voy a mentir. Algún día me confesó que no le gustaba nada ser editor y yo, que era una novata veinteañera, me veía en banda, me costaba encontrar mi lugar. Mi único destino parecía ser escribir sobre la Corte Suprema, una pesadilla --admito-- hasta que llegó Néstor Kirchner.
Traté de buscarle la vuelta, le propuse ocuparme de los temas del Congreso y me choqué con lo peor. Me dijo que no, que no me veía para eso. Mostró insatisfacción con mi trabajo y predilección explícita por otras compañeras. Lloré a mares, aunque no tanto como lloro hoy. En ese momento saqué fuerzas e inventiva no sé de donde y traté de romper mi propio molde y desafié lo que creía que se esperaba de mí. Era 2002 ya y empecé a meterme en las asambleas barriales, en las fábricas recuperadas, entre los cartoneros y cartoneras, en las ollas populares, busqué en cada expresión resiliencia que traía ese momento tan terrible de nuestra historia. Aquí abro un paréntesis para agradecer el empujón adicional que me dio Martín Granovsky. Escribí muchas crónicas, conocí gente maravillosa y empecé a disfrutar de este oficio, que se convertía también en un canal de militancia --y no le temo a esta palabra-- por un país más justo. Aunque suene a frase hecha, era y es eso. Mario, al fin, me alojó con ganas en ese experimento. Nuestro vínculo empezó a cambiar.
Varios años después, no ubico exactamente cuál pero gobernaba Cristina Fernández de Kirchner, me llamó para decirme que tenía una propuesta para hacerme. Tomamos un café cerca de su casa, en la avenida Scalabrini Ortiz cerca de Santa Fe en un bar que a él le gustaba, Lucio, y me sorprendió:
--Como me equivoqué con vos colorada, te pido perdón--, me dijo. No sé si alguien alguna vez tuvo semejante gesto de grandeza conmigo. No voy a olvidar nunca ese momento, que siguió con una propuesta para sumarme a su programa de radio, Gente de a Pie, en Radio Nacional. Por su puesto que me tiré de cabeza, estaba orgullosa y feliz. Con un susto enorme a la vez cuando me dijo que quería que me ocupara de hacer las entrevistas, precisamente... a la gente de pie. ¿Entrevistar yo?, le dije. Si vos, dale colo, vas a ver. Marito, como le dicen quienes lo aman, me ayudó a dar vuelta mi propia historia, a tenerme confianza y arriesgar. Justo un amigazo me preguntó hace un rato si me quedé con ganas de decirle algo. Y sí, todo eso, y más. Imagino que de algún modo le llegará.
La radio fue un lugar liberador desde entonces. No solo contamos mil historias, reflexionamos e informamos. También viajamos y cantamos a lo loco. Por supuesto que intercambiamos rabietas. Desde que supe que lo esperaba la maldita parca, no puedo sacarme de la cabeza la canción del programa que grabamos con Beto Solas, un tema tan alegre como Mario. Ahora lo imagino abrazándose con Sandro allá en alguna parte, y coreando apasionado con él.
Mario tenía una forma espontánea, dinámica y hasta graciosa de escribir. También guardaba esa cuota de militancia que me contagió, siempre comprometido, con los vulnerables, los excluidos, con la ampliación de derechos. Siempre del lado de los buenos, como solíamos bromear con complicidad. Leerlo era como compartir con él un café con yapa. Esa charla con que soñaba en mis primeros tiempos en Página, y que se convirtió en tantísimo más. Me honró de muchas maneras: presentó mi primer libro, Los Supremos, y después me invitó a presentar uno de los suyos Estallidos Argentinos. Mario, Marito, Wainfeld, Mario Bernardo, dejó grandes marcas en mí, no sólo en la profesión: le debo varios de los amigos y amigas que hoy tengo y me despertó afecto por su hermosa familia. Me hablaba de sus hijos/as, nietos/as y de Ceci, su gran compañera, con quien cada tanto nos cruzábamos, siempre tan cariñosa.
Voy a extrañar nuestras charlas sobre los supremos y la política. Nuestros llamaditos para intercambiar impresiones. Nos habíamos visto hacía dos semanas en Desiguales, el programa de la TV Pública donde me habían invitado. Me senté al lado de él. Estaba con su camisa y sus mocasines de rigor. Lo veía a gusto, siempre tan brillante. Fue un gran maestro, abrazador, sencillo, generoso, afectuoso, le estoy tan agradecida. Decidí contar esta historia, mi historia con él, porque es la mejor manera que encuentro de recordarlo. Me despido con un dolor indescriptible, pero con la certeza de haber sido y ser una privilegiada por haber trabajado con él. Voy a cantarle una canción.