Un día de julio de 1969, Arturo Jauretche se sentó ante la enorme televisión de tubo, blanco y negro, gabinete de madera, y vió a Armstrong pisar la luna. Estaba entre amigos, había jóvenes y pibes exitados por ver que llegábamos por interpósita persona a otro planeta, y que de yapa lo estaban viendo en vivo y vía satélite desde la luna. Don Arturo entendía la trascendencia de lo que estaba pasando, pero en el fondo le importaba un pito.

A mi abuelo Mike le pasó lo mismo.

Jauretche era de 1901, Mike de un par de años antes, y los dos eran del campo, uno de Lincoln y el otro de Suipacha, con la diferencia de que el escritor era del pueblo y el abuelo de una chacra allá afuera. Don Arturo tal vez se sintió motivado a explicarse y en 1972 publicó Pantalones cortos, una pila de recuerdos que no quiso ser una memoria y es una cápsula del tiempo. Y que arranca también con una llegada.

Esta vez, de la galera de Vedia, amarilla y grandota, de cuatro caballos de tiro y otros cuatro "ayudantes", que entraba rauda por la calle 18 de Lincoln y paraba justito en la esquina del Hotel Argentino, "de una planta y del largo de la cuadra". El corneta iba sonando para apartar a los transeúntes, el mayoral le gritaba a los caballos, los chicos salían a ver venir la nube de tierra y corrían al carromato casi entre las patas de los pingos. Cuando la galera paraba, se abría la puerta con una explosión de polvo y bajaban los pasajeros, uniformados en un color marrón pampa, de tanta tierra que tenían encima.

Jauretche se daba cuenta que esto era medio increíble para los pibes y en el libro les tira un pie, el de recordar la diligencia de las películas del oeste. Esta venía de la estación de la línea a Cuyo, en Vedia, y la conectaba con la todavía nuevita estación de la línea al sur, en Lincoln. Los mayores ni miraban, porque se acordaba que apenas una década antes las galeras iban y venían de Chivilcoy, por Gálvez y Junín hasta el Fuerte Gainza en el Meridiano V, frontera con el territorio de la Pampa, o bajaban de Bragado con parada en Los Toldos de Coliqueo. La que vió Don Arturo era de las últimas que rolaban.

Igual era un mundo de caballos, donde algunos viejos seguían yendo a la estación fascinados de ver llegar al tren. La gente viajaba en breques, sulkies, americanas, charrets y pasteros de dos ruedas con barandas. Había carretones de cuatro ruedas que traían ladrillos y fardos, victorias medio arruinadas en la plaza del pueblo y victorias impecables, "con yuntas de raza y de un solo pelo" que venían de las estancias. Era un mundo donde todo el mundo, hasta el más gringo, sabía todo de caballos y de pelajes, conocía de aperos y de memoria identificaba a los animales por la marca.

Algo que recordaba toda esa generación era el primer auto. Cuenta Jauretche que el suyo fue en General Pinto, en lo de la tía Ceferina, la de muchos hijos, cuando uno de sus primos llegó a matacaballo gritando "¡Mama! ¡Mama! ¡El tren se ha salido de la vía y se viene para acá!" Y se vino nomás, un inmenso Mercedes rojo lleno de faroles, barras y bocinas de bronce brillante, que era de los Barruti Viñas, estancieros de la zona. Más grande, el escritor comprobó que su recuerdo de 1910 era acertado: en 1918 vio pasar al Mercedes llevando dieciséis votantes en un día de comicio. Era enorme, nomás, como si fuera un tren desbocado.

De hecho, lo primero que dijo en su vida en pequeño Jauretche, todavía en pañales, tuvo que ver con un globo. Llegaron a Lincoln los Sirimbani, un matrimonio que se ganaba la vida asombrando con su Montgolfier de aire caliente, y montaron su globo donde hoy está el banco Nación y entonces había un velódromo. Los aeronautas armaban su globo, calentaban el motor alimentado a "misto", como le decían al combustible, y se alzaban colgados de un trapecio, con una bandera de una marca de cigarrillos. "Aliba, dijo Silibami" fue la frase del pequeño Arturito, que quedó en el folklore familiar.

Siribami decía exactamente eso, "¡arriba!", tiraba la piola, el motor rugía y el globo se elevaba. La multitud alzaba un alarido, "piu, piú, ju, ju, ju, ju, de los camperos, con esa voz 'finita' que lo mismo permite dar los buenos días a una legua que agitar los rodeos y ponerlos en marcha." El globo sobrevolaba el pueblito llevado por el viento, y lo seguía campo afuera la multitud, a caballo o en carro.

Los Siribami "finaron" en el verano de 1905, cuando despegaron de Recoleta, en Capital, y el viento les estrelló el globo en el río. Desde la plaza Intendente Alvear los vieron ahogarse. Cuenta Jauretche que los globistas dieron pie "a un versito que zahería el afán gringo por ganar plata:

Un gringo por ganar plata

se subió en un globo al cielo

y cuando se le acabó el misto,

¡a la mierda, el gringo al suelo!"

Y por supuesto, está el asombro del primer avión. Fue con la visita en 1913 de Bartolomeo Cattaneo, un piloto italiano que se dedicó a asombrar a los bonaerenses con un Blériot de ala baja y que tiene calle en El Palomar. El italiano pasó por encima del pueblo, a 600 metros de altura, y después aterrizó en un camino de tierra. La impresión más grande, cuenta Jauretche, se la quedó su vecino Marcelino Arribalzaga, que vivía a dos cuadras y tenía hermanos más chicos que jugaban con Arturito. Arribalzaga, años después, se compró un Blériot roto y un Farman estrellado, y entre los dos se armó su avión, que llevaba un asiento de chapa sacado de un arado viejo. 

"Pronto tuvo un compinche de la misma laya, un mozo Servetti, de América, mucho más al oeste de Lincoln. Ese Servetti debió ser el campeón argentino de caída de aviones, cosa que conjeturo porque yo, que no era aficionado al vuelo, lo he visto caerse tres veces. Imagínense las que se habrá caído sin que yo lo viera, pues si sólo se cayó esas tres veces tendría que pensarme como su Jettatore personal". Al vecino Arribalzaga se lo encontró en 1958 aterrizando en Bahía: el coterráneo era el encargado de Aerolíneas Argentinas en el Nordeste brasileño.

Y volviendo al alunizaje, escribe Jauretche que "es como si la capacidad de asombro ante el progreso técnico estuviera superada, pues confieso que, asombro por asombro, fue más grande el de aquel día de Lincoln en que vi a los Sirimbani sentados en el trapecio alejarse al poniente pampeano que ya se coloreaba de rojos, oros y violetas". 

A don Arturo, que era pueblero, no se le ocurre mencionar otro asombro que fue el primero de mi abuelo chacarero: el de llegar al pueblo un 9 de Julio para ver la luz eléctrica. Uno se imagina ese carro de irlandeses chuzos mascullando su asombro ante las farolas brillantes y le sale una frase absurda: ¡chupate esa, computadora!