Corrían los primeros años del milenio nuevo y Lucía Adúriz por entonces estaba cursando cuarto año del secundario en uno de los colegios privados más tradicionales de la ciudad de Buenos Aires. Decidió anotarse en el único taller de teatro que ofrecía la institución: el que coordinaba su papá. No tenía demasiados problemas en someterse a las directivas del padre –que ya había sido su profesor de lengua y literatura–, y él tampoco tenía pruritos en ofrecerle a su hija los roles protagónicos que se había ganado a fuerza de talento: en la primera muestra de fin de año le tocó ser la Mamá Cora de Esperando la carroza; al año siguiente, el Mefistófeles que pacta con Fausto en la obra de Goethe.
Del clásico argentino al mito alemán, ese eclecticismo accidental que marcó sus inicios podría pensarse casi como un augurio, como un acontecimiento que le marcaría el pulso al recorrido artístico que Lucía fue trazando después, en estas casi dos décadas de actuación que pasaron desde entonces. Empezó a trabajar cuando todavía estaba cursando en la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD), de la que egresó con el título de actriz, y desde entonces no paró de meterse en proyectos que la llevaron a probar colores de actuación siempre nuevos: en teatro fue convocada por directores tan disímiles como Mariela Asensio, Maruja Bustamante, Cecilia Meijide, José María Muscari, Bernardo Cappa, Andrea Garrote y Nacho Bartolone. Y con todos ellos –también con otros– fue modelando esa fuerza arrolladora que la caracteriza y que parecería no dejar género sin domar. Hay actores que, con el tiempo, se convierten en adiestradores precisos de determinados personajes o registros. Lucía no tiene ninguno favorito, o quizá sí pero no se le nota: quiere (y parece saber cómo) amaestrar todos.
Por estos días, se la puede ver en las últimas funciones del año que ofrecerá este año Pampa escarlata, la ópera prima del talentosísimo director y dramaturgo Julián Cnochaert, donde las sucesivas escenas de la obra la llevan a pasear de una interpretación más victoriana al gore. Ella dice que Mildred, el personaje que le exige pasar por ese gran abanico de estados, fue consagratorio y lo dice “en el sentido de consagrar deseo”: no siempre un papel es una invitación a pensar qué cosas puede el teatro, qué estados de actuación es capaz de generar. También forma parte del elenco de Paquito, la cabeza contra el suelo, un fascinante musical argentino basado en la biografía de Paco Jamandreu, el diseñador que vistió a Evita, a Zully Moreno, a Fanny Navarro y a Azucena Maizani. Y dentro de poco vuelve al ruedo con Nación innecesaria, un espectáculo con aires de varieté y de café concert comisionado por el CCK a Gustavo Tarrío. A partir de la propuesta del director, que invitó a su elenco a deshilvanar algunas nociones en torno a la identidad nacional, los performers parecen hacer en escena aquello que más ganas tenían de hacer: se deciden a reescribir el himno, repasan la historia y algunas noticias, a veces se vuelven terriblemente autorreferenciales y comparten momentos fundantes de su identidad. En la escena con la que roba ovaciones, Lucía vuelve a sus años de aprendiz de actuación y se burla de la frustración que sentía cuando sus profesores le pedían que tratase de buscar dentro suyo para “sentirse mesa” o para “sentirse trineo” y ella descubría que, muy a su pesar, no sentía nada de nada. Lo cuenta echando mano a las palabras y a la canción.
Porque Lucía, además, canta. Canta con una potencia que no es fácil de adivinar en ese cuerpo chiquito, hasta que se la escucha por primera vez y su impronta escénica se vuelve aún más gigante. A diferencia de la actuación, su don musical no pasó por ninguna escuela o técnica antes de ir al encuentro con el público. De hecho, el descubrimiento de que podía cantar se dio en un escenario y la llevó inmediatamente a otros: en la obra de la que participó hacia el final de su cursada en la EMAD (una Antígona medio campestre), le pidieron que cantara un tango, y a los músicos que la acompañaban les gustó tanto lo que le salió que la invitaron a seguir haciendo shows con ellos. Así empezó su recorrido por distintas bandas (tres) y por diferentes tanguerías de la ciudad.
Un día, de vacaciones en Mar del Plata, conoció a un grupo de amigos que en la playa estaban coreando canciones de fogón con la guitarra. Se sumó a cantar con ellos. “Me contaron que en Buenos Aires tenían una banda de covers de cumbia y que se les estaba yendo el cantante. Me preguntaron si me interesaba reemplazarlo. Yo les dije que sí, pensé que cuando volvieran a sus casas se iban a olvidar”. Pero la llamaron. Y entonces, la hija de los profesores de secundario cuya educación sentimental se había forjado en los espectáculos de Hugo Midón y en las propuestas para niños del Colón, comenzó a ser la frontwoman de Los Carniceros del Amor para ponerle voz a las canciones de Gilda, de Antonio Ríos, de Los Palmeras y otros clásicos de la cumbia melódica de los noventa y los primeros dos mil. “Se empezó a armar una bola tremenda: nos invitaban a cantar en unidades básicas, fiestas, corsos. En un momento llegamos a tener tres fechas por fin de semana”, recuerda Lucía. Hasta que la actuación volvió a pedir un poco más de pista.
Aunque los circuitos del teatro y de la música parecieron durante muchos años ir por caminos separados o excluirse en su agenda, Lucía nota cómo cada vez más tienden a fundirse: no solo porque la convocan con cada vez mayor frecuencia a proyectos escénicos que incluyen o están hechos pura y exclusivamente de canciones, sino porque en los shows musicales se ponen en juego ciertos recursos de la actuación. “Cantar tangos tiene mucho de contar historias. Y el ritual de la cumbia exige que seas una suerte de maestra de ceremonias, que organices y lleves adelante la fiesta. La primera máscara con la que voy al encuentro con el público es una que me construí gracias a la actuación. En los shows de Los Carniceros tiro pasos de murga aunque nunca fui murguera, meto cosas medio soñadas que se me van ocurriendo. Es la actuación la que me da esa fantasy, y lo considero un regalo”.