Las librerías de viejo suelen deparar sorpresas. Hace muchos años di con un libro que en su tapa rezaba: Señales en el rumbo - Resurgimiento de la mística incaica. Fue un título que concitó mi inmediata atención: había en él el hálito emancipador del aprismo peruano dotado de una vertiente místico-religiosa que prometía. Mi sorpresa fue mayor cuando descubrí, hojeándolo, que su autor era un paisano de mis pagos, Carlos Molina Massey, estanciero de la zona de Bahía Blanca, y que en sus páginas finales había una conferencia brindada en los salones de FORJA en los años cuarenta en la que conmina –invita- a los pueblos a consumar la alborada nueva en que se verán destituidas las “castas sacerdotales”. Estaba, sin duda, ante una de esas perlas que ameritan una lectura atenta.

Los avatares de la vida hicieron que urgido por otros trabajos lo dejara de lado sin leerlo y fuera a parar a un rincón olvidado de mi biblioteca de donde lo rescaté hace poco, más de veinte años después. Mayúsculas habrían de ser las revelaciones que me depararía el texto, en el que a la postre se proclama al Incario como la reserva mística del Tercer Reich.

Emprendedor infatuado, Molina Massey narra sus peripecias en los albores de siglo: estableció con una goleta la navegación del río Chubut, no sin tropiezos; entre 1920 y 1922, en Tucumán, se desempeñó como Director del Departamento Provincial de Trabajo y Profesor de Literatura del Colegio Nacional, donde había enseñado Paul Groussac. Allí dictó el curso libre de “Cosmogenia” en la Universidad, del que saldría un libro homónimo; ya vuelto a la provincia de Buenos Aires (había nacido en Tapalqué en una familia acomodada) emprendió en Médanos y Algarrobo, donde sucederán sus iluminaciones místicas, la cría de ganado. Entretanto, en Bahía, había iniciado su militancia política en el radicalismo yrigoyenista. Pero una serie de sucesos infaustos comenzaron a alimentar su paranoia. Como dice Ricardo Piglia: a los paranoicos, a veces, también los persiguen.

En el ‘20, se le quema la estancia y un barco en Santa Cruz. Según su capataz, “fueron los rojos” –recordemos que es un evento contemporáneo de los sucesos de la Patagonia trágica-, que para Molina Massey, nada original, son parte de una conspiración de la “casta sacerdotal judeocristiana”. Es la época en que campean sin culpa los discursos más o menos antisemitas, con una pisca de esoterismo de la cual Molina buscó crear una versión criolla, autóctona. Poco a poco iba cociendo su puchero ideológico, bastante venenoso, en el que recogía vetas variadas de muy diferentes experiencias históricas para formular su programa. Es a partir de ese momento que comienza a postular el resurgimiento de Indoamérica, término que se jacta de hacer circular en el continente, aunque oculta la notoria paternidad del concepto debida a Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana, APRA.

Para Molina se trata de una utopía personal a la que caracterizará como centrada por un Estado autoritario de base popular con fundamento en una suerte de mística panteísta de la tierra. Que, en vano, había intentado asentar en discutibles e improvisadas bases científicas. Léase: teoría de los átomos algo mechada con un toque de relatividad leídas a las apuradas en las revistas de divulgación, que terminan en una idea de armonía universal -o sea, Dios-, de la cual él mismo, por una conjunción feliz del universo, sería el vocero, el profeta.

En el ‘25 había visto la luz su novela La Fundación Estanera, que esgrimía una svástica en la tapa. La había intentado publicar Bianchi, el director de la revista Nosotros, cuya editorial fue devorada por las llamas: en su relato autobiográfico la vida de Molina aparece siempre atravesada por sucesos ígneos infaustos que preceden a una revelación. Y que, naturalmente, hacen sospechar mucha mala suerte o una tendencia a la piromanía recurrente. Pero en el relato de Señales en el rumbo hay un corte que anuda la trama. En Algarrobo recibe la que sería su epifanía central: un bólido de fuego que había caído una noche antes de su arribo, era, dice, un “rayo de pensamiento cósmico”. Según él eran los mismos bólidos que habían caído en el 33 en Alemania, bajo cuyo influjo se habían producido los primeros casamientos arios, de los que renacería un neopaganismo redentor.

En medio del libro, por demás ameno, que va desplegando una suave paranoia escrita con estilo de crónica plagada de criollismos, Molina aúna ciencia con mística: todos los sucesos inexplicables –animales fantasmas, objetos que vuelan, casualidades que podrían haber sido desastres de las que tuvo intuiciones proféticas- tienen su raíz en el átomo, que es la materia eterna e inteligente, y garantiza la supervivencia del hombre elegido, el único ser indicado para darle sentido al cosmos. Esto se le revela en una visión fruto de una experiencia extática, una suspensión temporaria de la realidad ordinaria que lo atraviesa en medio del campo, donde ve las que refiere como “imágenes atávicas”, similares a las estampas de la Biblia de su infancia (presuntamente se refería a las ilustraciones de Gustave Doré), en las que un grupo de ángeles vuelan en torno al sol, luego a la tierra y al final a la luna, dando origen al mundo.

Tras quince días de este estado de éxtasis alucinógeno al que cualquier profano caracterizaría como un brote psicótico o un estado alterado de conciencia similar al que propinaran las experiencias psicodélicas unas décadas más tarde, imagina –le es revelada – la cosmogénesis, es decir, una teoría con visos de ciencia fantástica, cuya prédica derivará en plataforma de acción revolucionaria que bien podría haber integrado el libro Delirios políticos de Sergio Kiernan. Según estas visiones hay que remontarse al mito de la Atlántida: los primitivos pobladores de América serían arios que luchan en una batalla cósmica contra las castas sacerdotales judeocristianas desde el fondo de los tiempos. Los incas, que resistieron la llegada de los europeos dirigidos por esas castas, serían sus descendientes; dado a la interpretación de sus libros de piedra, Molina Massey prohijará el mito de la restauración del Incario.

Entretanto, prosigue su peripecia mundana: a mediados de los treinta tratará en vano de comprar un diario y una radio para difundir su mensaje revolucionario y hasta se entrevista con Yrigoyen que, naturalmente, no le da calce; Alvear, tampoco. Podemos imaginar sus sonrisas sardónicas al escuchar las concepciones del revolucionario iluminado –básicamente, un loco- urgidos por motivos más prosaicos.

Nuestro místico nativo se suma entonces al forjismo: es llegada la hora de influir, dice, en los coroneles jóvenes. Recordemos la fecha de edición del libro: abril de 1943. Momento clave, sin duda, de la historia política argentina, que pone todo su texto bajo el signo de la anunciación: en los entresijos del golpe del 43 el peronismo aparece prefigurado en sus peores caracteres bajo el ensueño de la revolución de derechas, no sin la curiosa nota de un cierto tinte indigenista, pero que alienta una utopía de carácter autoritario y estructura jerárquica en aras de la construcción de una sociedad raigalmente americana. Todo amparado en la crítica de la casta, concepto heredado de una rápida historiografía de manual, que abroquela con su facilidad todo el sistema político homologándolo con el sistema de castas de la India, cuya abolición los ingleses se ufanaban de haber producido al haber llevado la modernidad manu militari.

A Molina Massey no le fue muy bien. Aunque había fundado una “escuela de pensamiento” con un puñado de presuntos seguidores incomprobables, su mensaje altivo de pretensión científica cayó en saco roto. Inaudible, no mereció ni siquiera una refutación. Por lo que durante la siguiente década se dedicó a encuadernar sus más que considerables relatos gauchescos. Entre ellos, publicó La montonera de Ahuancruz, El prófugo, Campu ajuera, América gaucha, A punta de lanza, y De los tiempos de antes, entre otros. A comienzos del peronismo había fundado la revista "Viracocha" (Órgano de la Federación Indoamericana), y emitía el Boletín de la Escuela de Filosofía Indoamericana; incluso llegó a presidir el Instituto Americano de Cultura Gaucha y la Escuela de Filosofía Indoamericana, todos inventos personales frustrados. Desapercibido por el torbellino de la historia, su mensaje permaneció como lo que es: una mera curiosidad tramada con algo de delirio místico desaforado, crítica del sistema democrático bajo el concepto de casta, racismo antisemita y un inopinado indigenismo verbal sin mayor tino, esgrimido en nombre de la preservación de la argentinidad acechada por poderes demoníacos, a los que él conduciría, en su suprema sabiduría arcana, a la conjuración.

Hacia noviembre de 1958 Molina Massey vivía en Adrogué, en la calle Ceretti 1046. Actualmente una calle de Longchamps, donde tenía una quinta de fin de semana, lleva su nombre.

Traigo a colación este curioso ejemplo de despropósito delirante descartado por la historia de las ideas –y por la historia- en una época en la que no era posible que se tomara en serio a un loco con conceptos destituyentes, como el de casta, con ideas mesiánicas que parecen concebidas para la mofa o la parodia, cuyo sujeto revolucionario era un fantasma histórico, el Incario, para tratar de preguntarnos qué ha pasado en la cultura política argentina que, décadas más tarde, da calce a dislates similares que la ponen al borde del abismo. En este marco, la pregunta que se impone es si resulta posible una política utópica que recoja el anhelo de fraternidad universal sin que ello implique derivas infaustas, y cierre el paso a la catástrofe apocalíptica anunciada. Rodolfo Kusch llamó Itinerario del Dios en el vacío a esa senda. Pero eso ya es parte de un trabajo positivo de construcción de un mito liberador.