A la memoria lectora de Mario Wainfeld

En una conferencia dictada en abril de 2010 en Madrid, el escritor Reyes Mate recordó que mientras los fundadores de la Escuela de Frankfurt reflexionaban en un oasis sobre el marxismo, la sociedad alemana fue asaltada por el nacionalsocialismo. Salvando las distancias, puede que a los organismos de derechos humanos argentinos nos haya pasado algo análogo: mientras esperábamos el aniversario de los cuarenta años de democracia para celebrarla, conscientes de sus múltiples deudas pero asentados también en sus conquistas en el campo de la memoria, la verdad y la justicia; se nos coló por debajo de la puerta un viento huracanado que algunos definen como fin de régimen político, cambio catastrófico, declive o derrumbe de una era.

¿Cómo hacerle un lugar a las memorias colectivas en medio de un escenario que busca acorralar las experiencias sociales, y de una sensación generalizada de ininteligibilidad de lo que sucede frente a nosotros? Una mínima recapitulación se hace necesaria para poner de relieve la ruptura que asoma. Debemos apuntar primero a la propia dictadura, que construyó un relato justificatorio de la violencia de Estado en base a la existencia de un solo demonio, el subversivo, y puso en el centro de gravedad de la política a la guerra, a la que no se privó de definir como una lucha por la libertad, que contaba con la aprobación de la ciudadanía.

A este primer relato, se opuso la denominada teoría de los dos demonios, que incluyó como novedad la condena al terrorismo de Estado pero al precio de equipararla con la violencia de las organizaciones armadas, y mantuvo a la sociedad como un actor neutral frente al conflicto. La Conadep y el Juicio a las Juntas diluyeron este enfoque bipolar y contribuyeron a construir una memoria social que acentuó la condena primordial del terror de Estado.

Alfonsín entendió que la transición precisaba un piso indispensable de castigo y un techo que no pusiera en juego la continuidad democrática. Menem partió de la ecuación inversa: sólo la renuncia al castigo permitiría garantizar la estabilidad que sus reformas económicas precisaban. A pesar de haber conseguido ese objetivo, su intento de legitimación social de los indultos fracasó.

Durante los 2000, y como producto de una larga lucha de resistencia del movimiento de derechos humanos, se produjo la reapertura del proceso de justicia por crímenes de lesa humanidad, que se consolidó con el primer gobierno kirchnerista. Néstor Kirchner se presentó a sí mismo como la ruptura con la impunidad que la corporación política tradicional había sostenido en las dos décadas previas. El kirchnerismo no amarró sus políticas de memoria, verdad y justicia al legado de la transición sino que las asumió como una continuidad con las luchas políticas de la generación de los setenta, y las asoció a su voluntad de confrontar con el designio económico neoliberal de la dictadura y el menemismo.

Además, en la medida que el régimen de memoria inaugurado en la transición se basó en el rechazo indistinto a las violencias de derecha y de izquierda; el kirchnerismo no pudo sino construir una relación crítica con ese legado, porque no compartía el encuadre de la teoría de los dos demonios como cláusula interpretativa del pasado reciente. Lo que se planteó desde el 2004 como una disputa por la filiación política y simbólica de los derechos humanos, entre su republicanismo de origen, ligado a la impronta de la transición, y su inscripción “populista” como se la denominaba, ligada al kirchnerismo, es la expresión de estas diferencias.

Sobre esa fisura transitaron los debates de memoria en los últimos veinte años, y esto explica que haya sido casi imposible construir una línea de acumulación, que hoy se revela tan necesaria, entre las conquistas en materia de verdad y justicia de los primeros años de la transición y las que vinieron después; así como establecer de manera más nítida el umbral mínimo de acuerdo que esa línea de acumulación permite trazar y que es transversal a diferentes partidos y dirigencias, incluyendo la experiencia de Cambiemos: el de la condena al terrorismo de Estado y el rechazo a la violencia como recurso de la acción política en democracia. El régimen de memoria predominante de estos cuarenta años podría ser resumido en estos lexemas, surgidos de la lucha social.

Claro que otras voces se expresaron en su contra, pero las considerábamos marginales. En coincidencia con la reapertura de los juicios, desde 2006, una serie de organizaciones vinculadas a actores militares, reversionando el legado de Famus (Familiares y Amigos de los Muertos por la Subversión), plantearon la petición de una política de memoria, verdad, justicia y reparación completa que permitiera compensar los efectos de lo que denunciaban como un proceso de justicia unilateral y revanchista contra los responsables del terrorismo de Estado. Resulta muy difícil ignorar la contaminación cruzada entre esos reclamos y los de reivindicación de la última dictadura porque sus impulsores, de hecho, no lo hacen.

Otros actores, pertenecientes al campo liberal-democrático, hicieron oír su voz disidente en esa misma coyuntura, haciendo hincapié en la partidización de la agenda de derechos humanos por parte del kirchnerismo y su consecuente debilitamiento. El macrismo cavó también en esa grieta, mientras retomó de manera proactiva la agenda de la reconciliación, bajo la versión del diálogo entre los actores enfrentados. Pero mantuvo su posición de condena al terrorismo de Estado, aun cuando habilitó los primeros debates orientados a relativizarlo por la vía de cuestionar su magnitud, sistematicidad y número de víctimas.

Hoy estamos en otro escenario. Uno que pone en jaque esa mínima memoria común condenatoria del terror de Estado sedimentada en los últimos cuarenta años. Villaruel es vector de la restauración de un discurso reivindicatorio de la última dictadura. Y Milei expresa algo más, la voluntad de disolución de la comunidad política refundada en 1983 (o incluso antes, en 1916). La aritmética consumada de ambos deseos puede ser mortífera.

La afirmación del Estado de Derecho como nuevo régimen de organización de la vida política y social no sólo suponía la sumisión estatal a la legalidad sino además la posibilidad del ejercicio de derechos por parte de la ciudadanía, lucha mediante, claro. Milei ha venido a decirnos que nada de eso seguirá siendo válido: ahora la subversión anida en el Estado, definido por él como una organización político-criminal, por lo que será necesario trabajar en su aniquilación (exceptuando su núcleo represivo). Además, en la medida que garantizar derechos supone un precio, se acabó lo que se daba, poco o mucho, y se acabó también reclamar. Vamos todos a experimentar la ley de la selva, con la casta menor incluida.

La violencia conservadora que vemos insinuarse, así como la ya desplegada -cuyo punto de consumación fue el atentado contra la actual vicepresidenta- dan el sentido de orientación a esta ruptura, que convendría no romantizar. Es una responsabilidad ética comprender cómo llegamos hasta acá pero también es imperioso señalar los peligros, para no estar en los próximos años o décadas lamentándonos como sociedad (nuevamente) por no haber podido evitar el advenimiento de lo terrorífico.

 

(*) Licenciada en Filosofía por la UBA. Directora de Memoria Abierta. Integrante de la Comisión Directiva del CELS.