Ese asunto de las revoluciones. Allá por los años ‘70, en la Argentina se ocultaban los posters del tipo que imaginaba la gran revolución latinoamericana, y que había caído en octubre del ‘67 en La Higuera. Explorando el mundo cercano, uno se enteraba que las revoluciones eran eso anotado en la palanquita circular del Winco: 16, 33 (que en realidad era 33 y un tercio), 45, 78. Ya nadie usaba discos de 78. Quizá el abuelo guardaba algo en el desván, pero el abuelo en realidad escuchaba a Julio Sosa y a Alfredo Zitarrosa en discos ya “modernos”, los LP de vinilo –pero nadie les decía “vinilo”– que giraban a 33 1/3. En una era con pocas distracciones del mundo virtual, quién no intentó una vez contar si eran efectivamente 33 giros en un minuto. Y medir el bendito tercio. Quién no se preguntó alguna vez por qué los simples, si eran más chicos, giraban a un número mayor. Qué animaba a ese surco inmóvil que producía magia cuando empezaba a rodar, del borde hacia adentro.
Quién no experimentó con la velocidad de las revoluciones. Bajar a 16 y poner gangoso a Charles Aznavour con “Venecia sin ti”, o agregarle aún más lisergia a Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band o Revolver. O convertir al Varón del Tango o a Sandro en gallinas cacareantes a 45 rpm.
Eramos chicos. Nos entreteníamos con cualquier cosa.
En el Viejo Hermann de Armenia y Santa Fe, que en estos días –delicias del “cambio”– cierra sus puertas tras 77 años de historia, Gustavo Cerati me habló en una larga entrevista de su fascinación por el Winco, de las tardes poniendo a 16 rpm el compilado Los preferidos a la luna para sacar las líneas de guitarra de “Sobre un vidrio mojado” de Kano y los Bulldogs, escuchando a la Conexión Número Cinco de Carlos Bisso y su enigmático guante. De las horas ralentizando las revoluciones, justo él que revolucionó tantas cosas, para sacar solos de blues y adaptarlos a la banda de rock reventado que tenía por Floresta mucho antes de Soda Stereo. Richard Coleman, viejo socio de correrías de Cerati, me contó anécdotas similares en el pequeño estudio de su casa, destripando discos de Bowie a bandeja lenta para entender qué hacían ese marciano y su amigote Brian Eno. Años después encontró dentro del sobre de un disco la letra que le había traducido a una chica para seducirla, una canción llamada “Heroes”. Un amor juvenil, y el amor por la música, le dieron al rock argentino una versión soberbia de un clásico inglés.
Cuando llegó la adolescencia nos convertimos en expertos en el tema. Revolucionarios sin fusil, armados con una púa. Los más afortunados habían cambiado el Winco por una bandeja con estroboscopio, la línea de puntos y la lucecita que clavaban con precisión el 33 1/3. Porque ese era el número mágico: los simples de 45 se escuchaban, claro, pero nuestra adolescencia fue la era de los álbumes, de interrumpir la ceremonia apenas para dar vuelta el disco, de canciones que se encadenaban para contarnos una historia –aunque no fuera un disco “conceptual”–, una historia que además cambiaba según nuestro estado de ánimo.
Adiestramos los ojos para fijar el dibujo de un surco, las zonas más oscuras, el corte sonoro. Minivalles y micromontañas calados en negro reluciente, negro magnético, negro hipnótico. Acostumbramos el cuello al deforme cabeceo siguiendo una etiqueta; la etiqueta, ese arte perdido. El desquicio de zambullirse en la espiral del sello Vertigo, Black Sabbath con efecto de drogas psicodélicas antes de conocer las drogas psicodélicas. El kamikaze de Luis Alberto solo en el centro, girando y girando hacia su destrucción. El angelito de Swan Song sobrevolando mientras Page y Plant nos llevaban de paseo al paraíso del hard rock. Enterarse de que, por un reclamo de la compañía de Led Zeppelin, en 1974 Brian de Palma tuvo que borrar del celuloide de Phantom of the Paradise todas las apariciones de Swan Records y convertirlo en Death Records. Contar entusiasmados ese dato y que la mayoría de los integrantes de nuestro círculo social nos mirara como a insectos raros. Ellos escuchaban a Village People.
Cuando aparecieron los astros del hip hop, cuando Kurtis Blow le puso relato a la pista de baile, las cosas que hacían los magos del scratching nos hacían debatir entre el dolor de ver torturar a un amigo y el asombro por lo que sonaba. Grandmaster Flash y Kool Herc usaron las revoluciones para una revolución contranatura, velocidades contracturadas y contramarchas, la púa yendo y viniendo, desarmando y reconstruyendo. “La revolución no será televisada”, recitó Gil Scott–Heron, poeta del movimiento afro. Y acá abajo, tan lejos y tan blanquitos, se entendía todo. La revolución no estaba en la cajita con solo cinco canales, estaba esperando en el bunker de nuestros cuartos puntuados de leds verdes y rojos.
El compact disc llegó en 1983 girando a una velocidad de entre 200 y 500 revoluciones por minuto. Un frenético. Un cocainómano de la reproducción musical. Un heraldo de la aceleración que viviría el mundo en los treinta años siguientes. Otro contranatura, con el láser yendo del centro hacia afuera. Un primo prepotente que dictaminó la muerte del disco de vinilo, efectivamente imperó en el mundo (en 2007 llegaron a venderse 200 mil millones de unidades, de música y para almacenamiento de datos) y hoy languidece esperando el tiro de gracia. Lo vino a reemplazar algo que ni siquiera tiene entidad física, que ya ni se descarga a un dispositivo, que consiguió resolver una crisis que, piratería mediante, se creía terminal hace solo quince años. El streaming no gira, su eficacia se mide en ancho de banda. La industria volvió a ingresar miles de millones de dólares, los músicos siguen cobrando migajas.
Entre risitas, con la parsimonia de sus 33 giros (¡y un tercio!) por minuto, el disco de vinilo volvió a asomarse. No es un monstruo comercial ni mucho menos. Aun con la venta de formatos físicos en baja (un 17% menos en lo que va del año) podría ocupar un mayor porcentaje de la torta, si no fuera porque la industria decidió premiar el renovado interés del público en el añejo formato sometiéndolo a un precio excesivo. Cuestión de debates, que pueden ser tan fértiles o tan vacíos como los que se dan entre usuarios del vinilo, parcelados en veteranos del rito, curiosos, amantes, snobs, estetas y talibanes. Hay de todo.
Pero de fondo, y de frente, está la música. Girando a la velocidad que sea. Haciendo sus pequeñas, hipnóticas, magnéticas revoluciones.