La reciente crisis del Cáucaso, que alcanzó más de 200 muertes en pocos días, habría puesto fin al experimento político de Nagorno Karabaj, un derivado de la ex región autónoma (“oblast”) creada en 1921 por el gobierno de Lenin, como un enclave de mayoritaria población armenia y cristiana dentro del espacio islámico chiita de Azerbaiyán.
En medio de una creciente agitación y con el respaldo de Armenia, Nagorno Karabaj se autonomizó en 1991. Se convirtió así en uno de los principales símbolos de la desaparición de la Unión Soviética y de la fragmentación a la que, en medio de diversas disputas políticas, étnicas y religiosas, se vieron arrastrados varios de los países que orbitaban en torno a Moscú.
Con sus propias reivindicaciones históricas, políticas y culturales, la autoproclamación de la “República de Artsaj” derivaría en una serie de enfrentamientos bélicos entre los gobiernos armenio y azerí, generándose una creciente desestabilización en el escenario del Cáucaso, abundante en yacimientos de petróleo y de gas.
La última crisis, en 2020, no sólo tuvo más de cinco mil bajas en poco más de un mes. Frente a un conflicto que amenazaba con expandirse, Rusia pacificó momentáneamente la región: apostó dos mil soldados en el corredor terrestre entre Armenia y Nagorno Karabaj, a la vez que asumió una postura neutral al no respaldar militarmente al gobierno armenio, pese a su común pertenencia al tratado defensivo conocido como Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC).
Frente a la presencia cada vez mayor de Rusia en la región y la fragmentación del territorio de Azerbaiyán, el gobierno de ese país encabezado por Ilham Aliyev, apostó al pragmatismo estrechando sus relaciones con EE.UU. y la Unión Europea, sin descuidar sus históricos lazos con Moscú. Si con las potencias occidentales Aliyev ha privilegiado una relación comercial, con Rusia profundizó su vinculación en defensa y seguridad.
La principal herramienta del gobierno azerí en su acercamiento con Occidente fue la provisión de recursos energéticos provenientes del Mar Caspio. Dos ejes centrales de infraestructura como el oleoducto Bakú-Tbilisi-Ceyhan y el Corredor de Gas del Sur, atraviesan Azerbaiyán para beneficio de las potencias europeas que intentan reducir la dependencia energética de Rusia.
En julio de 2022, ya en pleno conflicto entre Rusia y Ucrania, Bakú firmó un nuevo memorando de entendimiento con la Unión Europea para aumentar las exportaciones de gas, que pasarían de 12 mil millones de metros cúbicos por año a 20 mil millones en 2027.
Más allá del aporte en petróleo y gas, el territorio azerí mantiene otra ventaja para sus socios europeos. Su territorio puede ser considerado como una puerta de entrada a los países de Asia Central y a la Ruta de Transporte Internacional Transcaspio. El Corredor Medio, que conecta a Europa con China a través del Cáucaso Meridional evita atravesar Rusia y Bielorrusia, y también elude cualquier vía comercial que cruce el territorio de Irán.
El principal objetivo de Bakú es consolidar un territorio seguro para la provisión de recursos energéticos y comerciales y que, por eso mismo, debe ser preservado desde Occidente. De ahí que pese a las recurrentes críticas frente al accionar bélico incentivado desde Azerbaiyán, la OTAN niega la autonomía de Nagorno Karabaj. Se trata de una estrategia que no sólo busca estabilizar la región y el envío regular de petróleo y gas sino que, al mismo tiempo, impugna la presencia rusa como garante de la paz, reduciendo su esfera de influencia en el Cáucaso.
El desenvolvimiento del conflicto entre Rusia y las naciones de la OTAN en la geografía ucraniana desde febrero de 2022 brindó un nuevo impulso a la beligerancia entre Armenia y Azerbaiyán, y derrumbó el armisticio precario construido bajo control ruso, pero con una incumbencia cada vez mayor por parte de las potencias occidentales.
En su política pro occidental, Azerbaiyán es uno de los pocos estados postsoviéticos que ha brindado apoyo económico y político a Ucrania. Hasta el momento envió casi 30 millones de dólares en ayuda humanitaria, incluido combustible gratuito para ambulancias y vehículos de emergencia, junto con transformadores y generadores de energía eléctrica.
Armenia, en cambio, decidió mantenerse al margen del conflicto, si bien según EE.UU. y la Unión Europea, ha sido identificado como uno de los países que brindan su apoyo a Rusia para importar productos prohibidos a raíz del bloqueo y de las sanciones occidentales. La presión occidental terminó por forzar a Armenia a realizar una donación, a principios de este mes, de mil teléfonos inteligentes, computadoras portátiles y tabletas a escuelas ucranianas.
Los últimos combates en el Cáucaso están demostrando que el asedio occidental sobre Rusia no se ciñe únicamente a Ucrania: apuntan a la desestabilización simultánea en varios frentes.
La rendición de la administración de Nagorno Karabaj es una derrota para Armenia y podría ser leída como una pérdida para Rusia. Sin embargo, el acuerdo final entre ambas naciones en conflicto bajo mediación de Moscú implica también la recuperación plena de un espacio de influencia que en parte, y en los últimos años, había sido compartido con EE.UU. y la Unión Europea.
Para Rusia, así como para los países influenciados por la compleja coyuntura del Cáucaso, resulta redituable la reconstrucción de un territorio donde, pese a las enormes diferencias, preponderen el diálogo y la búsqueda de soluciones pactadas entre todos los actores. No es poco, en comparación con el conflicto en Ucrania, donde Zelenski apuesta a su propia supervivencia en una alianza con los países de la OTAN que le ha generado pocos beneficios.
Cuando se debate el éxito o el fracaso de la ofensiva ucraniana, Rusia no sólo debe hacer frente a EE.UU. y las principales potencias occidentales: al mismo tiempo debe realizar esfuerzos de todo tipo para evitar que una escalada de la conflictividad termine afectando sus relaciones con otros estados post soviéticos.
No es ingenuo suponer que la presión ejercida desde la OTAN y de los principales centros de poder fáctico a nivel global, podría motorizar que el escenario de crisis se expandiese a otros países, fragmentados por realidades complejas, como por ejemplo Georgia, a partir de la separación de sus territorios de Abjasia y Osetia del Sur. Y también es el caso de Moldavia con la escisión de Transnistria.
Además del prologando conflicto bélico en Ucrania y de las sanciones económicas, las invitaciones a Azerbaiyán, Georgia y Moldavia para formar parte de la Unión Europea y de la OTAN, suenan más bien a “cantos de sirena” dirigidos a ampliar el libre mercado y a profundizar el asedio a Rusia.