Los movimientos sociales entrando por una avenida, los sindicatos por otra. Las diferencias entre dichos manifestantes son enormes, perceptibles a simple vista: mucho más “anchas” que las dos cuadras que las separaban mientras encaraban hacia la Plaza de Mayo para protagonizar un acto en común.
La descripción es aplicable a la marcha de la CGT del martes pasado tanto como a una movilización iniciática del kirchnerismo: el 25 de mayo de 2006, inolvidable y, quién sabe, ya olvidada.
Convergieron gremios, organizaciones sociales y también organismos de Derechos Humanos, gobernadores peronistas.
El único orador fue el entonces presidente Néstor Kirchner quien congregaba apoyos tan misceláneos. Estaba armando la Concertación plural, una coalición bipartidista que comprendía a gobernadores e intendentes radicales. Pintaba como un sustento formidable: la coalición con mayor poder territorial de toda la historia democrática argentina. Duró poquito, bastó para ganar una elección pero no para consolidar un nuevo sistema político.
En ese momento, en PáginaI12, este escriba apodó “alquimista” a Kirchner, por su inédita aptitud para combinar tantos elementos. Se preguntó por cuánto tiempo se daría maña para contar con el aval de un conjunto tan heterogéneo. La respuesta se prolongó con peripecias y sobresaltos de todo calibre hasta 2015… o, por ahí, solo hasta 2013. Néstor y la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner pudieron durante muchos años, merced a políticas inclusivas y de ascenso social entreveradas con armados electorales exitosos.
Ahora, el kirchnerismo es, a buena distancia de Cambiemos, la segunda minoría nacional sin presencia sustantiva en muchas provincias.
Tal vez merezca la pena repasar una faceta de ese tránsito, para arribar al presente y al corto plazo, las únicas dimensiones temporales en las que afincan las gentes de a pie.
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El devenir de la clase: Una de las primeras “herencias” de la dictadura fue acrecentar la heterogeneidad de la clase trabajadora. El sociólogo Juan Villareal fue pionero al detectarlo y describirlo. Los profanos podían vislumbrarlo observando a “las bases” de las columnas que vitoreaban al piromaníaco Herminio Iglesias mientras marchaban al acto de cierre de campaña del Partido Justicialista (PJ) en 1983.
Las fracasadas políticas económicas del alfonsinismo y la deliberada del menemismo acentuaron lo que el sociólogo y sacerdote jesuita Rodrigo Zarazaga designa como “grieta social” de la base peronista, “dos mundos aparte”, como subraya en excelente nota publicada en el diario La Nación.
Kirchner llegó a la Casa Rosada con cifras record de desocupados absolutos y de empleados “en negro”. Los empleados con relación de dependencia y los jubilados la pasaban “menos peor”, cobrando mensualidades misérrimas.
La crisis de 2001 afectó a los partidos y al sistema político pero su núcleo era la destrucción del tejido social, del aparato productivo, en gran dosis del mismísimo Estado.
El ex gobernador Carlos Reutemann pudo haber llegado a la presidencia, se autoexcluyó de la carrera. El ex ministro de Economía Ricardo López Murphy “jugó” y no anduvo tan lejos de ganar. Le alcanzaba con quedar segundo detrás del ex presidente Carlos Menem. La suma de votos para ambos superó el 40 por ciento del padrón, por encima de lo que consiguieron Kirchner más Adolfo Rodríguez Saá. La derecha estuvo a un tris de llegar a gobernar: sostenía apoyos después de la devastación de fin de un siglo y comienzo del otro.
Las medidas de los primeros tiempos del kirchnerismo produjeron un ascenso social conjunto. Jamás fue uniforme ni plenamente equitativo, máxime considerando los disímiles puntos de partida. Pero durante un período vasto la elevación le mejoró la vida a millones de argentinos. Se conjugaba con movilidad social ascendente en muchos casos. Los desocupados que consiguieron laburo, trabajadores “en negro” que se conchabaron en relación de dependencia. Mayor capacidad adquisitiva, acceso a bienes materiales o derechos antes inaccesibles. Los hijos llegaron a la universidad por primera vez en la historia familiar.
Las paritarias acompasaron aumentos anuales del salario, mejoras a valores reales, imposibles de cuantificar con rigor desde que se intervino el INDEC pero sencillos de detectar por los ciudadanos-consumidores.
La ampliación del piso de protección social completaba el círculo: se insinuó con Néstor, pegó un salto cualitativo en el primer mandato de Cristina Fernández de Kirchner. Jubilaciones cuasi universales, merced a la moratoria generosa y la inclusión de amas de casa y empleadas de casas particulares entre otros.
Cuando el proceso de creación de empleo comenzó a frenarse, la Asignación Universal por Hijo (AUH) estableció cobertura para los sectores más necesitados. De nuevo, es difícil discutir los guarismos con pluma fina pero hay consenso en que el impacto sobre la indigencia fue rotundo y perdurable.
El ciclo virtuoso tuvo que hacer un alto en 2008 y 2009 por dos toros mañeros (la crisis financiera internacional y la rebelión del “campo”) pero se recuperó luego.
El año 2011 resultó el último con paritarias muy por encima de la inflación. En paralelo, la AUH cobrada puntualmente y administrada con sabiduría por las jefas de hogar impactó en la economía de los hogares más humildes. “El modelo” proveía distinto pero cobijaba a casi todos y casi todas.
Cristina obtuvo la reelección merced a la yunta entre la aprobación masiva y la patética dispersión de sus opositores. El Frente para la Victoria (FpV) fue funcional a gobernadores e intendentes que se dieron el gusto de conseguir abundantes revalidaciones o reelecciones sin “volverse” kirchneristas.
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Don piquete y doña cacerola: La mayoría absoluta era tan racional-instrumental cuan contingente. Mucho se ha hablado, aún en notas recientes de esta columna, sobre cómo se diluyó ese capital político desde 2011 hasta 2015. Ahorraremos detalles acá.
El kirchnerismo optó por separarse de (o hasta confrontar con) compañeros de ruta o aliados, en particular sindicales. Procuró ganar cohesión a costa de achicar el número.
El “modelo” se empantanó o amesetó. El Gobierno defendió con tesón los puestos de trabajo existentes, un compromiso que se extraña ahora e (intuimos) generará mayor nostalgia en años venideros.
Se atrancó la movilidad social, pari passu con el surgimiento de nuevas demandas y nuevos recelos de estamentos sociales que progresaron desde 2003.
La cristalización de las posiciones sociales reavivó el distanciamiento entre personas o sectores que a menudo conviven en un barrio o en una cuadra. Un ensayo o fábula que nadie ha escrito por ahora es sintetizar este siglo en clave de la relación entre piquetes y cacerolas. En el lapso más reciente se divorciaron o, vayuno a saber, están separados de hecho sin voluntad de unirse.
Las representaciones de la clase trabajadora se subdividieron. Dos CGT, dos CTA, son demasiadas, en particular si las escisiones obedecen a causas ajenas a la diversidad del conjunto. Si se añade la CTEP suman cinco agrupamientos, tres de los cuales se vinculan mucho más (cuando no exclusivamente) con el Estado que con empresarios capitalistas.
El variopinto mapa de la estructura social detona reclamos impensables durante décadas del movimiento obrero organizado.
El mínimo no imponible del impuesto a las ganancias es un ejemplo y a la vez una metáfora. Ponemos acá entre paréntesis el debate, en el que tenemos posición tomada, para centrarnos en observar el gap que separa a los laburantes que tienen patrón y relación de dependencia respecto de un largo tercio de sus compañeros de clase cuya inserción en “el mundo del trabajo” es estructuralmente diversa.
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Entre Estocolmo y la Plaza: Los cuerpos no mienten, las dos avenidas corporizan una nueva estratificación social. La simplifican también porque el universo de los trabajadores se ramifica en un laberinto de relaciones: monotributistas, estatales con un repertorio incontable de contratos, “tercerizados”, pequeñas cooperativas que se la bancan u otras que camuflan malamente la explotación… sin agotar la lista.
La pérdida de votos de “la nueva clase media” (hummm) suscita con frecuencia reacciones de despecho. Se enrostra ingratitud, falta de percepción de los propios intereses. Hasta puede suceder que los reproches contengan una cuota de razón pero son nocivos para hacer política y conceptualmente esquemáticos.
Ahondan las distancias entre quienes podrían ser aliados y lo fueron a lo largo de un buen trecho. Por otro lado, el kirchnerismo no tiene motivos para quejarse de falta de apoyo popular tras gobernar doce años con dos revalidaciones de su legitimidad de origen.
De ahí a echar mano al síndrome de Estocolmo hay un paso. Equipara ciudadanos que piensan distinto (“el otro”, al fin de cuentas) con masoquistas que votan a quien los flagela. El psicólogo Alejandro del Carril publicó en este diario una columna exacerbando ese pensamiento: del cuestionamiento primitivo a la estigmatización y al desprecio. La agresividad enturbia el diálogo, el desprecio lo imposibilita.
La coalición entre laburantes diversos o con la también magmática clase media subsistió mientras era evidente que existían intereses comunes. Usamos la expresión interés en sentido amplio, tanto de derechos materiales como inmateriales. El estado benefactor provee ambos, aunque a menudo se centre la mirada solo en los primeros.
Los manifestantes que vivaban a Kirchner en 2006 intuían y cimentaban el comienzo de un ciclo político, acompañaban un proyecto. Por supuesto que no habrán votado como un bloque, de modo unánime. Pero las urnas mostraron que se pronunciaron en notable proporción.
Quienes se movilizaron hace cuatro días confluyeron para defenderse. De concretarse las reformas laborales que proyecta el gobierno se crearía un plano inclinado: cada cual descendería desde donde se encuentra.
La desigualdad aminoró en la etapa kirchnerista pero sigue siendo una característica central de la sociedad. La malaria macrista también se distribuyó inequitativamente, damnificando más a los desocupados, los informales, los changuistas.
Cuando enfilan hacia la Plaza ejercitan la sabiduría de defenderse, comprendiendo que la movilización y la acción directa están entre los métodos más eficaces para poner límites a las embestidas del Gobierno.
La excesiva fragmentación de los partidos políticos opositores completa el cuadro, aquí y ahora.