Cuando El conformista tuvo su estreno mundial en la Berlinale de 1970, Bernardo Bertolucci tenía apenas 29 años, pero ya cargaba sobre sus espaldas con el prestigio de ser el nuevo enfant terrible del cine italiano. Sus tres largometrajes previos -La commare secca (1962), Prima della rivoluzione (1964) y Partner (1968)- habían recibido elogios y diatribas de la crítica y hasta el apoyo explícito de Pier Paolo Pasolini y Jean-Luc Godard, pero todavía era un desconocido para el gran público. Esa situación cambió de una vez y para siempre con Il conformista, una coproducción entre la RAI y la Paramount con un elenco internacional encabezado por Jean-Louis Trintignant, Stefania Sandrelli y Dominique Sanda, que dio la vuelta al mundo y se convirtió en un film de referencia para cineastas como Francis Ford Coppola, quien reconoció que hubiera querido contar para la trilogía de El Padrino con el fotógrafo de Bertolucci, Vittorio Storaro, a partir de entonces también convertido en una nueva estrella del firmamento cinematográfico, algo inusual para un director de fotografía.

El reestreno en salas de la ciudad de Buenos Aires, La Plata, Rosario y Córdoba de El conformista, en una versión restaurada por la Cineteca di Bologna en 4K, permite admirar ahora no sólo el impresionante esplendor visual de la película y la maestría cinematográfica de su director sino también advertir que las circunstancias políticas a las que se refiere –la rápida ascensión del fascismo en la Europa de fines de los años ’30- tienen hoy una triste vigencia en buena parte del mundo, Argentina incluida.

La trama de El conformista –tomada de la novela homónima de Alberto Moravia- es relativamente simple, pero está narrada a través de una compleja estructura formal que le agrega progresivas capas de sentido a cada uno de los pasos del protagonista, Marcello Clerici (Trintignant), un hombre de unos 35 años, proveniente de una familia de la alta burguesía en decadencia y formado en Filosofía, pero que decide adscribir al fascismo reinante en Italia porque, como él mismo afirma, “quiero ser un hombre normal”.

Como se verá en el transcurso del film, esa normalidad a la que aspira Clerici tiene razones políticas pero –como siempre en Bertolucci, para quien Marx y Freud marchan juntos de la mano- también psicológicas. El protagonista carga con un brutal trauma de infancia que se irá revelando paulatinamente, pero que está en la matriz de su conducta y en la radicalidad de sus acciones. A pesar de que es un hombre solitario y silencioso, que lleva una vida misteriosa, quiere casarse con Giulia (Sandrelli), una chica tan vivaz como frívola, a la que él aspira a recluir “en la cocina y en la cama” y con quien eventualmente podrá tener hijos y formar una familia, para poder convertirse en el “uomo qualunque” que él sabe que nunca podrá ser.

Para Clerici, es difícil ser un hombre normal cuando su compromiso con el fascismo va mucho más allá de su mera adhesión al régimen: acaba de aceptar una misión con la que pretende no tanto probar su lealtad partidaria, que nadie cuestiona, sino probarse a sí mismo, convencerse de su masculinidad, sentirse capaz de sostener un arma en su mano y de matar al profesor de Filosofía que fue su mentor y que, ahora refugiado en Francia, agita desde allí la resistencia al régimen italiano.

De hecho, El conformista comienza casi por el final, lo que será el tiempo presente del film, cuando Clerici está con Giulia de luna de miel en París y espera en el cuarto de su hotel la llamada telefónica que lo convoque a cumplir con su cometido. En ese comienzo –rodado a la manera de un film noir de Jean-Pierre Melville, en una madrugada fantasmagórica, todavía teñida de noche y niebla- se irá intercalando con una serie de flashbacks de una modernidad que hoy recuerda a las estructuras poliédricas de algunos films de Coppola e incluso de Quentin Tarantino, pero que no eran para nada frecuentes en el cine de su época. Ni siquiera en sus films previos, donde privilegiaba el plano-secuencia sin cortes, Bertolucci había probado nada semejante: la fragmentación del relato de algún modo refleja la descomposición del protagonista, quebrado desde su propia infancia. 

El propio director confesó que fue su montajista Franco Arcalli (impuesto por el productor Giovanni Bertolucci, primo de Bernardo) quien “me hizo descubrir el montaje, que me guio por una zona del cine que siempre había rechazado conocer, y fue muy emocionante”. Y aclaraba: “El me demostró que también durante el montaje se puede improvisar. Interrumpiendo un encuadre que yo había rodado como un plano autónomo, y pegándole otro encuadre que no había sido previsto para ese punto, y para ese momento, daba repentinamente luz a significados que estaban en la película, pero escondidos, hasta el punto de ser ilegibles. Con él a menudo sentía esa emoción que por lo general sólo los actores saben darte, cuando te sorprenden con algo no previsto y enriquecedor”.

Esas “iluminaciones” a las que hace alusión el director de Novecento son innumerables porque -junto al fotógrafo Storaro y al diseñador de producción Ferdinando Scarfiotti- Bertolucci se propuso, y lo consiguió, sorprender en todos y cada uno de los planos de su película, a cual más deslumbrante, sin por ello sacrificar el hilo narrativo y las implicancias políticas y psicológicas de su protagonista.

Los contrastes entre la Roma del “fascio” y el París del Frente Popular (estamos en 1938) son patentes, entre otras razones, porque Bertolucci y sus colaboradores decidieron utilizar locaciones y escenarios naturales como si fueran un gigantesco set puesto a disposición de la película. La geométrica monumentalidad del despacho y las antesalas del ministro fascista y la patética escena de Clerici interpelando a su padre en un manicomio que semeja un cenotafio fueron rodadas, en grandes planos generales, en el área romana del EUR (Esposizione Universale Roma), levantada durante el imperio del Duce. A su vez, en París el director aprovechó la belleza arquitectónica de la Gare d'Orsay (antes de que fuera reconvertida en museo) y un salón popular en Joinville, donde pone en escena el justamente famoso baile al que asisten Clerici y Giulia en compañía del profesor Quadri (Enzo Tarascio) y su bella esposa Anna (Dominique Sanda, recién salida de Una mujer dulce, de Robert Bresson).

Una escena de "El conformista"

En ese baile –por su coreografía, reminiscente del cine circular de Max Ophüls- no sólo se manifiestan las tensiones entre el profesor y su ex alumno que, sentados frente a frente, se recelan mutuamente. También se hace explícita la seducción que la sofisticada Anna ejerce sobre Clerici y también sobre Giulia, cuando ambas se convierten en el centro de la escena bailando un tango de una sensualidad que hubiera sido impensable en medio del rigor puritano de la Roma fascista. Esa escena culmina de manera magistral con todos los asistentes al salón girando enloquecidamente alrededor de Clerici, que para su desesperación termina prisionero de esa multitud: allí se da cuenta de que no puede escapar no solo de ese círculo que se ha formado a su alrededor sino tampoco de la misión a la que se prestó voluntariamente pero que no sabe si podrá llevar a cabo. Al fin y al cabo, Clerici es consciente de que es un cobarde.

“Siempre tengo la necesidad de concluir con un momento de música. En un baile, en un espectáculo, siempre pienso que me puedo permitir algunas libertades con mis personajes y que todo puede suceder”, declaró alguna vez Bertolucci, cuyas escenas de baile –en La commare secca, Novecento, Ultimo tango en París y en La tragedia de un hombre ridículo- son invariablemente memorables.

Dominique Sanda y Stefania Sandrelli

Otro punto alto de El conformista también tiene a Clerici enfrentado a Quadri, esta vez en el despacho del profesor, cuando ambos traen a colación la alegoría de la caverna de Platón. Es Clerici quien cierra los postigos de una ventana y deja la habitación en penumbras para representar, iluminado por la única ventana que ha quedado abierta, el juego de luces y sombras. Y es el profesor quien le da a la alegoría una nueva lectura. “No podría haberme traído de Roma un regalo mejor”, se entusiasma Quadri. “Los prisioneros encadenados de Platón. ¿Y qué ven? Usted que viene de Italia debería saberlo por experiencia propia. Solo ven las sombras que hace la fogata sobre el fondo de la caverna frente a ellos. Sombras. Los reflejos de las cosas. Como lo que les está pasando a ustedes en Italia”.

No fue únicamente la crítica de la época la que vio en el profesor Quadri la figura paterna de Jean-Luc Godard que Bertolucci intentaba matar. El propio director luego también confirmó ese intento de parricidio. Confesó que tanto la dirección como el número de teléfono de Quadri en París eran los del propio Godard, de quien Bertolucci temía su opinión luego del brusco cambio de timón que ahora daba a su obra, antes independiente y radical, y a partir de El conformista de gran presupuesto y respaldada por la Paramount. “Bueno, tal vez yo soy Clerici, hago películas fascistas y quiero matar a Godard, que es un revolucionario, hace películas revolucionarias y fue mi maestro”, reconoció entonces a la revista británica Sight & Sound.

Lo que entonces no se sabía es que apenas unos meses antes de El conformista, Bertolucci –también junto al fotógrafo Storaro- había concluido otro film extraordinario, La estrategia de la araña, que sin embargo se estrenó después. Con el argentino Eduardo de Gregorio como coguionista, inspirado muy libremente en el relato “Tema del traidor y del héroe”, de Jorge Luis Borges, Strategia del ragno también tenía tópicos muy similares a los de El conformista, empezando por el fascismo, aunque formalmente son muy distintas entre sí.

“Ambas películas tienen en común el tema de la traición, la presencia del pasado que vuelve y el peso de la figura paterna”, explicaba Bertolucci en su momento. “Pero así como El conformista es el hijo, Trintignant, quien traiciona al profesor Quadri (la figura paterna), en La estrategia de la araña es el padre quien traiciona. En cualquier caso, se trata de dos parricidios, que suponen un pasado y una memoria. En El conformista la memoria es la del cine francés y el cine de Hollywood de los años ’30, mientras que La estrategia de la araña se alimenta de recuerdos reales de la infancia, el campo de mi niñez”.

 

Ahora, en todo caso, es cuestión de aprovechar la oportunidad de ver en una sala oscura –como corresponde- El conformista. Y luego eventualmente recurrir al streaming para repasar sus conexiones con el resto de la obra de ese virtuoso del cine que fue Bernardo Bertolucci.