Es viernes por la noche y hace calor. Más calor parece hacer esperando en el cemento del andén. Un hombre come un pancho mientras se acomoda la mochila con princesas. Otros fuman, hasta que llega el tren y un par de puchos van a parar a las vías. Sin apuro, cada quien busca un asiento libre. El que está frente a la puerta del furgón es el triunfo del día.

En el aire se huelen perfumes dulces y transpiraciones ácidas. Intentando repasar la jornada, la variedad de aromas y el ruido se abren paso entre los pensamientos.

Al ritmo de “una cumbia, asado y fernet” el vidrio empañado de la puerta cambia de color. Los acordes pasan de un vagón a otro. El ritmo se vuelve hipnótico.

Es un parlante sonando en el furgón, de esos que tienen luces que van cambiando con la música.

Ese sillón libre y rasgado que parecía una victoria, ahora se vuelve incómodo.

La inquietud empieza su recorrido por los dedos de los pies, sigue hacia los muslos y sube por la cintura hasta el pecho y sin vergüenza, empuja ir a ver qué pasa tras el vidrio.

El deseo clama. La cordura prima. Una voz indica no cometer imprudencias. La curiosidad se resigna.

Al llegar a Villa del Parque, la puerta se abre y un pibe de unos veintipico se asoma despreocupadamente, con el torso desnudo. Su estampa desborda las miradas de quienes ni en sueños se sacarían la ropa arriba de un tren.

Recorre las caras del vagón hasta que alguien sentado justo al lado de la puerta se lleva su atención: otro muchacho que había subido una estación atrás con una cajita llena de chocolates bajo el brazo.

El chico se acerca a hablarle y la butaca se vuelve todavía más incómoda cuando la ternura de verlos se vuelve indisimulable.

Quizás esa ternura reemplaza -o disimula- un poquito de envidia por esa libertad asumida con desparpajo. Esa manera de que alguien sin conocerte, te reconozca.

Con un empujoncito confianzudo el desarropado le toca el hombro al vendedor, quien entreabre los ojos para responder con la mirada llena de cansancio. Luego, el silencio que parece eterno, se rompe:

- Eh, amigo ¡vení con los pibes!

Los olores intensos dejan de importar, la música parece sonar cada vez más fuerte y todo se resume en una sonrisa, amplia y sincera.

Pero la respuesta refleja lo que antes habían dicho sus ojos:

-Gracias loco, pero no doy más.

Algunas insistencias después, todas amablemente rechazadas, el flaco desiste con la misma buena cara con que se había arrimado:

-Bueno maestro, cualquier cosa ya sabés, te venís.

¡¿Por qué decía que no?! ¡El único invitado y se negaba a ir! Qué bronca. Bronca sin sentido. ¿Así será la bofetada de saberse excluido?

El pibe, ni intrépido ni descarado, simple y llanamente no había considerado agasajar a los Otros.

El viaje sigue intrascendente hasta que el anfitrión se asoma para reiterar: “Dale, vení capo”.

La forma en que se aproxima, la certeza con la que se aferra para sortear los vaivenes del andar; su confianza lo vuelve irresistible.

Finalmente, mientras el tren parte de la primera estación conurbana, el elegido acepta.

Es en ese momento exacto y sin perder un instante que sus caras se reflejan una en la otra. Muecas de alegría y sonrisas contagiosas que festejan. Cargadas de cansancio, pero festejan.

Esos dos de pronto se convierten en un punto de la vía donde la felicidad más honesta se muestra profundamente real.

La cumbia pide ¡las palmas arriba! y, al alzar la vista, se dejan ver por la puerta entreabierta montones de manos aplaudiendo y otras tantas con latas agitadas al compás.

Con la entrada triunfal se escuchan al unísono voces que corean: “Eeeeeeeeaaaaaaa, uno más”. Le alcanzan una birra, otro revolea una camiseta. El pibe que sigue sin remera echa un vistazo general. Se ve que no encuentra a nadie más entre los varios, porque cierra la puerta que casi deja escuchar ¡Ustedes afuera!

A la altura de El Palomar, ningún clásico cumbiero había quedado fuera de la lista. La música no paraba nunca.

¿Hasta dónde iban? Al bajar, quizás todos juntos a algún lado, o quizás los están esperando en sus casas y la fiesta termina ahí, en quien sabe cual estación.

Las tres estaciones que quedan no son suficientes para darle respuesta a la catarata de preguntas.

Una vez más; la bocina, las barreras, la campana del paso a nivel. Es momento de bajar. El caño de la puerta está tibio, las ruedas vuelven a rechinar y la maldita inercia obliga a salir.

Los pies en el andén se sienten suaves contra el cemento, una gota de sudor recorre la columna y los pelos se erizan al roce del viento. Los sentidos todavía están danzando.

A veces la felicidad está en dejarse llevar. A veces la felicidad está en el furgón.