El debut como director de Martín Shanly fue quizás uno de los más prometedores de los últimos tiempos. Juana a los 12 convocó un interés inusitado por la medida de su estreno allá por 2014 –pequeño, ajeno al alboroto de los festivales–, y también por la disección de su personaje, construido en base a episodios o fragmentos de esa incipiente adolescencia. Se lo calificó de bressoniano, se celebró su apuesta por una comedia luminosa corroída de una tristeza profunda, casi desoladora. El cine argentino que parecía estancarse luego de las aguas del Nuevo Cine Argentino de los tardíos 90, de las explosiones conurbanas de José Celestino Campusano y como antesala de la innovación documental de la mano de directoras como Agustina Comedi o Natalia Garayalde, encontraba en Shanly un horizonte posible, una mirada a la clase acomodada bonaerense con humor y sin admoniciones. Era lógico que su nueva película augurara un esperado acontecimiento.
Casi diez años después finalmente llegó. Como Arturo a la treintena, pese a toda resistencia. Arturo a los 30 replica, un escalón más arriba, el gesto de Juana a los 12. No solo en edad sino en el juego con la comedia y en la apropiación de una herencia como la de Martín Rejtman pero guiada por una singular puesta en escena, consciente del espacio y de su potencial reflexivo, del tiempo que transita el personaje y la rigurosa forma de evocarlo. Si aquella actriz que daba vida a Juana era la hermana menor del director, la excelente Rosario Shanly, y mucho del mundo retratado era apropiado de primera mano, nutrido de anécdotas reinventadas para la ficción, Arturo es interpretado por el propio Shanly, y su cuerpo elástico pero desgarbado asoma con gracia en el plano de conjunto, con sus ojos entrecerrados intentado descifrar lo que se viene, quizás lo que deja atrás. La 'comedia de la incomodidad' podríamos llamarla, aquella que alcanza el humor a partir de una experiencia divertida para el espectador pero inquietante para el protagonista.
Estamos en marzo de 2020, en las vísperas de la pandemia. Se avecina el peor día de la vida de Arturo, nos anuncia su voz grave, con la cadencia del relato de un diario íntimo. Lo vemos afuera de una iglesia, a la espera de la ceremonia religiosa que consagrará el matrimonio de Daphne, su mejor amiga. O la que era su mejor amiga, porque ahora están distanciados. Arturo fuma marihuana. Una o dos secas y toma coraje para entrar al recinto sagrado, mientras el cura pronuncia los votos y él intenta hallar un punto en el que fijar su mirada, en el cual disimular su desconcierto. Mientras ese día comienza, la película nos conduce hacia distintos días del pasado, momentos aislados que entretejen la historia de Arturo con parsimonia y angustiada observación. El tiempo en el que se quedó a cuidar a su hermana Olivia, una adolescente que lo desprecia con grácil vanidad. O aquel día en el que salió a correr con Daphne para mitigar la incertidumbre de su amiga por no poder poner fin a su embarazo. O cuando asistió a los ensayos teatrales de su ex cuñada, pequeños exorcismos de los fantasmas que ambos comparten.
Shanly revela su talento en las decisiones más sencillas. El tamaño de un plano que permite ver a Arturo perdido en una fiesta, o enfrentado a la evidencia del poder banal en forma de metralla en la mano de un guardia de seguridad. Como en Juana a los 12, los personajes alrededor del protagonista forman un concierto y en cada viaje al pasado se toca una nota, uno de ellos destaca entre el conjunto y delinea la relación con Arturo: su hermana Olivia y su insistente hostilidad, su amiga Daphne, también signada por la soledad y las inseguridades, y su antiguo novio, que flota como una sombra entre sus recuerdos, con su belleza y su indiferencia. Pero en la memoria de Arturo, como en la película, hay una ausencia fechada en el 2012. Una pérdida que sumerge a Arturo en la inacción, que funciona como coartada para el regreso a la casa de sus padres, para el deambular en un presente que parece estancado, pantanoso. Sobre ese dolor inaccesible, Shanly despliega una comedia ingeniosa, una lectura de su generación y también la entonación de un estilo a menudo desafinado en el cine argentino.
Las películas de Shanly hablan de ciertos desajustes. Sus personajes no encajan en el mundo, les cuesta crecer o se rebelan ante ese mandato. No es solo la pubertad de Juana ni tampoco la adolescencia tardía de Arturo, su falta de trabajo y voluntad, su neurosis empastillada. Es algo más, algo inquietante que permite vislumbrar la tragedia subyacente a toda experiencia humana. Y Shanly lo hace con una ligereza asombrosa, en un día de casamiento, que empieza en una iglesia y continúa en un viaje accidentado hacia Hurlingham, para terminar en una fiesta que será la muerte social de Arturo, según sus propias palabras. Alcohol y desamor serán sus condimentos, pero detrás de ese bochorno late la persistente sensación de no encajar, de quedar siempre demorado en la puerta porque no se está en la lista de invitados, de reencontrarse con gente del pasado que solo quiere hurgar en los fracasos del presente.
Mientras Juana irradiaba una personalidad magnética, eje de casi todos sus conflictos, lo que sucede con Arturo parece ser lo opuesto. Una autoimpuesta grisura que lo condena a no animarse a cruzar de manera temeraria una autopista, a dejar la llave puesta en la casa de su amigo y ser invitado a mudarse, a perderse en las laberínticas calles de un country. Hasta su psiquiatra se distrae con las plantas del balcón. No hay caso, nadie parece tomarlo en serio, o en cuenta siquiera. Incluso su madre, cuando lo compara con su tsunami por las cosas que deja tiradas en el auto, lo mide por sus efectos y nunca por su valía.
Pero en esa aparente insignificancia late el verdadero enigma de Arturo. El ejercicio de su voz a través de la escritura del diario, que recorre ese día fatídico del casamiento pero también el camino de su pasado, con sus huecos y pesares, es el que permite la justa distancia. La de la cámara en la película, que cambia aquella ensimismada perspectiva en Juana para aquí ver a lo lejos, desde afuera. Arturo a los 30 es una cuestión de mirada, que excede a los estigmatizados millennials y sus eternos temores e inseguridades. Martín Shanly mira a su personaje en el gesto mismo de decidirse a ver el mundo y así poder verse en él. Encontrar la distancia justa, la perspectiva adecuada, el plano perfecto.