Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy lejano, un hombre perdió a un perro. El hombre se llamaba Diego Zuluaga y tenía apenas veinticinco años, pero ya, de alguna manera, era viejo. En esa época la gente vivía poco y el cielo y el infierno estaban saturados de adolescentes.
El perro era de raza jersey y su dueño nunca le había puesto un nombre y solía llamarlo por su raza. Le decía jersey. Los jerseys fueron una cruza creada a partir de muchas otras por los campesinos que trabajaban en las perreras de los Nobles. Hubo jerseys en la Alta Escocia, en la Galia y hasta un antepasado remoto, dicen, en Londinium. Era un perro difícil de imaginar para nosotros, los antiguos. Animales rudos, de una elasticidad inusual y cierto metabolismo similar al de las viejas motocicletas de cross. Un poco más alto que el perro más alto que conocimos. Y todavía más largo. Con una cara estirada con ojos vivaces y fieros. A veces, ciertos jerseys tenían pelaje negro sólo en el rostro, lo que le daba el aspecto de llevar una máscara. Durante la noche el grosor del pelaje de los jerseys parecía crecer y si había luna llena se volvían fosforescentes. Esta cualidad asustaba por igual a los salvajes y a los creyentes. Algunos se santiguaban al cruzarse con los pocos jerseys que habían traído los extranjeros cuando empezaron a llegar para trabajar en la avanzada sobre el desierto.
El jersey, como tantas otras cosas, desapareció para siempre de la faz de la tierra. Se los comieron el desierto, las guerras y las pestes. No soportaron los cambios bruscos que se fueron dando de manera implacable. Muchos son también los que piensan que los jerseys siguen vivos en zonas no rutinarias. Sin embargo, hay ilustraciones de ellos en libros que relatan aquellos tiempos tan nuevos y peligrosos. Como este.
Diego Zuluaga era el coronel encargado de sostener el pie civilizatorio en el desierto. Comandaba un fortín precario que estaba siempre hostigado por los salvajes, el clima y por la larga depresión de los días muertos. Mucho era su trabajo: ordenar las tierras, explorarlas, confiscarlas, negociar con los salvajes, mantener la moral de su tropa con premios y castigos, regular el aguardiente y tratar de contener los avances de la demencia que florecía por la larga contemplación de las extensiones planas del terreno. Ese lugar, esa zona, pedía a gritos por un Dios. Pero era difícil saber qué tipo de Dios. ¿El sanguinario y vengador del apocalipsis o el libre y sabio de los evangelios? Lo cierto es que Zuluaga estaba –o parecía– un poco loco. Por eso sus soldados lo respetaban. Zuluaga era un hombre solitario que venía haciendo carrera gracias a su arrojo y al conocimiento cabal que tenía del desierto. Era un salvaje vestido de militar. De estatura mediana, llevaba siempre un cigarrillo en la boca o estaba mascando tabaco. Solía recorrer sus breves dominios –un fuerte, un establo, un almacén, dormitorios, una cocina– a caballo. A diferencia de otros oficiales, él sabía que para sobrevivir en esa zona era indispensable cuidar a los caballos. Por eso le dio uno a cada soldado y lo hizo responsable con su vida. Esto, con los años, favoreció el avance en el desierto y llevó a buen término la esto- cada final contra los salvajes. Pero Zuluaga –salvaje al fin– no estuvo ahí para contarla.
Los cabezas de coco respetaban a Zuluaga, pero no le temían. Y si no irrumpían en el fortín y se cargaban a todos era porque apreciaban su vida y sabían –se lo habían alertado unos golpes tácticos y repentinos– que Zuluaga no era sólo un cabeza de coco como ellos sino también un estratega imaginativo que los estudiaba y les robaba técnicas. Como esa vez que, al caer la tarde, se acercó con pocos hombres hasta las tolderías de Raquel y Raquelito y, en vez de montar encima de los caballos, lo hicieron de costado, sin dejarse ver y haciéndole creer a los raqueles que eran una tropilla de caballos estacionada en el horizonte, pastando. Cuando los cabeza de coco se acercaron para arriarlos, los hombres de Zuluaga giraron bruscamente, se convirtieron en centauros y empezaron a disparar. No arrasaron la toldería pero se llevaron caballos, ovejas y cautivos. También, fiel a la costumbre intalada por el coronel, cortaron cabezas. Estas cabezas resecas, marchitas y pequeñas como pelotas pulpo, tenían hacia el final de su martirio una pelambre escasa, como si fueran el pelo del coco, en lugar de las largas mechas que ostentaban cuando estaban vivas. Permanecían clavadas en palos a la entrada del fortín.
Así comienza el flamante El parche caliente (Emecé), el libro con el que Fabián Casas vuelve a la novela, a una década de Titanes del coco.