La artista visual británica Celia Paul acaba de publicar su segundo libro de prosa: Cartas a Gwen John, que le sucede a Autorretrato, su gran debut literario. Ambos libros fueron traducidos por Esther Cross, y publicados por Chai Editora en Argentina. En el nuevo volumen, Paul compaginó textos bajo la forma de cartas –con recuerdos autobiográficos y “confesiones”–, narraciones biográficas e historias sobre los lazos familiares y afectivos, constituyendo un abanico biográfico que no deja de ser, también, autobiográfico. En sus palabras: un encuentro con John. A esto se suman las reproducciones de cuadros de ambas artistas, muchas veces dispuestos en páginas contiguas para poder compararlos, a casi un siglo de distancia entre estos. Las cartas comienzan, fechadas en 2019, abriendo un espacio comunicativo. Celia Paul (nacida en 1959) le comenta a Gwen John (1876-1939) similitudes y diferencias biográficas entre ellas, y algunas llamativas coincidencias con nombres y relaciones filiales y amorosas. “Alrededor de un nombre suele haber un entramado complejo de emociones –celos, posesividad, legados– tanto para la persona que lo recibe como para quien lo otorga”, asegura. Sabe sin embargo que, destinada a su “Queridísima Gwen”, “esta carta es una ilusión. Sé que estás muerta y yo estoy viva, y que ninguna comunicación normal es posible entre nosotras, pero ‘el tiempo es una sustancia extraña’, como decía mi madre, y quién sabe si, más allá de nuestra comprensión del mundo regida por la temporalidad, no habrá realmente un canal por el cual podríamos hablar si supiéramos hacerlo, como cuando se sintoniza una radio, de manera que el sonido chispeante de las ondas sonoras fuese dejando una estela de palabras”.
Celia Paul dice: “Siento que estamos misteriosamente conectadas”. “Las dos somos pintoras. Podríamos conectarnos a través de imágenes, con nuestro propio lenguaje sin voz. Pero las palabras son un medio de comunicación más directo. Así que voy a intentarlo, me acercaré con palabras”. Tal la apuesta de la artista, quien con casi sesenta años dice encontrarse impactada ante “el hecho de que nuestras vidas hayan sido talladas con el mismo cincel”. Y una cuestión, más allá de las similitudes y diferencias: “No nos consideran artistas autónomas”. Sus relaciones con artistas del mismo oficio, Auguste Rodin y Lucian Freud, las dejaron en un segundo plano, las opacaron o relegaron.
Celia Paul rememora, revisita, relata recuerdos, junto a su vida presente, y la conexión con Gwen John y la apreciación de sus obras: “La segunda vez que vine a Estados Unidos fui a Yale. Cuando llegué, había estado nevando. La nieve tenía un efecto sedante que atemperaba la ansiedad de estar lejos de casa. Pero había algo mejor: la galería del Yale Center for British Art contaba con gran parte de tu obra. Tus cuadros me parecieron fragmentos esenciales de una vida soplados sobre el océano, como pétalos de rosa en una tormenta: delicados, rotos, inacabados pero al mismo tiempo intactos y evocadores de un mundo secreto y aromático, un jardín de rosas protegido”. Los temas del arte, y también otros, vitales y preocupantes: “El paso del tiempo me aterra. Solo llegaste a cumplir sesenta y tres años, Gwen. A mí la auténtica vejez me da mucho miedo. Y tengo cincuenta y nueve. Pienso en mi madre, en todo el dolor que padeció hacia el final, y en la demencia que se la llevó después, poco a poco, hacia un lugar inaccesible hasta que murió, a los ochenta y siete años”. Cerrando: “Volveré a escribir desde casa. Con un apretón de manos, como solía decir Vincent van Gogh cuando firmaba una carta a su querido hermano Theo”.
Las textos repasan sucesivamente familia y estudios, amistades y amores de Gwen John, y su arte. Y lo mismo hace Paul consigo misma, en ese espacio del encuentro. Recuerda sus años de estudiante, las disputas estéticas: “Después de su jubilación, William Coldstream siguió pasando gran parte de su tiempo en la Slade. Una vez me dijo enfáticamente que quería librarse de ‘la basura expresionista’. La pureza moral de su doctrina me inspiraba una especie de pavor. A mí me gustaba más lo que había dicho Gauguin: ‘No copies de la naturaleza (...) Deja que tu arte se presente mientras sueñas delante de ella’. Yo quería utilizar el mundo que veía como trampolín para inventar. No quería andar como una sabihonda copiando lo que tenía enfrente y ser el perrito faldero de ‘lo real’”. Y aún más: “Yo odiaba la Slade. Odiaba los pasillos que parecían oscuras catacumbas y los estudios oscuros. La luz del día no llegaba ahí dentro”. Esto deviene en autoinvención estética: “Durante el primer año en la Slade, los alumnos estudiaban Arte Figurativo en el primer trimestre, Arte Abstracto en el segundo y Arte Conceptual en el tercero. Después había que elegir alguna especialidad para dedicarle el resto de los estudios. Yo elegí Arte Figurativo. Quería aprender una disciplina y luego romper las reglas y acomodarlas a mi propia visión”.
Respecto a su pareja por diez años, Lucian Freud, con quien tuvo un hijo, Frank Paul, narra: “Aunque Lucian trató de seducirme ni bien nos conocimos, no me pareció un predador. Me hablaba como a una igual y respetaba mi arte”. “Solía compararme con Gwen John, de una manera desfavorable para mí. Le parecía hermoso, decía, que ella hubiera dejado la pintura cuando su amor había llegado al máximo porque quería entregarse por completo a la relación. Gwen le había dicho a Rodin: ‘No soy una artista, soy su modelo, y quiero seguir siendo su modelo para siempre. Porque soy feliz’. Así le habría gustado a Lucian que fuera yo. Él habría amado a Gwen”.
Se suceden las distinciones, apreciaciones artísticas y observaciones sobre el oficio: “Pintar es distinto a escribir. Un cuaderno o una laptop son espacios compactos para crear. Para pintar se necesita una parafernalia: paleta, pinceles, lienzos, caballete y un cuarto propio donde sentirse desinhibida, sin que haya que preocuparse si la pintura gotea sobre la alfombra o ensucia la pared. Usamos palabras todo el tiempo. Pero la pintura es un lenguaje adquirido que hay que practicar todos los días, como cuando tocamos un instrumento: si no lo hacemos, perdemos el don”. Y las “novedades” del presente, que irrumpen en la comunicación con alguien del pasado: Celia Paul le informa a Gwen John sobre la enfermedad mortal de su marido actual, poeta y filósofo, así como también del cumpleaños de su hijo, quien llega a los treinta y cinco. Y vuelve un tema: la vejez. Cuenta que le preguntó a Lucian Freud al respecto, quien dijo que no le interesaba, pero podía ser un buen tema para ella, y así fue: la madre de Celia Paul fue una de sus “modelos exclusivas”, recordando además otros autorretratos a la “tercera edad”, de Alice Neel a Rembrandt.
Y un nuevo acontecimiento (¿proveniente de dónde, de qué tiempo?). La carta del 20 de abril de 2020 informa: “Todo ha cambiado desde la última vez que te hablé, hace ya más de cinco semanas. Estamos en medio de una pandemia global y nos dicen que hay que quedarse en casa y salir solo cuando sea estrictamente necesario. En todo este tiempo no me he visto con nadie más que los empleados del supermercado. Pero ayer se presentaron en mi estudio dos hombres vestidos con traje protector y se llevaron trece cuadros que hay que fotografiar para una exposición virtual”. Y pese a la total incertidumbre, una promesa de futuro: “Regresaré a Pembrokeshire en cuanto pueda, cuando se levanten las restricciones de la cuarentena. Me gustaría ver tu paisaje, el paisaje de tu infancia”.
Cartas a Gwen John
Celia Paul
Chai Editora
308 páginas