Primero, la pregunta por el título de la ópera prima dirigida por Georgia Oakley. Podemos pensar que Blue Jean se titula así por la canción de Bowie -compuesta en 1984- que “dice acabo de conocer a una chica que se llama Blue Jean, tiene una cara camuflada y no tiene dinero”. Entonces podemos pensar que la chica de cara camuflada y sin plata es la protagonista de la película, Jean Newman -interpretada de forma suprema por Rosy McEwen- que en la primera escena se encuentra frente al espejo de su baño mientras con un pincel expande la tintura sobre su pelo corto que va a quedar de un rubio recién estrenado y la va a dejar asombrosamente parecida al duque blanco. O también podemos sospechar que el título arma un jueguito entre blue y jean, para dar con la tesitura del personaje: la triste Jean. Pero no, en palabras -más o menos- de la directora, Blue Jean alude a la jerga vigente en ese tiempo en el Reino Unido (y más allá) para nombrar -un nombrar ya apolillado- a la lesbiana considerada femenina que usa ropa relajada, jeans, remeras, camisas.
Ese tiempo vigente en el Reino Unido mencionado en el párrafo anterior y en el que transcurre Blue Jean es fines de los ochentas, con Margaret Thatcher estrenando su tercer mandato y quien tracciona, desde el conservadurismo de su partido, una cláusula que se adhiere a la ley británica, conocida como Sección 28, en la que se deja constancia del prejuicio de que la homosexualidad es perjudicial para la sociedad e impidiendo, sobre todo, que quienes trabajaban en la enseñanza y en otros servicios públicos pudieran darle aire a su existencia. Cláusula que se deroga recién en 2003, causando en todos esos años una lesión a los derechos y gestionando, al mismo tiempo, y de forma involuntaria por supuesto, la resistencia de miles de personas que abrazaron la militancia LGBT.
En YouTube, por ejemplo, se puede ver un video de 1987 en el cual la dama de hierro incentiva la homofobia bajo la consigna de que la visibilidad homosexual daña a los menores y diciendo que “Los niños, que necesitan aprender a respetar los valores morales tradicionales, están por el contrario aprendiendo que tienen un derecho inalienable a ser homosexuales”. “A todos estos niños se les está robando un comienzo sano en la vida. Sí, robando”.
En Blue Jean, situada en Newcastle, un pueblo gris, monolítico y destemplado del noroeste de Gran Bretaña, la Sección 28 -su discusión, debate y sanción- es una noticia frecuente de la radio y de la tv que cada tanto aparece para exponer las alarmas contra sí misma que se le encienden a Jane cada vez que las escucha y que la paralizan como a un venado enceguecido por las luces de un auto en una ruta nocturna.
Jean es profesora de educación física en un colegio en el que entrena a las alumnas en el Netball, un deporte similar al básquet pero sin contacto. Lo que sabemos de Jane es bastante: que estuvo casada con un tipo -lo sabemos porque le reprocha a su hermana que siga teniendo en su casa una foto del día del casamiento en un portarretratos ubicado encima de la chimenea-; que está en pareja con Viv, una lesbiana rapada, visible y orgullosa que participa de una cooperativa y no tiene el enrosque que tiene Jane con su sexualidad; que da clases en una escuela alejada de su barrio para no encontrarse con sus alumnas y así airear un poco el closet; y que tiene una vida nocturna en donde va a bolichitos y juega al pool con su amigas y su novia, y cuelga el uniforme reglamentario que lleva al colegio -jogging y zapatillas grises, campera rompevientos blanca y el silbato colgando del cuello- para avanzar hacia el perchero de las remeras, las camisas dobladas dos veces en las mangas, la campera bomber y el relax corporal correspondiente a una sexualidad no disimulada.
Pero a pesar de estos breves pestañeos nocturnos de su existencia en los que se suelta y vive su vida sin partirse ni vigilarse, el sufrimiento le va ganando cada mano que juega porque Jane es portadora de una homofobia internalizada que va esparciendo por los bordes de sus afectos y corroe cada lazo. Son varios los momentos en que el odio introyectado en su ser hackea sus vínculos: cuando su hermana le reprocha negar su pasado de mujer casada y le dice que extraña su pelo largo y Jane no atina a responderle nada; o cuando tiene que cuidar a su sobrino y le presenta a Viv, su novia, como amiga; o cuando Viv le pide ir a ver un partido de las chicas que entrena y Jane le dice que es demasiado llamativa para el entorno del partido, que todos se van a dar cuenta. Este rechazo - que siempre es autorechazo - va limando sus vínculos y principalmente la va limando a Jane, que aunque hace lo que sea necesario para darse el máximo de autovigilancia, jamás alcanza.
Podríamos decir que para que exista homofobia internalizada primero tiene que haber injuria. Podríamos decir que en el principio hay la injuria, como dice Didier Eribon en ese libro indispensable llamado Reflexiones sobre la cuestión gay. Los discursos de odio -en este caso, el discurso homofóbico alentado desde el gobierno y desparramado entre una sociedad abierta a recibirlo con manos como cuando se revienta una piñata- y sus microagresiones más llanas, son agresiones que dejan huella en la conciencia, traumatismos que se inscriben en la memoria y en el cuerpo, ya que el malestar, el desconcierto, el autodesprecio y la vergüenza son actitudes corporales producidas por la hostilidad del mundo. Y una de las consecuencias de la injuria es moldear las relaciones con una misma y con los demás; y por lo tanto perfilar la personalidad, la subjetividad. La injuria, por otra parte, no solo describe, sino que tiene el poder de poner a alguien a su merced: tiene el poder de decirle lo que es, hiriéndola.
La película de Georgia Oakley es, ante todo, un estudio minucioso y cero complaciente de una conciencia sobre la que se estampó una herida. Y sobre la que además, por la coyuntura puntual, es una subjetividad sobre la que pende la amenaza de quedarse sin trabajo si su homosexualidad es manifestada. Porque la cláusula 28 fundamentalmente accionaba en las instituciones educativas para sofocar la enseñanza de que las personas y las parejas no heterosexuales tenían todo el derecho a existir y para oprimir a las y los docentes no heterosexuales. Esto agrega una capa de complejidad sobre la cual la directora realiza un tratamiento delicado y sutil, porque el movimiento de Blue Jean es ir a lo profundo y mostrar cierto reverso del orgullo -para eso Viv, la novia de Jane, ofrece el justo contrapunto- y cierto reverso de la resistencia que es la huida, y lo que segrega internamente y a su alrededor al sistematizarla y abrazarla como forma de vida. Pero también es interesante el tratamiento que la película le da a la otra forma de estar partida de Jane. Porque Jane no solo está partida porque disimula lo que es, sino que está partida entre su lesbianismo que le pide explicaciones -y nunca dejará de hacerlo- y la clase social a la que pertenece, que le exige que cuide su trabajo porque es el trabajo o la ruina.
Probablemente lo que menos importe de Blue Jean sea la historia dentro de la historia que mueve la trama y que pone en jaque a Jane, que es la alumna nueva a la que le hacen bullying por lesbiana, que se aparece en el bar donde Jane y su pandilla se juntan y respecto de la cual la protagonista tiene que decidir si en la escuela, frente a una denuncia falsa de otra alumna, decide o no tirarla a los leones o ponerse de su lado (que es también el suyo).
Respecto de cómo está filmada Blue Jean: la textura visual arenosa, la indumentaria estricta de los ochentas con sus marcas icónicas, la música electropop y la distopía constitutiva de cualquier periferia occidental, le otorgan la melancolía adecuada a la película. Por último, independientemente de cómo termina, este drama nos devuelve la idea de que un contexto opresivo, rígido y desfavorable puede sacar lo peor de alguien pero también, con suerte, algo diferente.