Don Arturo Jauretche la tenía clara: si querés tener posteridad, fundate un diario. Lo decía para explicar uno de los misterios de este misterioso país, que Bartolomé Mitre sea un prócer. Vale aclarar que ser prócer, concepto hoy anticuado, no es tener la hinchada a favor o conservar el amor de las masas post mortem, que si fuera así tendríamos poquísimos. Para ser prócer argentino hay que haber nacido y actuado en el siglo 19, nuestro siglo fundador y nuestro siglo de construir un procerato, y haber hecho algo que perdure. San Martín, Belgrano, Sarmiento, Güemes, por mentar algunos, son recordados porque hicieron cosas que seguimos considerando relevantes. La paradoja de Mitre es que aunque fue uno de los que construyó el procerato, quedó afuera. Eso te pasa por dedicarte a la política y nada más que la política, hasta cuando te ponés el uniforme.

El primer cargo público relevante del futuro presidente fue como ministro de Guerra del Estado de Buenos Aires, el bodrio porteño/bonaerense resultante del rechazo de esta provincia de la constitución federal de 1853. Caído Rosas, Urquiza era presidente de la Confederación y cumplió la muy pedida tarea de escribir una constitución. Buenos Aires -la ciudad y la provincia- la rechazó y se separó del país. Vino el flojo sitio de la ciudad, vino un período de inseguridad pública, vino una serie de negociados y mitos. Y vinieron los indios.

Como se sabe, Rosas había mantenido la frontera en equilibrio con una mezcla de palo y zanahoria muy criolla. El Restaurador tenía enfrente a Calfucurá, un verdadero rey que había unificado  bajo su mando a grupos, naciones y tribus variadas, y que negociaba como titular de un gobierno. Esto era algo que Rosas entendía perfectamente bien, que al final es hacer política, y la interacción era interesada, comercial y más  menos pacífica. Pero en 1852 llegó Caseros, Rosas partió al exilio y Calfucurá se quedó sin interlocutor, porque para los unitarios en el poder era un mero salvaje. El rey hizo lo que tenía que hacer, hablar con Urquiza.

La provincia de Buenos de ese entonces apenas llegaba a Tandil, y lo que hoy son ciudades y pueblos eran fortines mal hechos protegiendo estancias precarias y caseríos. No había trenes, ni alambrados, era la pampa abierta de siempre, navegable sólo por baqueanos. El 13 de febrero de 1855, Buenos Aires cosechó el primer fruto de su indiferencia al indio, con su primer malón como estado independiente. El blanco fue el fuerte San Serapio Mártir, en el Azul, y se lo llevaron puesto. Para cuando llegó el general Manuel Hornos con su columna, el caserío ardía, sus 150 familias marchaban prisioneras y los hombres de lanza arreaban 60.000 vacas como botín. Hornos los corrió, el malón se retiró hasta Sierra Chica y se plantó, sabiendo que los huincas no tenían con qué sacarlos.

Calfucurá sabía lo que hacía y cómo pensaban los blancos, con lo que empezó a hostigar la frontera con partidas que atacaban en Tandil y Lobería. Buscaba crear pánico y lo logró, generando un verdadero éxodo a Dolores. La frontera retrocedió a donde estaba en 1823 y el estado rebelde se puso paranoico: ¿el ataque no sería una maniobra de pinzas arreglada con Urquiza? Los debates en la Legislatura fueron interminables y engolados, con los indios en el rol de "bárbaros" y los blancos en el de "mártires". Las críticas al gobierno no escasearon y al final se presentó el ministro Mitre, que prometió escarmentar "a los infieles", liberar a los cautivos y traer de vuelta hasta "la última cola de vaca".

Ahí el gobierno cometió un serio error, el de dejarlo ir a la frontera.

Mitre partió al sur el 27 de mayo y llegó a la Sierra Grande de Tapalqué el 29 a la noche, un buen promedio de marcha. Llevaba coraceros, milicias e infantería montada, y un cuerpo de exploradores, como se llamaba pomposamente a los baqueanos. Dos días después, antes de que clareara, atacó las tolderías de Cachul con una carga de caballería, pero atacó en falso... las tolderías no estaban donde le habían dicho. La carga los descubrió, y las tropas de Catriel se unieron a las de Cachul en el Arroyo Sauce.

El futuro general y presidente dejó para la posteridad un parte de la batalla que siguió que es un modelo de autobombo y autojustificación, muy recomendable para los que ejerzan la función pública. Lo indisimulable fue la incompetencia táctica del comandante y las de sus oficiales, que daban órdenes equivocadas y se equivocaban en cumplirlas. Mitre ordenó un avance "en diagonal" de los dos escuadrones de coraceros, y las milicias montadas hicieron lo mismo, sin que nadie los parara, con lo que la infantería quedó papando moscas y sin protección. 

Mitre hizo entonces algo peligroso hasta para Rommel, dio la contraorden de atacar la toldería cercana y traerse los caballos. Las tropas tomaron la toldería y los caballos, pero perdieron toda formación. La batalla era un caos. Los coraceros siguieron de largo, persiguiendo a indios que se retiraban, mientras las milicias, desoyendo las clarinadas del trompa, saqueaban la toldería. Un grupo de soldados quedó aislado y bajo ataque, y rescatarlos tomó dos cargas y varios muertos.

A todo esto, los caciques observaban el despelote militar mientras reagrupaban a sus hombres, hasta que vieron la fisura de los soldados. Lo que siguió fue un golpe de mano, arreando la caballada que había quedado sin custodia, y un fuerte ataque al flanco izquierdo de la infantería. Los de a pie formaron un cuadro, la vieja técnica para aguantar a la caballería, y al principio resistieron. Pero los hombres de lanza, con un coraje notable, se acercaban hasta poder tirarles las boleadoras por la cabeza. Al final, un soldado se quebró, después otro y el cuadro se desarmó en una confusión de hombres que huían abandonando a los heridos. Lo que los salvó de la masacre fue que algunos formaron una línea y recibieron un ataque de los indios con una cerrada descarga de fusilería. Los de Calfucurá se retiraron, el daño estaba hecho.

A los gritos, los oficiales restauraron algo de orden, formaron a las tropas y asaltaron una lomada espantando a una partida de indios. Ahí hicieron noche, atendieron a los heridos, recibieron a la caballería y empezaron a agarrar caballos sueltos. Los exploradores reportaron una concentración de los indios, con lo que más de uno mal durmió esperando un ataque masivo al clarear. La única esperanza era que llegaran los refuerzos de la Primera División al mando del coronel Laureano Díaz. Pero lo que marcó el horizonte esa mañana fue la lejana polvareda de las caballadas de Calfucurá, que llegaba en persona con más hombres para el ataque final.

Esa noche, los blancos hicieron grandes fuegos entre sus carpas en la lomada y se retiraron en silencio, con lo que les quedaba de caballería cubriendo los flancos y la artillería en el medio de la columna. Al amanecer llegaron al arroyo de las Nievas, donde encontraron caballos y pudieron montar a la infantería, de a dos por pingo. A las ocho de la mañana entraron al Azul, una triste retirada con 250 hombres menos de los que habían partido poco antes. Mitre se fue de inmediato a la capital, a salvar su carrera política.

Calfucurá se quedó un año en la tierra tomada y recién en 1856 se volvió a las Salinas Grandes. En 1857, en medio de la crisis política del Estado de Buenos Aires, firmó un tratado muy conveniente para los suyos. Los blancos habían hecho alguna que otra incursión exitosa, como la de Cristiano Muerto y la de Sol de Mayo, pero el que mandaba era el rey. Tuvo que pasar una generación y tuvo que inventarse el Winchester para que el genocidio reemplazara la guerra.

Mitre fue general, fue presidente, fue prócer. Toda la vida lo cargaron con que también era el único general que perdió una batalla con los indios.