Desde hace unos días, quien ande de paseo por Wallingford, pequeña ciudad al sur de Inglaterra, puede sentarse en un banco de plaza junto a Agatha Christie, y si se tiene afán charlatán, preguntarle -por ejemplo- cuánto influyó su pasado como enfermera muy conocedora de fórmulas farmacéuticas en sus novelas, donde se precia su favoritismo por la sutileza del veneno. Siempre en el papel, sobra aclarar: en 41 de sus tantos libros, la reina del crimen recurre a esta formidable arma para provocar la muerte de la víctima ficcional de turno, que sucumbe a barbitúricos, cianuro, arsénico, etcétera.

Dicho lo dicho, se le puede preguntar, más no esperar respuesta: la Agatha Christie tamaño natural sentada, que sostiene un libro y mira al horizonte, es una estatua de bronce, obra del artista Ben Twiston-Davies, que antaño ya había diseñado un monumento para la gran escritora, en Londres, a pedido de sus descendientes. Ahora la retrata “observando más allá, como si estuviera a la pesca de una pista para sus historias”, en palabras del escultor, cuya pieza -encomendada por el ayuntamiento- le llevó alrededor de un año y, a su entender, oficia de “pequeño monumento a la importancia de la imaginación”.

Que esté emplaza en la mentada cité no es casualidad: fue allí donde Agatha Christie residió durante más de 40 años. Recuerda la prensa inglesa que la novelista de policiales compró Winterbrook House, ubicada a orillas del río Támesis, cerca de Wallingford, en 1934. Y que muchos de sus libros fueron escritos en ese lugar, que continuó siendo su casa principal hasta que murió allí en 1976. Por lo demás, vale añadir que, revelada oficialmente hace unos pocos días, la obra que honra a la creadora de incombustibles personajes como Hércules Poirot y de Miss Marple hizo las delicias de su nieto, Mathew Prichard, presente en la inauguración, que igualmente aclaró que “Agatha acaso no hubiese recibido con agrado este homenaje siendo, como era, una dama sumamente reservada”.