Valerian y la ciudad de los mil planetas

(Valerian and the City of a Thousand Planets)

Francia/China/Bélgica/EE.UU., 2017

Guión y dirección: Luc Besson.

Fotografía: Thierry Arbogast.

Música: Alexandre Desplat.

Montaje: Julien Rey.

Reparto: Dane DeHaan, Cara Delevingne, Clive Owen, Rihanna, Ethan Hawke, Herbie Hancock, Rutger Hauer.

Duración: 137 minutos.

Distribuidora: Diamond Films.

Salas: Hoyts, Monumental, Showcase, Village.

4 (cuatro) puntos.

 

No hay manera posible de que el cine de Luc Besson devuelva interés. Ya está, ya fue. Será por razones diversas, por su megalomanía, por el reconocimiento alguna vez obtenido, por la pérdida de cierta sensibilidad. Tal vez nunca la tuvo, tal vez sí. Lo cierto es que su cine ya no despierta nada.

En este sentido, si Valerian y la ciudad de los mil planetas llama la atención, lo es gracias a su historieta de origen, genial, una de las citas obligadas dentro del esplendor de lo que se entiende como escuela franco‑belga. El guionista Pierre Christin junto al dibujante Jean‑Claude Mézières construyeron una space opera que duró décadas, iniciada en 1967, al compás de los cambios de época pero situada en un espacio sideral fantástico, entre planetas coloridos y razas extravagantes. Una obra maestra.

La "devoción" de Besson por la bande dessinée ya había tenido, al menos, dos capítulos previos. Uno de ellos en El quinto elemento, en donde Mézières trabajó a la par de Moebius en el apartado visual (los extras de este film son absolutamente imperdibles). Otro fue Les aventures extraordinaires d'Adèle Blanc‑Sec, a partir de la obra de Jacques Tardi. En ella sucedía algo que, al fin y al cabo, también pasa con Valerian: el encanto y candor de la obra de origen se pierde, queda entre las páginas alguna vez leídas, relegadas por el afán de retratar lo que el cine antes no podía.

Igualmente, ahí está el ejemplo mismo que es La guerra de las galaxias, nacida de manera inconfesada a la luz de esta historieta francesa, con muñecos todavía verosímiles. El Valerian de Besson, si bien no renuncia a los animatronics, tiene una participación explícita del CGI, lo pone en un primer plano, y hace pasear la (falsa) cámara desde un vértigo que le era ajeno a la historieta. En el camino queda enrevesada y atrapada la historia misma, que es casi anecdótica, políticamente correcta, y alejada del espíritu inconformista de los cuadritos.

 

Besson recurre a golpes de efecto y nada de empatía con los personajes. Crea un espacio sideral hueco, de poca aventura.

 

En este sentido, vale recordar que Laureline -la compañera de aventuras y sentimental de Valerian‑ estaba a la par de otras heroínas de la bande dessinée como Barbarella, Valentina y Paulette: decididas, protagónicas, sexuales. En el caso del film, la tarea de la actriz y modelo Cara Delevingne reúne algunos de estos rasgos, que luego olvida en beneficio de la pareja formal. Es lo mismo que persigue el Valerian de Dane DeHaan: basta de correrías o amoríos dispersos. Desde esta sola premisa, quien queda malherida es la aventura.

Por eso, la película prefiere el diseño de los planetas y sus habitantes, haciendo gala de la realidad virtual dentro de la misma virtualidad desde la que se conciben hoy las películas: lo logra a través de un mercado al que se accede vía anteojos, con guardianes que vigilan a los consumidores; todos felices, pero todos zombies. Un comentario social que, al menos, le permite al film un poco de altura. Ahora bien, no deja de ser un asunto cínico. Ya que ese megamarket 3D podría significarlo cualquiera de los complejos de cine/shopping actuales. El film en cuestión, de hecho, es parte constitutiva de ellos.

Será por esta conciencia digital, de nuevo siglo y neo‑liberal que la película asume, que el prólogo elegido se dedique a distanciarse de lo que alguna vez fue. En principio, se asemeja mucho al recurso ya empleado por el nefasto Zack Snyder con Watchmen -allí a través de Bob Dylan, acá con David Bowie‑, pero lo que importa es que la escucha de Space Oddity recuerda, indefectiblemente, una época pretérita; de esta manera, el Valerian de origen queda pegado allí, como una pieza de museo que el cine se preocupa por actualizar, a la manera de un héroe siglo XXI, con cara de maniquí y novia modelo -los dos, siempre en pose‑, atentos con las causas ecológicas, los inmigrantes ilegales, y con las miras puestas en un mundo mejor. O lo que eso signifique.