Una, dos, tres, diez, quince, veinte. Así hasta llegar a 45. Ese es el total de esculturas si uno camina por el extenso parque de Sculpture Garden, en las afueras de Nueva York. Para saber dónde se encuentra este jardín no hay muchas dificultades: enfrente, un gigante cartel explica que allí está la fábrica de PepsiCo. Y el sendero verde que conecta las obras tiene un solo nombre: Donald M. Kendall.

A la ligera, la vida del susodicho parece haber salido del sueño americano. Litros de tinta en los libros de marketing y publinotas en distintos medios destacaron que este muchacho de Washington -no DC, sino al noreste de EE.UU.- se crió en una granja láctea y, a los dieciocho años, cumplió con lo que le pidió el Tío Sam y se unió al Ejército en medio de la Segunda Guerra Mundial. A su vuelta, el recorrido del héroe (estadounidense) siguió con sus estudios universitarios y, en especial, con su ascenso laboral: de empezar como embotellador llegó a ser a ocupar la silla más caliente de Pepsi.

Y es probable que, con lógica hollywoodense, la historia quede aún más edulcorada con sus decisiones. Al frente de la empresa no solo concretó la unión con Fritos Lays (sí, esas papitas que buscan ser irresistible para los niños en las góndolas), sino que peleó cabeza a cabeza, durante décadas, con Coca-Cola para ver quién vendía más latitas de gaseosa. De esa disputa empresaral emergieron las campañas publicitarias de la avenida Madison, con comerciales que protagonizaban Michael Jackson y Michael Jordan, hasta el desafío para elegir la mejor gaseosa - que se replicó en nuestro país, con unos jovencísimos Mario Pergolini y Julián Weich- y que hartó hasta al mismísimo Billy Joel.

Nixon, la pieza infaltable del rompecabezas

Pero la vida -y, sobre todo, los negocios- de Kendall no se explican si no se incluye a otro exPepsiCo: Richard Nixon. Quien estuviera a cargo del teléfono rojo de la Casa Blanca (y de algún que otro micrófono) fue abogado de la gaseosa en sus temporadas fuera de Washington DC.

Fue el propio Nixon quien facilitó el terreno para que Kendall cumpla con una de sus máximas ambiciones: desembarcar al otro lado del muro, en tiempos donde un negocio que tenga la conexión Moscú-Nueva York era más dificil que aterrizar en la Luna. O casi.

El puntapié fue a fines de los 50’, cuando ambos países priorizaron un pequeño acercamiento diplomático que se materializó con la exhibición rusa en Nueva York y la estadounidense en Moscú. En la primera, los socialistas eligieron que los focos alumbren a sus avances en la carrera espacial, por caso, al exhibir un modelo del satélite Sputnik.

Los yankis también tomaron la muestra como una cuestión de Estado. El presidente Dwight Eisenhower envió una delegación a Moscú y como jefe de esa tripulación ubicó a su vicepresidente, Nixon. Su amigo pepsicolero también se subió al avión que aterrizó en Moscú. Y si la U.R.S.S. se enfocó en los avances tecnológicos planetarios, EE.UU. se enfocó en las "bellezas" de su vida cotidiana, que incluían autos Cadillacs, cafeteras eléctricas, cortadoras de césped y horno microondas.

De esa exhibición -el 24 de julio de 1959- surgió el famoso Debate de la Cocina (“¿no fabricaron una máquina que pusiera la comida en la boca y la empujase hacia la garganta?”, cargó Nikita Jrushchov a Nixon) y una imagen que se propagó del lado occidental de la Cortina de Hierro: el presidente soviético con un vaso de Pepsi en la mano

Para lograr esa placa, Kendall -en ese momento, encargado de las operaciones internacionales de PepsiCo- le había insistido a Nixon que debía tener sí o sí una foto que vincule a Jrushchov con la gaseosa para responder los cuestionamientos de la junta de la compañía

Cómo llegó el vaso a la mano del dirigente es un enigma, pero la leyenda urbana cuenta que hubo un desafío entre la bebida cola estadounidense y la rusa para determinar cuál era más rica. Jrushchov eligió la segunda, pero los flashes dispararon justo cuando el Presidente del Consejo de Ministros de la U.R.S.S. miró fascinado a las burbujas de Pepsi. 

Punto para EE.UU. pero, sobre todo, para Kendall.

“Cola cautiva a los líderes soviéticos”, fue el titular del New York Times.


De vodkas...

Aquella foto fue, apenas, la semilla. Para que germine hubo que esperar más de diez años, en los que el conflicto entre ambas naciones creció exponencialmente. Primero, con el arresto del aviador Gary Powers, al principio de los 60’, cuando espiaba en cielo ruso. Luego escaló llegó la invasión norteamericana en la Bahía de los Cochinos con el objetivo de derrocar a Fidel Castro y las amenazas nucleares que pusieron al planeta al filo de la destrucción.

Los 70’ marcaban un lento declive de la U.R.S.S. y Kendall no dudó: cuando Leonid Brézhnev quedó al frente de la Unión Soviética, el empresario gestionó y gestionó para que Pepsi sea la primera compañía norteamericana en amarrar en territorio enemigo (para Estados Unidos). Todo esto con el aval de su amigo Nixon, quien ya manejaba la Casa Blanca a gusto y piacere.

Ese hito, para la gaseosa, tiene fecha exacta: el 16 de noviembre de 1972. El único inconveniente fue la moneda. Porque EE.UU. no quería aceptar rublos y los soviéticos no querían abonar en dólares. Los directivos de Pepsi torcieron la disputa al aceptar comercializar el exquisito vodka Stolichnaya, el mismo que fue diseñado por químico ruso Dmitri Mendeleiev, inventor de la tabla periódica de elementos. 

El trato era un litro de Pepsi por un litro de Stolichnaya. La compañía de la gaseosa abrió su primera planta en Novosibirsk -en la costa del Mar Negro- y luego llegarían otras en Moscú, Leningrado, Kiev y varias más. 

En total, dicen algunas crónicas, fueron más de veinte.

...a flotas militares

Redondo fue el negocio que hizo Pepsi (se produjeron alrededor de 32 millones de decalitros de la gaseosa en Rusia), lo cual agrandó la figura del exsoldado al interior de la compañía, al terminar de atornillar su silla de presidente corporativo

En los 80’, cuando el muro empezó a temblar, la compañía hizo todo lo posible para mantener su monopolio. Pero a Rusia no le quedaban dólares ni vodka y para sostener la demanda de una población que se volvía cada vez más adicta a esa combinación de agua y azúcar, le ofreció parte de su stock armamentístico. Primero fueron submarinos y cruceros. “Estamos desarmando la Unión Soviética más rápido que ustedes”, le cargó Kendall al asesor de Seguridad de EE.UU., Brent Scowcroft.

Poco tiempo después, en la antesala de la Perestroika, PepsiCo hizo lo que fue diseñado para hacer: maximizar sus ganancias, a toda costa. Una U.R.S.S. de capa caída aceptó entregarle buques petroleros y cargueros -con un valor de 3.000 millones de dólares- para recibir un concentrado de Pepsi, que no superaba los 300 millones.

Así fue que, por unos meses la compañía norteamericana tuvo en sus manos la sexta flota militar más grande del mundo, hasta que se dedicó a vender y alquilar lo que Rusia le había entregado. Se hizo líquida la ganancia y las arcas crecieron para Kendall y sus compañeros de acciones.

Clin, caja.

Pepsi por buques cargueros, el trato que selló Kendall con Rusia


La patria son los negocios

El vínculo geopolítico que desplegó Kendall en U.R.S.S. fue especial, pero no fue el único. Pepsi y sus compañías alimenticias que completan la compañía -como Lays y Quaker- levantaron sedes alrededor del planeta. 

Su ejecutivo estrella, por caso, decidió el desembarco de la gaseosa en territorio chino durante los 80’, mientras que en América latina, las fábricas llegaron post Segunda Guerra Mundial. Una de las más importantes fue la que se radicó en Chile. Y quién quedó apoderado de esa licencia fue otro que no dudó en mezclar política y negocios: Agustín Edwards Eastman, dueño de El Mercurio, el La Nación del otro lado de la cordillera.

La relación que articularon Kendall y Edwards fue bastante estrecha, al punto que el CEO de Pepsi recurrió a su amigo de la Casa Blanca para pasarle la nerviosismo que tenía el empresario chileno a partir del ascenso político de Salvador Allende. Kendall telefoneó a su compinche Nixon, al menos un par de veces (según como desclasificó el Archivo de Seguridad Nacional) para interceder en el territorio andino, lo cual habilitó a una reunión, en 1970, entre Edwards con Henry Kissinger y el director de la CIA en aquel entonces, Richard Helms en 1970.

Hechas las conexiones, la agencia de seguridad estadounidense financió una campaña de desprestigio de la izquierda chilena en El Mercurio. La aguja hipodérmica pareció fallar: Allende ganó las elecciones en septiembre de ese año y la propia CIA orquestó no uno sino dos planes para impedir que el Congreso lo declarase presidente, pero falló en ambos. 

Así, Chile tenía un presidente socialista que no tomaba Pepsi y que la gaseosa tampoco lo quería a él.

"Haremos chillar a Chile"

Ya con Allende en la Casa de la Moneda, Nixon volvió a la carga. No quería ni la expansión del socialismo ni quedar en deuda con su amigo pepsicolero, pese al favor que le había cumplido en 1965: ser su pianista en la segunda nupcias del CEO, en el lujoso Pierre Hotel de Manhattan .  “Haremos chillar a la economía chilena”, fue el apunte que anotó Helms tras la reunión con el presidente republicano.

Por ese tiempo, un cable desde las oficinas de la CIA llegaba en forma de orden a la Embajada de Santiago: “It is the firm and continuing policy that Allende be overthrown by a coup”. En criollo: se necesita un golpe de Estado para derrocar a Allende.

El 11 de septiembre de 1973 se materializó el deseo de los Estados Unidos, sus compañías que tenían intereses en Chile y los empresarios locales que no aceptaban un gobierno socialista. El bombardeo que derrumbó la Casa de Gobierno permitió que el general Javier Palacios entrara al edificio y comunicara a la radio militar: “Moneda tomada, presidente muerto”. Allende se había suicidado antes de darle el poder a los militares. 

“Junta militar controla el país”, fue la tapa de El Mercurio, que anunciaba que Pinochet "preside el gobierno", con su rostro ilustrando la portada.

La planta de Pepsi, en Chile, no tendría problemas durante las siguientes décadas.

Total normalidad, la tapa de El Mercurio

El partido fantasma

El destino quiso que dos semanas después del asesinato de Allende, Chile enfrentara a la U.R.S.S. para saber quién clasificaría al Mundial de Fútbol de 1974. Es probable que Kendall ni se haya enterado de ese partido y, de saberlo, quizás nunca se dio cuenta de que en el encuentro disputado en el Estadio Nacional de Santiago hubo solo 11 jugadores y no 22 como está reglamentado, ya que los soviéticos boicotearon el encuentro y no fueron a la cancha, en rechazo al golpe de Pinochet. Alegaron "cuestiones morales".

En tanto, el ejecutivo norteamericano podría haber hinchado por cualquiera de las dos naciones. Ambas seguían tomando Pepsi.