Me preocupaba saber si el ticket era auténtico. Miraba la entrada y era oscura, muy lejos de los tonos claros y las cintas albicelestes, como manos, sosteniendo una pelota de fútbol. Horacio me dijo después, cuando yo contaba este sueño, que el valor de las entradas se traducía en francos suizos. 75 francos suizos, costaba la entrada de la final de la copa del mundo. Pero eso es mera información, como si agregara la fecha del partido, el rival, la formación de los equipos, referencias de un relato más o menos trivial, digresiones. ¿Mejoraría si anoto que Lara me sugirió que ese sueño era una forma de buscarla, a ella, que nació en ese año, el 78? Al menos produce su inesperada incorporación en el sueño.

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Hasta aquí, lo singular sale de cierta perplejidad. Bastante común cuando de sueños se trata. Las palabras se presentan opacas, el relato carece de secuencias y mucho menos tiene un orden, causas y efectos, que hagan progresar una historia. Solo la imagen comprimida en una entrada. Se exigiría, acaso, la extracción de un material subyacente. Motivos pesados, ominosos, que se anclaron en mi mente reposada, es decir activa, falsificando en una invisible impresora, el papel troquelado (pero oscuro) de una entrada a un estadio de fútbol.

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Siempre existe un momento de incertidumbre en cuanto a la validez que un papel impreso confiere a su portador. Se supone que hay que exhibirlo frente a alguien experto, encargado de hacer concordar la cosa con su estado ideal, y una vez hecho, y solo así, permitir el ingreso al evento que consigna la entrada que, ahora sé, tiene un valor en moneda de vieja denominación europea, con alusión a la Francia de la Revolución y a la Suiza de la habitual neutralidad, aunque solo rige en este último país y en el jurídico Principado de Liechtenstein. En el plano del relato/sueño me veo a mí mismo en el año 78. Me veo como soy en el momento en el que cuento mi sueño. Lara y Horacio acuerdan que nadie se ve a sí mismo cuando sueña, aunque se debaten entre qué cosas se ven o no se ven en los sueños: una mano, un pie, pero no la figura entera; y ese desdoblamiento empieza a exigir un papel, como si fuera el director de una obra hecha para mí, o peor, como si me hubiesen obligado, llevado, digamos mejor, a un hecho perfectamente connotado.

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Podría rellenar con memoria ajena el trayecto hacia el estadio, tomar otros textos famosos (o no tanto) y tirar desde allí hacia algún significado; si lidiara con la escritura despojada, ascética (¿hay una escritura ascética?) podría incorporar también la ambientación de la época, infaltable para la verosimilitud. Ese impulso, lo sé, es el deseo de merodear la biblioteca. Alguna novela de Martín Kohan, un cuento de Mario Levrero, incluso los procedimientos: el previsible Cortázar de “La Noche de Mantequilla”, cuento que comienza con unas entradas a un match de box, y una misión a cumplir en un tiempo de plomo. Pero no. No voy a hacerlo.

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Tampoco se trata de que Lara recuerde ese tiempo en tanto su origen, ni que Horacio apunte, fiado a la memoria, que vendió una entrada del partido Argentina vs. Brasil, y con el importe de la reventa (traducido a francos suizos y luego a moneda local) se compró una campera de una marca que ahora no recuerda bien y se pagó un viaje a Bariloche. Hay muchas otras cosas que se adensan en el referente “78” y que se podrían incluir en un relato potencial. Esos datos me parecen ahora muy importantes, se mueven en una zona independiente de la voluntad de narrar.

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Leo en estos días una cita de Sandor Ferenczi sobre los límites de la neurosis individual, donde se afirma que el psicoanálisis no tiene herramientas para actuar en condiciones de psicosis de masa. No se puede explicar, desde el lugar del psicoanálisis, la psicosis contemporánea, hay que crear nuevos conceptos para la restitución de la razón en las manifestaciones colectivas.

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Me esfuerzo por recordar, por saber más, por trasmigrar, pero no logro traer otra cosa que vacío. En un momento pensé –o eso creo ahora- una continuidad de ese sueño: he conseguido ingresar al estadio. Entonces la angustia por el ticket desaparece y toma su lugar el dinero. Porque he pagado en billetes de mil pesos de esta época, algo, pongamos una bebida. Billetes anaranjados, nuevos, con recuperación de la faz de un prócer. ¿Qué hay más allá de la mera preocupación cinematográfica de los viajes en el tiempo y esa posibilidad de ser descubierto con la anomalía del dinero? Quizá un flujo de conciencia alerta en un tiempo de hipervigilancia; policías, que podrían castigar una broma semejante. Pero no es broma, no es mera referencia. Es miedo, miedo en las entrañas. Sin una misión aparente, sin nada que restañar, “sin efecto mariposa”. Solo ser llevado, a esta edad, al año 78.

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De un sueño se espera que se interprete por símbolos. Un estadio puede ser un circo romano. Los desfiles previos, las fanfarrias militares. Las luces en sus paneles obnubilando a una multitud apiñada que grita por una divisa en la noche. La noche, mito de nacimientos y preparaciones. La oscuridad que absorbe luz en beneficio de un poder-maquinaria que prescribe grandes felicidades a costa de la eliminación.

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Allí está el soñante, moviéndose en un pasado cuya historia conoce tanto por los textos, cuanto por la experiencia. Allí decidimos dejarlo, como hasta ahora, como un “Otro”. Lara cierra el tupper y Horacio vuelve la vista a la portable. Queda el silencio encima de ese sueño que acabo cabo de contar, entre la duda, la vacilación y el cálculo de cuánta debilidad, cuánta desnudez dejamos a la vista cuando decimos lo que ocurre en esa región insondable del ser. Nuestro pasado y nuestro presente quedan también en suspenso. Cada uno en lo suyo, con sus íntimas desesperaciones.