A una semana del ataque con dos bombas Molotov a la embajada de Cuba en Washington, no hay detenidos. Tampoco se sabe nada de su autor, ni si progresó la investigación. Pasaron casi tres años y medio de un antecedente semejante o peor –32 balazos contra el frente de la sede diplomática– y el hombre que confesó el delito sigue sin condena. La jueza que lo procesó se jubiló y el gobierno de Estados Unidos, antes con Trump y ahora con Biden, no da garantías de seguridad en una zona sensible de su capital.
Estos actos criminales tienen una historia que es tributaria de la prédica anticubana. La construcción de un enemigo que lleva décadas de desarrollo y cuya usina propaladora es la diáspora ultraderechista de Miami.
Pero los hechos de la embajada no sucedieron en el estado republicano de Florida. Fueron cometidos en el centro del poder político. A escasa distancia de la Casa Blanca, en una zona con alta densidad de sedes diplomáticas, sobre una avenida transitada –la 16– y que al momento del segundo atentado no tenía custodia policial en su ingreso principal. El por ahora anónimo incendiario prendió las mechas casi sobre la entrada, se tomó 55 segundos para arrojar las bombas mientras pasaba un ómnibus y escapó a pie. Ni siquiera le hizo falta uno de los autos que pasaban o estaban estacionados en la cuadra.
Eran las 19.52 del domingo 24. Segundos antes una mujer caminó en su dirección. Esa presencia femenina no lo intimidó. Los cócteles Molotov que había manipulado en la vereda chocaron contra el frente y el autor del atentado se esfumó entre las sombras por donde había llegado.
Estas imágenes se ven en un video que la Cancillería cubana difundió en sus redes. En La Habana se sospecha, como sospecha su jefa de misión en Washington, Lianys Torres, que hubo “una conducta permisiva de las autoridades del orden de este país, que ha sido sede de dos actos terroristas contra la Embajada nuestra”.
La diplomática de la isla fue más allá en la búsqueda de los responsables materiales. Consideró que el ataque “demuestra impotencia, inmoralidad y odio de anticubanos y fascistas que acometen estos actos, los impulsan y los justifican”. Cuando el gobierno del presidente Miguel Díaz-Canel tira del ovillo, la madeja de lana parece que llegara hasta Miami y su zona de influencia. Ahí reside la comunidad más grande de cubanos en EE.UU. Se estima- a septiembre pasado – que ronda el 60 por ciento, y si se toma todo el estado de Florida, el porcentaje sube más.
Cuando el 30 de abril de 2020 el cubanoamericano Alexander Alazo, residente en Estados Unidos desde 2010 y que provenía de Pensilvania, disparó con su fusil AK-47 contra la embajada, se descubrió que había frecuentado la iglesia Jesus Worship Center ubicada en Doral. Una ciudad del condado de Miami Dade cuya población es de altos ingresos, está densamente poblada por hispanos y en especial venezolanos antichavistas.
El 12 de mayo de 2020, el canciller cubano Bruno Rodríguez contextualizó el primer ataque en una conferencia de prensa virtual: “Fue un resultado directo de la política y del discurso agresivo del gobierno de Estados Unidos contra Cuba, del discurso de odio y de la permanente instigación a la violencia de políticos estadounidenses y grupos extremistas anticubanos que han hecho de este tipo de ataques su medio de vida”.
Después se hizo una serie de preguntas sobre el atentado, según reprodujo el sitio Cubadebate: “¿qué responsabilidad tiene el Doral Jesus Worship Center? ¿Cómo alguien con trastornos mentales puede tener una licencia para portar armas y viajar miles de kilómetros con un fusil de asalto sin ser detectado? ¿Cuáles son los vínculos del pistolero con la maquinaria anticubana de Florida? ¿Qué peso tiene el discurso de odio en la trama?”
En la copia de la declaración judicial de Alazo se lee que integró el ejército cubano, emigró a México en 2003, pidió asilo político en Texas en 2007, volvió a La Habana en 2014 y empezó a predicar en una iglesia. Pero este no es el templo que preocupa al ministro Rodríguez como usina alentadora de los ataques a su país. Es el que utiliza para predicar el pastor ultraconservador Frank López en Doral. Lugar que frecuentaba Alazo en 2018 – como admitió el predicador - y de oración para los partidarios de Donald Trump.
El expresidente eligió la iglesia como trinchera. Lo imitaron su ex vice, Mike Pence y el actual senador por Florida Rick Scott, halcones republicanos admirados por la grey que acude a la Jesús Worship Center. Los tres dieron discursos de fuerte contenido político entre 2019 y 2020 en esa iglesia cristiana evangélica como si fuera un comité partidario. Dijeron lo que quería escuchar su audiencia de hispanos en contra de Cuba y Venezuela.
Para Diario de las Américas, un medio crítico de la isla bloqueada hace 61 años, Alazo, aquel tiratiros de 2020 es “extremadamente noble, de fe cristiana, una persona con valores”. Incluso la prensa en general le atribuyó que padecía de esquizofrenia. Una hipótesis tendiente a eximirlo de responsabilidad penal en la balacera. En el testimonio ante la jueza Deborah A. Robinson consta que “viajó de Pennsylvania a Washington D.C con el arma de fuego y la munición, lo hizo con la intención de cometer un ataque violento contra un funcionario extranjero o un oficial local usando un arma mortal o peligrosa…”.
El trío Trump, Pence y Scott compitió a ver quién endulzaba más los oídos de la feligresía que sigue al pastor López. Pero en EE.UU, donde sus presidentes renuevan la lista de países patrocinadores del terrorismo que incluye a Cuba, a veces se pierden de vista ciertos detalles que están a la vista. El senador Scott, pionero en brindar discursos en la Jesús Worship Center, conoce muy bien al hombre que recibió la mayor condena por dirigir el ataque contra el Capitolio el 6 de enero de 2021.
Se trata de Enrique Henry Tarrio, líder del grupo ultraderechista Proud Boys. Sentenciado a 22 años de prisión porque tenía antecedentes delictivos que se le sumaron a la pena recibida por el intento de golpe de Estado, había sido precandidato a la Cámara de Representantes por el partido Republicano desde Florida. Desistió de la campaña porque no le daba el piné y retiró su postulación.
El condenado tenía un frondoso prontuario de odio racial, entre otros delitos. Había sido detenido por quemar una bandera del movimiento Black Live Matters en una iglesia de la comunidad afroamericana. Es curioso. Se trata de un cubanoamericano. Y mantuvo vínculos con Scott cuando era gobernador de Florida – como lo prueba una foto -, Trump junior, el representante ultraderechista Mario Díaz Balart y el senador republicano Ted Cruz. Este último, cuando Tarrio dirigía el grupo Latinos con Trump de la Florida, copatrocinó una resolución del Senado que se basaba en una petición escrita por el ahora condenado. Perseguía el objetivo de designar al grupo anarquista Antifa como una “organización terrorista nacional”.
Buena parte de este perfil de Tarrio fue publicado por el Daily Mail el 1° de octubre de 2020, casi tres meses antes de la irrupción en Washington de los supremacistas blancos y cuando él apoyaba la reelección del expresidente. “Simplemente creo que debería poder decir lo que quiera y expresar mi apoyo a Trump sin que me llamen nazi”, declaró una vez. Este hombre de unos 40 años es producto de esa Miami hispana y furiosa anticastrista donde “los grupos anticubanos acuden al terrorismo al sentir impunidad”. Las palabras pertenecen a Bruno Rodríguez, el canciller de la isla asediada.