Hay una frase cada vez más remachada en el mundillo de palacio y del ámbito político. Candidatos, dirigentes, analistas serios, charlatanes, encuestólogos, operadores, de cualquier orientación, repiten que todo está abierto.
Esa figura remite exclusivamente al escenario electoral, sin expectativas de modificaciones mayores según resulten los debates presidenciales. Cabe agregar, a minutos de haber concluido el primero: se ratificó esa impresión.
Para quien guste de reparar en las formas, en medio de lo aburridas que fueron las casi dos horas, desde ya que sobresalió el titubeo constante de Patricia Bullrich en sus intentos por hilar alguna oración (no ya una idea o propuesta). Javier Milei se mostró incómodo con el formato, pero no sufrió provocaciones que pudieran desestabilizarlo. Sergio Massa y Juan Schiaretti no vacilaron jamás, y Myriam Bregman tampoco en la reiteración de su estructura discursiva.
Nadie ganó ni —sobre todo— perdió considerablemente (el flojo desempeño de Bullrich, en todo caso, dejaría claro que no está en condiciones de sumar un voto). Y no es menor que Massa haya salido airoso en un momento muy delicado. Punto. En materia de contenidos, el candidato oficialista fue el más propositivo. Pero la duda sigue siendo si acaso se votarán propuestas.
La salvedad de que alguien cometa un yerro descomunal acaba de suceder por fuera del combate retórico de esta noche y del próximo domingo.
El episodio de Martín Insaurralde amenaza a Unión por la Patria con ser un cisne negro a la altura de la foto de Olivos, en plena pandemia. Y lo más doloroso es que, por carácter transitivo, podría afectar a un funcionario y candidato con los quilates de Axel Kicillof, a cargo de la mejor gobernación bonaerense desde el recupero democrático.
Hay una rabia comprensible y justificada. Pero tampoco se trata de sobreactuar la indignación, si es a costa de perder de vista que lo principal no radica en la indescriptible obscenidad de Insaurralde. Las postales de Marbella deberían quedar lejos de la evaluación general sobre lo que está en juego, como si, por otra parte, habláramos de que enfrentado a este monotema de las últimas horas hay una selección opositora de carmelitas descalzas.
Son otras las cuestiones estimadas como “decisivas”, pero tampoco hay certezas sobre la dirección que tendría esa palabra. ¿El dólar disparado, con sus consecuencias inflacionarias, significa una adversidad que el oficialismo no podrá remontar? ¿O ese aspecto ya no le cambia nada al núcleo duro de los votantes de UxP, ni a quienes se les sumarían en unión contra el espanto? ¿Es cierto que Javier Milei detuvo su crecimiento porque, al ser visto como presidenciable con altas chances, mucha o bastante de la gente que lo votó retrocederá desde su catarsis embroncada? ¿Y acaso eso supondría un incremento en las probabilidades de Patricia Bullrich, cuando ni siquiera en sus propias filas la dan entrando al balotaje debido a una imagen de insolvencia que Carlos Melconian no pudo corregir?
Interrogantes de esa naturaleza taladran en los círculos ultrapolitizados. No se pude hacer mucho más que exponerlos como registro de una realidad ajena al común de la calle, circunscripta a los desvelos económicos y la bronca contra la “clase” política.
Las medidas que Sergio Massa continúa implementando, sin parar, son otro intríngulis en cuanto a su eficacia electoral. Reparan en parte los efectos devaluatorios. Lograron que el peronismo se discipline tras su candidatura (como lo demostró el acto numeroso de CGT, CTA y movimientos sociales), aunque no hay un entusiasmo parejo porque Massa no significa mística: es mucho antes un líberal, en el sentido yanqui del término. La campaña publicitaria resulta aceptable, muy bien locutada, y el slogan de “Tenemos con quién, tenemos con qué” es lo más cercano a un título que pudo conseguir UxP. Toca algún nervio de futuro, por lo menos, ante al facilismo berreta pero hasta aquí eficiente de “casta” y “dolarización”. Y frente a la cansadora letanía cambiemita de destruir a los K, como si el kirchnerismo en su relato clásico estuviera gobernando y como si erradicar a alguien, al margen de su carácter fascistoide, ya no estuviese copado por el loco de la motosierra.
Sin embargo, asimismo no se sabe si esos aciertos de marketing tendrán un papel determinante al ser una elección muy reñida. La historia de las urnas está inundada de ejemplos que sirven a las dos mitades de la biblioteca.
En una, hay fraseología e imágenes de fuste capaces de haber sugerido un rol decisorio (“es la economía, estúpido”; el pacto sindical-militar denunciado por Alfonsín; el cajón de Hermino; el “sí, se puede”, más montones de etcéteras).
En la otra, a la que este comentarista adhiere, esos efectismos simplemente refuerzan las tendencias instaladas. Es como la polémica interminable, ya bizantina, en torno a la incidencia de lo comunicacional. Sin esperanzas para ponerse de acuerdo, podríamos acercarnos si señalamos que la comunicación desastrosa de un gobierno es un pelotazo en contra; y, a la vez, que ni la más brillante de las comunicaciones puede sustituir de base a una sensación popular negativa.
Al cabo, lo importante es detenerse en que, gane quien gane, desde diciembre no habrá otra alternativa que algún impacto en condiciones de estabilizar al mercado financiero y, más genéricamente, al conjunto de lo económico. Allí, y respecto de allí, ya no se discute si shock o gradualismo. Es cierto que se discute qué tipo de shock.
El Fondo Monetario, que es el ministro de Economía virtual aunque deba reconocérseles a Massa y a su equipo la idoneidad para amortiguar exigencias extremas, acaba de advertir sobre la necesidad de más ajuste bien que en términos cuidados. Pero también demolió los delirios de Milei, sobre una dolarización que “requiere pasos previos importantes y no sustituye una política macroeconómica sólida” (Julie Kozack, vocera del organismo).
Sólo hay un paso entre esa advertencia y la obviedad de para qué se dolarizaría si lo macro es sólido.
De hecho, todas las fuentes acerca del examen dado por Darío Epstein y Juan Nápoli, economistas de Milei enviados a la reunión en Connecticut con ejecutivos de Wall Street, en la mansión de Gerardo Mato, un ex del HSBC, hablan de papelón. Y a Melconian, quien también viajó a Estados Unidos para juntarse con bancos, fondos de inversión y calificadoras de riesgo, le fue parecido.
La última renegociación con el Fondo llega hasta noviembre, alrededor del balotaje. Suele sobreestimarse el papel que ocupa Argentina en el tablero mundial. Es cierto que el país está comprometido hasta límites ¿inconcebibles? por el crédito siniestro tomado por Macri, pero no lo es que el FMI se juega su existencia si no nos “solventa”. En todo caso, Kristalina Georgieva y otros funcionarios perderán su cabeza burocrática.
La pregunta que debería regir es quién garantiza(ría) mejor la administración del sacudón esperable.
Todas las críticas imprescindibles sobre los errores de este Gobierno no quitan que el oficialismo cuenta con los recursos más aptos para saber cómo encarar el drama de corto plazo. E inclusive podría decirse que son datos objetivos, antecediendo a la opinión personal.
Es el Gobierno quien conoce los números reales. Quien tensa con los factores de poder. Quien gestiona las internas del peronismo y de los movimientos sociales. Quien contiene a la influencia emblemática de Cristina. Quien sobrellevó estar a punto de irse en helicóptero, como reconoció Jorge Ferraresi. Quien sabe cómo son los resortes de tripular al Estado sin que se desmadre. Quien podría aterrizar, aun con enormes turbulencias, ese futuro de una macro estabilizada porque, previo a no haber sequía, no habrá doble comando (tema, este último, que requiere de mucha estabilidad por parte del peronismo más emocional).
Claro está: la pregunta que se antepone a quién sería el mejor, o el menos malo, es si la respuesta pasará por lo que es o por la corriente mayoritaria de que no lo sea.
Sin contestación a la vista, no queda otra que observar el decurso de los acontecimientos y, sobre todo, ver si en Unión por la Patria están dispuestos al optimismo de la voluntad.