Un poco de historia: en su versión pictórica el retrato había sido el género de la realeza, la aristocracia y la alta burguesía, en ese orden. El realismo supone una primera excursión más allá de los círculos concéntricos del dinero y el poder, pero es solo cuando la cámara fotográfica toma las riendas de la representación que el universo de retratadas y retratistas se expande hasta incluir labradores, trabajadores de la construcción, amas de casa, linyeras, niños que viven en la calle y demás criaturas de la especie humana.
Por una vez estamos ante una democratización que no conlleva devaluación: el retrato como género conserva algo de esa capacidad de enaltecer que lo volvió tan útil como herramienta efectiva de representación visual de la autoridad. Y así, en los primeros retratos fotográficos de ciudadanas del común, de la plebe, por ejemplo en los retratos en blanco y negro del fotógrafo alemán August Sander, el género mismo, y la cámara como expresión de un estado de la técnica, les prestan a las personas retratadas un respeto y una dignidad que ni siquiera estaban asegurados por las leyes políticas y civiles de la época. La cámara es también la cámara, el recinto, en el que se puede poner en escena, de manera anticipatoria, el sueño de una sociedad de iguales en la diferencia.
Es esta la tradición artística en la que se inscribe la práctica fotográfica de Sebastián Freire. Tradición artística que supone, claro está, un proyecto político. Porque en Sander, en Diane Arbus y en Madalena Schwartz, por citar sólo algunos nombres, de lo que se trata es justamente de sostener la humanidad de comunidades y sujetos vulnerables cuyas vidas relampaguean en un instante de peligro. ¿Cómo? Recurriendo, de distintos modos y con diversos tonos, al repertorio de herramientas y estrategias que ofrece la tradición del retrato. Sebastián Freire husmea en ese arcón distinguido y rescata dos de esas estrategias. La primera, más que evidente en estos trabajos, el uso insistente del estudio como escenario del hecho fotográfico. La segunda, igualmente notable, la transformación del acto del retrato en una escena dramática, teatral.
Casi la totalidad de estas fotografías fueron tomadas en el estudio del fotógrafo. Freire no reitera el gesto etnográfico fatigado por la fotografía contemporánea, que se dedica a encontrar a sus personajes en sus hábitats naturales, como si los sorprendiera en una autenticidad no fingida. No, los lleva al estudio, los invita al juego de luces y sombras, les da la bienvenida – sin que importe de donde vengan – al recinto en el que se produce la magia del arte y de la técnica. Hay aquí, como se dijo, un principio de elevación, que es un reconocimiento de dignidad.
Pero hay algo más: porque el estudio no es solo el taller, el lugar de trabajo y de producción, sino también el espacio en el que se teje cierta intimidad, o mejor, familiaridad. En efecto, Freire muestra en esta serie, y en casi todas sus fotos, su capacidad de establecer lazos afectivos con quienes posan, su facilidad para hacerles sentirse en libertad y agradables, prácticamente no vistos justo en el momento en que son el foco de atención.
Despliega así un talento para la simpatía que resulta decisivo para toda retratista de fuste. El resultado es una suerte de álbum de familia espectacular y disparatado, toda vez que entendamos el término familia como lo han entendido a lo largo de décadas las comunidades de la disidencia sexual: las familias de travestis en espacios como el Hotel Gondolín de Buenos Aires, la familia que se arremolinaba alrededor de Andy Warhol en la Factory, las familias que constituyen las Houses de drag queens inmortalizadas en Paris Is Burning, y así siguiendo.
Las fotografías de Freire insinúan la vitalidad de una familia extendida a la vez situada e internacional, se diría internacionalista, de la que participan artistas, escritores, activistas, trabajadores sexuales, modelos, amigas, amantes, académicas y fabulosos desconocidos. Que resulta a su vez un catálogo de los mil pequeños sexos imaginables, de las diversas experiencias sociales, raciales y genéricas, y de los distintos estigmas con los que la sociedad ha marcado a nuestros cuerpos, a todos los cuerpos, por su riqueza de edades, de formas, de tamaños, de colores y de rasgos. Freire compone con este conjunto de retratos un tesoro visual de cuerpos sin patrón, no tanto emancipados como soberanos, seguros de su potencia, soberbios en su magnetismo, serenos en la conciencia de haber definido un nuevo umbral de belleza.
Si esta magia debe ser atribuida con toda justicia al dulce montón de retratados, debemos ponderar también el aporte decisivo del fotógrafo. Y en particular esa inclinación por lo teatral que constituye su marca estética más identificable. En efecto, los retratos de Freire se nos presentan como escenas: sus personajes aparecen en el foro o tras bambalinas, listos para su entrada en acción, para su monólogo o para su muerte del cisne. Y al igual que en su exhibición de 2008, Nueve reinas, el efecto es conseguido por una sofisticada coreografía de poses: todas dramáticas, nunca naturales, casi grotescas, hijas altisonantes del artificio.
Freire practica una sostenida política de la pose que merecería su propio Foucault, la pluma de Sylvia Molloy o la reinterpretación mimética de Madonna. No exagero. Por momentos esta serie de instantáneas parece un “Vogue” más osado y detenido, descompuesto en sus fotogramas mínimos. Pero al igual que en “Vogue”, las poses solo adquieren su espesor escultórico, ese hieratismo de estatua, al ser afectadas por un juego que el fotógrafo produce fuera de escena y que constituye un drama aparte: el drama de la luz.
Eximio coreógrafo, Freire es ante todo un iluminador consumado, diestro en el manejo de los focos, en la dosificación de su potencia y en su contrapunto con ese otro elemento primario frente al que no duda inclinarse: la sombra. Más que realizar su elogio, Freire explora su riqueza, los secretos que esconde, los contrastes que posibilita. Y si August Sander, Diane Arbus y otres pueden considerarse sus antepasados, es claro que Freire encuentra inspiración en una ancestra que descollaba en otro campo: el pintor italiano Michelangelo Merisi da Caravaggio. Se sabe: es su insistencia hasta la extenuación en la técnica del claroscuro lo que le da expresión visual definitiva al concepto de drama barroco. Y Freire es su discípulo obediente: igualmente oscuro, igualmente claro, igualmente barroco, igualmente dramático.
No quiero dejar de observar una consecuencia decisiva de esta predilección por el drama. Si se considera la lista de quienes posan; si se observan sus cuerpos, sus heridas, sus marcas, sus excesos y sus faltas; si se repara en sus trayectorias en el activismo, en el arte, en una dietética de los placeres; las elecciones estéticas de Freire resultan como mínimo sorpresivas, y como máximo provocadoras. En efecto, las convenciones del sistema del arte contemporáneo, y las no menos asfixiantes reglas no escritas de la corrección política, nos tienen acostumbradas a otro tipo de escenas cuando se trata de estos personajes.
Siendo directo, y brutal, ambas normativas suelen recetar, otorgándoles un abrumador peso moral, por cierto, escenas de confesión. Esto es, nos han acostumbrado a ver a las personas racializadas, a los pobres, a las subjetividades trans, a los cuerpos con diversidad funcional siempre en la misma posición: la posición de quien declara, una y otra vez, su verdad más auténtica, que es también, como se insiste, su identidad. Dicho de otro modo: las personas que Freire reúne son personas que han sido invitadas a otras fiestas, algunas muy distinguidas, pero siempre bajo la condición de que hablen de sí mismas y de sus desgracias. Es esa expectativa a esta altura conservadora la que defraudan los retratos de Freire. Incluidas en la escena dramática, invitadas al teatro, las personas retratadas en esta serie no se limitan a explicarnos de dónde vienen, qué les ha pasado, cuánto han sufrido y quienes son.
Todo eso está presente, latente, abultando las sombras que los acechan y los custodian. Pero en el juego que Freire propone no es esa trenza de condiciones y experiencias la que ocupa el primer plano, no. En la escena del retrato, todas estas personas inventan en diálogo con el fotógrafo otros tantos personajes, y los focos se dirigen entonces a esa potencia que, de acuerdo con Spinoza, esconde todo cuerpo. Recitemos con Spinoza, y con su heredero pop, Deleuze, esa máxima que sigue vigente aún hoy: nadie sabe lo que puede un cuerpo. Lo que sí sabemos, gracias al trabajo incansable de Sebastián Freire, es que esa potencia alcanza su punto nieve, su consagración teatral, cuando un cuerpo más se parece a lo que soñó de sí mismo. Es esa culminación, esa apoteosis, el exacto momento en el que los cuerpos atraviesan sus límites y se reinventan en la fantasía, lo que estos retratos producen, capturan y nos ofrecen con una reverencia.
'Cuerpos sin patrón' está producida por el Vicerrectorado de Cultura y Sociedad y La Nau, en colaboración con el proyecto Trans.Arch (Archivos en transición) del Programa MSCA - RISE de la Unión Europea.