A los treinta y seis años, Jo Ann Beard se consideraba a sí misma una escritora fracasada. Trabajaba como editora en una publicacion científica de la Universidad de Iowa, ocupándose a diario de temas abstractos que no entendía, artículos de física teórica sobre los anillos de Saturno, por ejemplo. Había publicado algunos ensayos autobiográficos en revistas pero su libro rebotaba de editorial en editorial acompañado de cartas de rechazo. ¿Se es realmente una escritora cuando no hay obra publicada? ¿Vale la pena el sufrimiento de la escritura - Beard es de las que odian escribir pero aman haber escrito, como decía Dorothy Parker- cuando no hay atisbo de reconocimiento? Mientras su marido la abandonaba, ella se deprimía y una de sus perras moría lentamente, seguía yendo a la oficina. Uno de esos días, el 1 de noviembre de 1991, decidió volverse antes a su casa - la melancolía la aplastaba- y al salir del campus se cruzó con uno de los alumnos de su jefe y amigo, el físico alemán Christof Goertz. El estudiante Gang Lu se dirigía a la oficina de la revista donde estaban Christof y otros catedráticos. Allí abrió fuego y los asesinó a todos. Luego se pegó un tiro. Apenas llegó a su casa, a la escritora empezó a sonarle el teléfono. Fue así como se enteró que su vida, tal como la conocía hasta el momento, acababa de terminar. La experiencia de esa tragedia se transformó en el descomunal “El cuarto estado de la materia”, un ensayo que publicó The New Yorker cinco años después y la puso en el centro del campo literario estadounidense. De repente críticos y editoriales - las mismas que la habían rechazado - descubrían, como los españoles descubrieron América, al “secreto mejor guardado de la no ficción” y tiempo después, al fin, llegó el libro. Los chicos de mi juventud se publicó en 1999 y si bien no fue un bestseller se transformó en una contraseña entre escritores e intelectuales. A pesar del reconocimiento - llegaron premios, residencias, ofertas laborales en universidades de prestigio- el libro no atravesó fronteras hasta el año pasado. En 2022 la editorial española Muñeca Infinita lo tradujo - ahora se distribuye en Argentina- y este año su obra ensayística reunida se publicó en Gran Bretaña. Además de Los chicos de mi juventud, Beard publicó la novela In Zanesville (2011), su primera y única incursión en la ficción, y el reciente Festival Days (2021), un libro sobre experiencias límites de otras personas pero donde su voz aparece todo el tiempo. No ficción, autoficción, literatura del yo, ensayo autobiográfico, todas formas posibles de intentar atrapar una escritura en fuga. No es exactamente ensayo - no es una literatura de ideas sino de historias la suya- pero tampoco crónica. Podrían ser cuentos pero en general decir cuentos es decir ficción. Los chicos de mi juventud reúne doce relatos que recorren distintos periodos de la vida de la narradora, varios se instalan en una infancia semi rural en el estado de Illinois, con un padre amoroso pero alcohólico y una madre difícil y también bastante alcohólica, con una hermana mayor y un hermano menor y ella ahi en el medio, sintiendo intensamente y, al parecer, recordándolo todo. “Aquí va un recuerdo de cuando no sabía hablar: soy muy pequeña y estoy detrás de unos barrotes, como un mono bebé en una jaula”, comienza Beard en el prefacio del libro. Además del núcleo familiar disfuncional aparecen tías y primas, muchas mascotas y otros animales, amistades y amores adolescentes y pinceladas de su primera vida adulta, en la que se casa con su novio de toda la vida, ese marido que luego la deja, en la que sobrevive a una masacre universitaria, en la que se deprime y no escribe, justo antes de pegar el salto.

Si Beard se tranformó en una “escritora de escritores” (Jonathan Franzen, también de Illinois, es uno de los famosos que la elogian) es, además de su inteligencia, por su prosa virtuosa y extraña, por momentos hiperrealista, por momentos impresionista, siempre poética y sorprendente. Es capaz de escribir cosas como “es de noche y los sentimientos afloran, como la sangre en un rasguño” y en ese mismo relato alternar su historia sobre unas vacaciones en pareja con el punto de vista de un coyote en el desierto y con el de una narradora omnisciente: “A unos quince metros del suelo se distingue una cicatriz la piel de un cactus, hecha con una navaja y unos dedos sucios. Un pájaro carpintero aterriza en la cima verde y mira detenidamente a su alrededor, clava la aguja de su pico en la carne y vuelve a observar. A dieciseis kilómetros al oeste se erige una cresta agrietada y dorada como la corteza de un pastel; deslizándose por una corriente de aire, un halcón planea sobre ella. El pájaro da otra estocada y, con un espasmo, consigue que la humedad baje por su garganta”, dice en “Coyotes”.

Beard pasa del puntillismo a la realidad aumentada, de la trascendencia casi mística - es una fanática de los chamanes y de los hongos, de los perros y de los pulpos - a las escenas más cotidianas, muchas cargadas de humor amargo, como de colilla de cigarrillo. A los 68 años sigue fumando y sigue enseñando. Respeta la literatura y sabe de lo azaroso del reconocimiento. En muchas de sus entrevistas se explaya sobre el hecho de que la mayoría de los escritores - ella incluída- no puede vivir de su tarea sino de trabajos aparte y que poner de acuerdo a todas esas identidades suele ser problemático. No habla como una persona que ya llegó a algún lado, sino de alguien que sigue peleando con su neurosis - necesita que las condiciones estén dadas para escribir- para sentarse a pensar y excavar, porque la suya es una una literatura de profundidad. Su escritura es una exploración permanente de la memoria y los límites de los recuerdos, rompiendo la eterna, agotadora y falaz contraposición entre biografía e imaginación. Cuando hace poco le preguntaron en una entrevista para el diario británico The Guardian si se sentía una pionera o responsable del auge de la autoficción, respondió: “No, siempre hubo autoficción. Pero le decían distinto. Le decían ficción”.