Bastó un video de 40 segundos para que las Pussy Riot adquirieran notoriedad mundial: el que registraba cómo, en febrero de 2012, irrumpían en el altar mayor de la Catedral de Cristo Salvador de Moscú para interpretar una canción de denuncia contra la corrupción de la Iglesia ortodoxa, poderosa aliada de un Kremlin ávido de verticalidad. Pudieron rasgar las cuerdas de sus guitarras eléctricas contadas veces, apenas entonar unos versos de su Punk Prayer antes de ser detenidas, acusadas de “vandalismo motivado por odio religioso”. La osadía, como se sabe, les costó caro a varias de sus integrantes, que pasaron dos años tras las rejas por esta desafiante performance política, que en esos días fue tachada como “terrorismo de terciopelo” por el obispo Tikhon Shevkunov, uno de los asesores espirituales de Vladimir Putin. Una definición de la que hoy día se han apropiado las díscolas Pussy Riot, cuya trayectoria puede conocerse vía Velvet Terrorism, tal el nombre de una exhibición en Dinamarca que permanecerá en cartel hasta enero de 2024.
“Es la primera vez que un museo repasa la historia de más de una década de las Pussy Riot”, señalan desde las filas del Museo de Arte Moderno Louisiana, ubicado en Humlebaek, a pocos kilómetros de Copenhague, que ha puesto a disposición sus instalaciones para montar una exhibición por todo lo alto. Es decir, con cientos de fotografías y filmaciones de sus actuaciones repentinas, transcripciones de sus juicios, cartas enviadas desde prisión, canciones de protesta donde conjugan electropop, metal, funk, hip-hop, incluso canciones de cuna… Una recorrida pormenorizada, en resumidas cuentas, que invita a recordar o, en su defecto, a descubrir las acciones más y menos difundidas de estas punkettes rusas, además de las tantas represalias que han sufrido en los últimos años: detenciones, palizas, intentos de envenenamiento, vigilancia constante…
“Las acciones recopiladas se destacan como parte del arte político más poderoso del siglo XXI”, señala Tine Colstrup, curadora de una muestra que, según la crítica especializada, ha trasladado el espíritu revoltoso de las Riot a la propia estética de la exhibición, donde las fotos están pegadas a las paredes con cinta adhesiva; los textos, escritos a mano sobre los muros de la galería en todo tipo de colores brillantes, a juego con los característicos pasamontañas tejidos de las muchachas. Colores vivaces que contrastan con los tonos apagados de uniformados antidisturbios y, en términos generales, con la realidad sombría que ellas se han ocupado de denunciar en lo sucesivo, en favor de los derechos humanos, de la libertad de expresión, de la comunidad LGBTQ+, contra la persecución política y la guerra en Ucrania, etcétera. Lucha compleja, por cierto, que en varias oportunidades las ha obligado a huir de su patria…
Es el caso de Maria Alyokhina, una de las fundadoras de Pussy Riot, que ha supervisado con lupa la exposición, trabajando codo a codo con Colstrup. Masha, como la apodan, acaso sea una de las caras más reconocibles del colectivo: tras terminar en cana por la emblemática Punk Prayer, cofundó Mediazona, una web de noticias especializada en derechos humanos; escribió sus memorias, Días de insurrección (2017); recorrió el mundo dando conferencias… A fines de 2021, volvió a ser condenada con prisión por manifestarse contra la detención del opositor ruso Alexei Navalny, y ya luego, obligada a permanecer bajo arresto domiciliario. Temiendo una reprimenda aún más dura, orquestó un escape de película el año pasado: disfrazada de repartidora de comida, Masha pasó junto a los policías que controlaban su domicilio y, a plena luz del día, consiguió escapar, cruzando primero a Bielorrusia, después a Lituania. Para entonces, estaba en la lista de personas más buscadas de Rusia. Su fuga también se relata en la exhibición.
“El diseño de Velvet Terrorism sugiere cierta urgencia y carácter provisional, como si se ingresara en un espacio del que acaso haya que huir de presentarse algún problema. Pero en este domingo de finales de septiembre, el público que llena las salas no parece tener ninguna prisa”, observa el rotativo El País, y retoma las palabras de la curaduría, que sostiene que “desde la perspectiva de la historia cultural, la obra de las Pussy Riot encuentra sus raíces en el dadaísmo y el movimiento Fluxus y, en un sentido más amplio, en el arte político del accionismo vienés del siglo XX, al tiempo que lleva los métodos del happening y la performance al extremo”.
“Atacar” un edificio gubernamental con avioncitos de papel; orinar larga y ruidosamente sobre una foto de Putin; ingresar a la cancha durante la final de la Copa Mundial de Fútbol 2018, celebrada en Rusia; o antes, en 2014, tratar de cantar públicamente la sardónica “Putin te enseñará cómo amar a la patria” durante los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi, interrumpidas por represión a latigazos… Apenas algunas de las tantas acciones de un grupo que, aún siendo dueño de un pensamiento articulado y una mirada lúcida, nunca ha buscado ser sutil o irónico, optando en cambio por ofensivas pacíficas donde resistencia, provocación y humor sirvan para agitar conciencias y, obvio es decirlo, hacer chillar a Putin. A Masha, de hecho, le han preguntando cómo es posible que en muchas fotos que documentan cómo las reprimen o arrestan, ellas sonrían; y desde el exilio, como tantas otras de sus compañeras, explica que “la sonrisa es libertad, y el humor, un arma que desarticula a las autoridades. No saben lidiar con la alegría”.