El primer problema que surge al llevar a escena un texto como El Zoo de cristal es quedar atrapado en su literalidad. La historia que cuenta Tennessee Williams está ligada a un momento muy preciso del capitalismo que sucede después de la crisis de 1930 en Estados Unidos. 

El Zoo de cristal es un drama social atravesado por el dinero y la capacidad de supervivencia. La familia Wingfield debe enfrentar primero el abandono del padre, que sigue presente en ese retrato enorme en el salón donde no para de sonreír. El temperamento de Amanda manifiesta la voluntad de una mujer dispuesta a sobrellevar esa desprotección que implicaba, por ese entonces, perder el sustento económico y, a la vez, luchar por mantenerse alegre y decidida para no desmoronarse.

Amanda, que en esta versión es interpretada por Ingrid Pelicori, asume en su discurso los postulados del modo de vida americano. Cree que el trabajo y el esfuerzo traerán una recompensa, le dice a su hijo Tom: “levántate y brilla” cuando el joven tiene un trabajo rutinario en una zapatería. Esa asimilación al discurso normativo hace de Amanda un ser que necesita aferrarse a una creencia para sobrevivir pero que no deja de ver la realidad y pensar estrategias para encontrar algún tipo de solución, aunque su entusiasmo, unido a la desesperación por sostener a su familia lleve a que cada uno de sus propósitos se instrumente de forma precaria y torpe.

Tom (Agustín Rittano) es el componente crítico. El joven entiende que trabajar es demoledor, que no va a traerle ningún tipo de felicidad y que, además, debe hacerse cargo de su madre y su hermana. Si bien siente amor por ellas, para salvarse necesita recurrir al egoísmo, un dato que, como ocurre con los grandes dramaturgos, siempre va a estar sujeto a contradicciones. Tom es el narrador de la obra, lo que implica que todo lo que sucede responde a su punto de vista y su recuerdo pero su capacidad crítica en torno al sistema social del que intenta desprenderse para elegir un destino vinculado a la aventura, no contempla a su hermana Laura. 

El sigue viendo a la joven retraída que se entretiene con su zoológico de cristal y los discos de su padre como alguien que no cumple con las coordenadas de una joven atractiva y sociable y, por esa razón, aunque la ama, no deja de condenarla, de establecer una mirada sobre ella que encierra piedad pero también cierta descalificación. Laura, en un desempeño delicado y minucioso de Malena Figó que se permite ciertas estridencias y arrebatos, justamente para trabajar la interioridad de un personaje muy librado a la imaginación de la actriz que lo encarne, es el ser anómalo, la persona incapaz de adaptarse. En este mundo social reducido a una casa pero susceptible de reproducir el esquema económico del sistema que los acecha, Laura es como Blanche DuBois, la protagonista de Un tranvía llamado deseo, una persona que al no poder vender su fuerza de trabajo ( por poseer una sensibilidad extrema, por temer demasiado a la opinión de los demás, por considerarse una minusválida debido a una pequeña renguera) está a punto de perder toda posibilidad de sobrevivir. Eso es lo que señala Williams en estas dos obras: las personas que no se asimilan a las normativas del sistema son expulsadas, no encuentran alternativas y entonces se convierten en parias.

Jim es el prototipo del joven exitoso pero tamizado por esa promesa juvenil que no se cumplió. Martín Urbaneja entiende ese afán por seguir mostrándose como un hombre seguro aunque está claro que ese personaje atractivo y mágico que Laura recuerda de las épocas del colegio tuvo que enfrentarse a la contundencia de un mundo que no fue generoso con él

En esta puesta de Gustavo Pardi el drama se expresa en la versión de Mauricio Kartun que le otorga a la dramaturgia un ritmo y un espacio para que los personajes se desenvuelvan en un universo donde las necesidades más inmediatas se conjugan con un sistema social que funciona como destino. El realismo de Williams no abandonaba ciertas ambiciones poéticas, había algo que se desplazaba hacia un lugar más exaltado que todo el elenco de esta puesta consigue articular sin quedarse demasiado en esa zona, sin olvidar que hay una verdad escénica que marca el relato. El único personaje que está en otro tiempo es Laura cuyo funcionamiento es más interno y frágil. Es alguien que no encuentra la forma de intervenir en ese mundo que sucede afuera de su casa pero que se permite una noche encantada con Jim, el último regalo que recibe de su hermano antes de convertirla en un recuerdo.

El zoo de cristal se presenta los martes a las 20 en El Picadero.