Al fin del verano de 1945, en marzo, cuando yo acababa de llegar de Mar del Plata, salimos una noche. Entre tanto yo había recibido varias cartas suyas en casa de los Bioy, donde estaba invitada.
Al pasar ante una panadería de Constitución, aspiramos el perfume del pan caliente, recién horneado. Él habló. Me dijo que quería escribir un cuento sobre un lugar que encerraba “todos los lugares del mundo” y que quería dedicarme ese cuento. Fue la primera alusión a El Aleph. Yo me detuve y aspiré el olor reconfortante del pan seco en aquella noche húmeda. Él sugirió que yo podía ayudarlo en la enumeración de los objetos que quería nombrar. Le contesté que no podía ayudarlo. Y seguí negándome cuando él insistió, incluso por carta. Yo tenía la sensación de que estaba tratando de halagarme, que empleaba uno de sus procedimientos destinados a atraer a las poetisas en ciernes.
No me gustaba estar en esa canasta. Por otra parte, no me atrevía a sugerir nada. Cada cual tiene su propia visión del mundo, y la mía no concordaba con la de él. Cualquier cosa que yo dijera iba a ser transformada, cualquier sugerencia era inútil.
Dos o tres días después vino a casa una mañana, trayendo un paquete que, según dijo, contenía un objeto que mostraba “todos los objetos del mundo”. El objeto se llamaba el Aleph. No dijo que el Aleph era la primera letra del alfabeto hebreo. Para él era ese objeto, una puerta abierta a lo imposible.
El objeto en cuestión era uno de esos juguetes con una lente fijada a un tubo bajo el cual había una planchita donde se hacía girar unas virutas de acero. O sea, un calidoscopio. Las virutas, movidas, componían estructuras geométricas e inesperadas combinaciones de colores. Georgie estaba tan contento como un niño con el Aleph.
Toño, el hijo de la muchacha que servía en casa, una criatura de cuatro años, vio el Aleph. En manos de Toño, el objeto no tuvo vida larga. Esto no importó. Georgie ya me había mostrado que el objeto era mágico, era esa primera letra que incluía, tal vez, el nombre de Dios, que era tal vez una de las manifestaciones de Dios.
Él siguió escribiendo el cuento. Me telefoneaba todas las mañanas y me mandaba notas y postales anunciándome –redundantemente– que nos íbamos a ver esa noche.
Me repetía que él era Dante, que yo era Beatrice y que habría de liberarlo del infierno, aunque yo no conociera la naturaleza de ese infierno.
Cuando me apretaba entre sus brazos, yo podía sentir su virilidad, pero nunca fue más allá de unos cuantos besos. Estaba exaltado; citaba poemas en inglés, en español, tercetos de la Divina Comedia. Me decía que El Aleph iba a ser el comienzo de una larga serie de cuentos, ensayos y poemas dedicados a mí.
Una noche fuimos a comer al Hotel Las Delicias, de Adrogué. El paso del tiempo se hacía sentir: los rombos rojos y azules de las ventanas habían sido reemplazados en parte por vidrios incoloros; faltaban los helechos y las macetas con palmeras. El comedor, vasto y mal iluminado, estaba casi vacío. La comida del menú fijo era tan mala como puede serlo la comida de una casa de pensión. Pero esto no tenía ninguna importancia para él esta noche. El mâitre y dos o tres mozos se acercaron a saludarlo. Se lo veía feliz y excitado en este viejo comedor despojado de sus antiguos esplendores.
Después de la comida dimos una vuelta por el parque del hotel, tan descalabrado como el mismo edificio. Y él propuso que fuéramos hasta Mármol, la próxima estación de tren, unas veinte cuadras después de Adrogué.
Esa noche, que conservaba un dejo del verano ya casi terminado, anduvimos por las calles silenciosas y oscurecidas del pueblo. Era evidente que Georgie quería decirme algo. Por último, propuso que volviéramos a Adrogué a pie en vez de esperar el tren en Mármol. Así lo hicimos. Pasamos por un lugar en donde había un banco de cemento, uno de esos bancos blancos, sin respaldo, tan inhopitalarios los días fríos y tan incómodos los tibios. Borges se sentó a horcajadas en un extremo. Su cuerpo, tan blando, era flexible, capaz –creo– de lograr los difíciles asanas del yoga. Levantó una pierna, posó un pie en el banco, se agarró el tobillo con las dos manos y yo noté una vez más que sus pies eran muy chicos.
Yo estaba sentada en el otro extremo. Me miró. Sin anteojos, no podía verme claramente. Además, solo nos iluminaba un farol macilento colgado en el fin de la calle. De golpe él dijo con voz vacilante: “Estela..., eh..., ¿te casarías conmigo?”
La frase me tomó de sorpresa. Tenía todo el aire de una propuesta matrimonial en una novela victoriana. Yo sabía que había llegado a ser muy importante para él, pero no creí que él hubiera pensado en casarse. Hasta el día de hoy no sé por qué le contesté en inglés, parte en broma, parte en serio: “Lo haría con mucho gusto, Georgie. Pero no olvides que soy una discípula de Bernard Shaw. No podemos casarnos si antes no nos acostamos”.
El inglés, idioma que usábamos en los momentos trascendentales, no mitigó al parecer la impresión de esta respuesta. Sin embargo, no podía sorprenderse demasiado. Él sabía que yo no era una de las niñas asomadas a balcones rosados y celestes que pintaba su hermana Norah.
Caminábamos tomados de la mano, nos besábamos y nos abrazábamos, pero él nunca había intentado ir más allá, ni siquiera cuando estaba excitado –y se excitaba como cualquier hombre normal. La realización sexual era aterradora para él.
Por supuesto, yo debía haber dicho honrada y directamente: “Georgie: no te quiero lo bastante como para casarme contigo. Podemos ser amigos y, si quieres, algo más”. Mi falta de sinceridad, por desgracia, suscitó una reacción grave y patética. Yo estaba dispuesta a aceptar lo que él quisiera, pero (y esto arroja cierta sombra sobre mi carácter) yo sabía que era muy improbable que él quisiera seguir adelante. Lo que yo no podía prever fue el alcance de mi respuesta esa noche: a partir de entonces él anduvo por terrenos no transitados antes. Sufrió profundamente y emergió aceptándose a sí mismo. Como el Orestes de Racine, su desgracia lo sobrepasó y lo convirtió finalmente en el Borges triunfal, el hombre que descubrió y aceptó su destino.
En un plano más doméstico, a partir de esa noche yo me convertí en la “novia” de Borges, aunque nunca me consideré tal. No me gustaba la idea de ser “novia” en el antiguo sentido de la palabra. Pero la pasión y la dedicación de Borges eran halagadoras y yo las aceptaba.
Extracto del capitulo “Madre”, del libro Borges a contraluz, de Estela Canto. Publicado originalmente por Espasa Calpe, en 1989, acaba de ser reeditado por Emecé.